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domingo, 14 de septiembre de 2008

APUREÑIDAD. IDENTIDAD E IDIOSINCRACIA LLANERA

Ponencia leída en el Foro "Orinoco eje de la diversidad cultural"
Caracas diciembre 07 de 2007

Argenis Méndez Echenique*


Al hablar pues, de americanidad…, quiero hablar de aquellas

cualidades espirituales, de aquella fisonomía moral

-mental, ética, estética y religiosa-

que hace al americano americano”

(MIGUEL DE UNAMUNO).


Como es de deducirse, la presente exposición es una elemental aproximación al tan polémico tema de la identidad, que en este caso está referido a un grupo poblacional muy particular, el llanero apureño, cuya actuación puede delimitarse espacialmente diciendo que ocupa la parte más baja de la gran depresión central de Venezuela, ubicada al oeste del curso del Orinoco Medio, de donde nutre su caudal con aportaciones de sus innumerables afluentes que bajan de las estribaciones andinas. Es decir, la Cuenca Hidrográfica del Orinoco en la sección correspondiente a las tierras planas conocidas como Llanos de la Orinoquia Venezolana.

Este intento de aproximación se hace considerando una concepción socio-filosófica de los valores. Hoy, en un mundo globalizado, podrá parecer anacrónico hablar de gentilicios o pertenencia a un grupo de personas con rasgos culturales similares que habiten algún lugar determinado del planeta y unidas por un pasado común; pero se debe tener bien claro que esa aludida globalización no funciona igual para todos los seres humanos. Sin embargo, “…globalización e identidad parecen los dos elementos definitorios –o al menos dos de las más importantes claves de interpretación- de este comienzo del siglo XXI, como ya lo fueron de la última década del siglo anterior” (Lucas, 2003: 11-12).

Esa universalización en la comunicación, en el conocimiento y en los intereses es privilegio de las élites que manejan los grandes consorcios económicos internacionales. Y es sabido que el gran capital no tiene patria, manejando, en todo caso, el concepto de “Ciudadano Cosmopolita”, que es como decir “Ciudadano de ninguna parte”. La identificación con una región, con un pueblo, según la modernidad, supuestamente corresponde a una concepción primaria y simplista de la identidad y es característica de quienes viven apegados a las pequeñas cosas del quehacer cotidiano de su comunidad y de su país, compartiendo angustias, penalidades y alegrías.

Según los expertos, “la globalización hunde sus raíces históricas en la caída del muro de Berlín y el desmembramiento de la Unión Soviética, y teóricamente en los postulados de Francis Fukuyama, donde se proclama al neo capitalismo panacea universal, pasando el mercado, el capital y la movilidad financiera a actuar de manera omnímoda, arrasando gobiernos, naciones, regiones, culturas, modos de vida y de paso a las noveles democracias latinoamericanas que se han convertido en la práctica en cuasi marionetas de los dictados y recetas del Banco Mundial, Fondo Monetario Internacional y del Banco Interamericano de Desarrollo (CORTEZ LUTZ, 2005). Por ello se debe entender que “lo que se universaliza, lo que no tiene frontera, es el tráfico de mercancías; mejor, el flujo de caudal financiero” (Lucas, Ob. Cit.: 35).

Y se señala acertadamente que la mencionada globalización es la mundialización de un sistema económico donde los grandes financistas buscan para sí la conquista de riquezas, actuando de manera egoísta y monopólica, por lo que de ninguna manera puede la mencionada globalización contribuir a mejorar las condiciones intelectuales y calidad de vida de las personas o de los pueblos. “El proceso de globalización imperante queda lejos del universalismo como idea regulativa heredada de la Ilustración, o mejor, del estoicismo a través del humanismo y de la Ilustración”, según el ya citado Lucas (Ob. Cit.: 34).

En la autorizada opinión de Cortez Lutz, el mundo ha sido partido en dos grandes sectores:

1- Una gran masa de personas en graves niveles de pobreza, que es la inmensa mayoría e identificada con los llamados “explotados hijos de la tierra”. Y

2- Un segundo grupo, más pequeño, una selecta élite, que goza de riquezas, confort, poder y modernidad. A lo que hay que agregar el dominio del pensamiento que tiene este círculo privilegiado, para quienes opongan una opinión crítica o una reflexión no acorde con la línea de la globalización, son condenados y criminalizados.

Ahora, según estos especialistas, para hablar de identidad nacional, regional o local se hace necesario conocer “un instrumental teórico- conceptual capaz de generar análisis, observaciones, síntesis, deducciones y conclusiones” (Sánchez Manzano, 1986), que permitiría elaborar un estudio que recoja el proceso de apropiación consciente o no de rasgos culturales por parte de una determinada colectividad, de una manera continua y dinámica y que permita diferenciarlo de otros.

Unamuno opinaba que el propósito de conformar una identidad propia implica un largo camino donde “sea yo más yo cada día, tu cada día más tú” para lograr mejor “compenetrar nuestras almas que si me empeño en modelarme a tu imagen o en modelarte a la mía” (2002:10).

Sin caer en odiosos etnocentrismos, en nuestro propósito de hablar sobre “apureñidad”, que es como señalar la identificación con el sector llanero del territorio venezolano conocido como Apure habría que preguntarse, como bien señala el mismo Unamuno: ¿Somos una nación?, ¿el pueblo llanero es un pueblo diferente al resto de Venezuela?.

Según Lucas (Ob. Cit.: 20-21), hay que entender la Identidad como la “permanencia y el cambio, lo propio como dado y lo propio como adquirido, como aquello construido por el esfuerzo del sujeto que así se esculpe a sí mismo según el ideal de autonomía”.

Teniendo ya entendido este concepto, pasamos a hacer un poco de historia. El Llano es uno solo, desde el Casanare hasta el delta del Orinoco, unos 600.000 kilómetros cuadrados aproximadamente; pero cada una de sus partes constituyen un mundo diferente. Cada una de ellas tiene sus particularidades. El tiempo de convivencia crea fuertes nexos de identificación y conciencia de su existencia. Y es así como nos preguntamos: ¿Cuándo, cómo, donde y porqué aparece el llanero apureño?.

Las respuestas a estas sencillas preguntas pretenden modestamente dar una idea de lo que ha sido y es Apure. Las duras características ambientales de la región también condicionaron desde un principio la ocupación del territorio y la personalidad de sus habitantes, en un relieve sin cerros, aluvional y sin rocas, que lo confronta en una lucha constante y cíclica con los elementos de una naturaleza cerril, bárbara, de una cotidianidad caracterizada por demasiada agua a otra en contraposición, de una desértica sequía, que obliga a un constante deambular de un lado a otro.

La figura andariega y trashumante de Florentino Coronado no fue una ficción del Maestro Gallegos. Es la pura realidad creada por las cíclicas condiciones climáticas de la llanura. Pero, “el llanero nace y vive a su modo, sin cuidarse del cura ni del sacristán”, como dice Peña Pulido (1998: 93).

Comenzaríamos con nuestros orígenes indígenas. La nómada población aborigen llanera estaba constituida por pequeños grupos que transitaban por el inmenso territorio, pero como todo grupo humano poseía una cultura propia, con elementos fundamentales como la lengua, religión y costumbres y se relacionaban entre si de diversas maneras (comercio de trueque, incursiones de caza, pesca, recolección, saqueo y captura de mujeres y niños, en algunos casos). Esos elementos comunes es lo que origina el término denominado Identidad. En este caso, nuestra Amérindia, estaba representada en el Llano, y especialmente en el Apure por otomacos, yaruros (pumé), guahibos, cuivas (jiwi), achaguas (arawacos), chiricoas, tunebos, sálivas, taparitas y guamonteyes, entre otros.

Luego la presencia europea agregaría otro elemento étnico, que sería el blanco, con sus salpicaduras de negritud esclava o fugitiva. El resultado final sería el acrisolado mestizaje que conformaría al llanero apureño.

Ese contacto con el europeo se dio, por lo menos en Apure, de una manera esporádica en los primeros tiempos de la conquista (siglo XVI), apenas pueden señalarse las incursiones exploratorias de Diego de Ordaz y Jerónimo de Ortal en el Orinoco y el Meta, y las correrías por todo el territorio llanero de los gobernantes alemanes, los Welseres, quienes solo andaban tras el señuelo del Dorado. Más provechosa fue la presencia de los misioneros jesuitas en el último cuarto de ese mismo siglo, pues se atribuye a Fray Pedro de Aguado el haber recogido muchos vocablos que nominan a nuestros ríos, Apure, Sarare, Arauca, Capanaparo, Sinaruco, Meta, Casanare, entre otros. Don Pablo Vila (1980: I, 309), dice que “Aguado es el más conocedor, el más documentado y el más veraz”.

En el siglo siguiente el XVII, históricamente se reseña la expedición que partió en febrero de 1647 desde la ciudad de Barinas al mando del capitán Miguel de Ochogavía a explorar el curso del río Apure hasta su desembocadura en el Orinoco. El propósito era netamente económico, puesto que pretendía abrir una nueva ruta comercial hacia Guayana y el exterior para los productos llaneros del pie de monte andino, inaugurando así una gran autopista fluvial hasta el Atlántico.

En su recorrido, según Fray Jacinto de Carvajal, el cronista de la expedición, se encontraron con un país ubérrimo, un verdadero paraíso terrenal. Donde las reses vacunas eran innumerables y orejanas; los indígenas las cazaban como a cualquier animal silvestre. Allí se dan las primeras descripciones del tipo humano que habitaba el Apure, por lo menos a su jefe, Tabacare, cacique otomaco, sobre la variadísima flora, la inmensa riqueza faunística, las innumerables corrientes fluviales.

Según parece, esas iniciales aventuras exploratorias no tuvieron continuidad y es solo a finales del siglo XVIII cuando se ejecutan acciones para ocupar el territorio, aún cuando se conocía la existencia de una Real Cédula que prohibía el establecer hatos y poblaciones de origen europeo en la “Otra Banda del Apure”.

De allí que los primeros centros urbanos organizados a la manera española se conformaron con población indígena, por los misioneros religiosos capuchinos andaluces, aportadores de nuevos elementos culturales, como instrumentos musicales de cuerda, cantos y romanceros populares de sus tierras de origen, que amalgamados con los talentos nativos forjaron el joropo, la tonada y el contrapunteo, ayudando a mitigar la soledad y la fatiga de la faena diaria del llanero apureño en un horizonte preñado de infinitud.

Pero es solo a partir de 1786, con la creación de la Provincia de Barinas, que el primer Gobernador, Don Fernando Miyares, inicia una verdadera política exploratoria y colonizadora en esta zona casi virgen del territorio llanero. Entre las primeras medidas que toma es hacer un censo de todos los recursos con que contaba el territorio de su jurisdicción y la fundación de una villa de españoles, San Fernando de Apure, para controlar la navegación y comercio legal y de contrabando por el río Apure y sus afluentes, Masparro, Santo Domingo, Guanare, Portuguesa y Guárico, entre otros, llegando a convertirse esta pequeña urbe en el segundo puerto fluvial de Venezuela, después de Ciudad Bolívar.

Es bueno que se sepa que aún cuando existía la prohibición de penetrar en el territorio apureño, San Fernando fue fundada en 1788 con doscientos vecinos de origen europeo que residían en los alrededores (recuérdese la vieja costumbre colonial indiana de “se acata pero no se cumple”). Esto da una idea de la forma como se dio la ocupación del territorio, pero también del proceso de mestizaje que dio origen al llanero apureño, en apenas cuarenta años de vida pastoril en la época colonial.

Su irrupción en la historia venezolana y continental se dio de manera violenta, a punta de lanza, primero con el implacable Boves que acabó con la república mantuana, luego con las heroicidades del catire Páez, que hicieron posibles las campañas redentoras y libertarias del Gran Bolívar, forjando bizarramente la epopeya de la Patria Grande en su glorioso paso de los Andes, Boyacá, Carabobo, Pichincha, Junín y Ayacucho. Sin embargo, la consolidación de su personalidad como pueblo se va decantando a través del tiempo, de los vínculos de identidad, pertenencia y reconocimiento, con alto contenido simbólico, fundamentalmente en el transcurso del los siglos XIX y XX. Historia, tradición y costumbre son el sustento de la apureñidad.

Según Pérez Cruzatti, los paradigmas llaneros, si es que puede hablarse en tales términos, se manifiestan en su forma de pensar, de sentir y de expresarse; pues, este ente tiene una cosmovisión muy particular. Esos rasgos ejercen una influencia determinante en su conducta, aún cuando muchos de los propios valores identificatorios han sido escamoteados mediante la transculturización y el bombardeo de estereotipos pertenecientes a culturas ajenas a la nuestra, que son mal asimilados por nuestra gente menoscabando su autenticidad llanera.

Entre los aspectos generales que señala Pérez Cruzzatti agregamos otros y pueden mencionarse algunos que están arraigados en el alma del llanero de manera indisoluble:

- El concepto de Dios es muy especial. Es un Dios humanizado, con el que se puede dialogar y compartir. “Dios y Hombre: ”... “Con Dios y la Virgen...”, son expresiones comunes en boca del llanero.

- Amplio concepto de la libertad: libertad individual, libertad territorial, libertad de espíritu y pensamiento, libertad de acción.

- El concepto de Patria. La patria chica y la patria grande. Patria chica y grande: la llanura; patria grande: Colombia, Venezuela.

- La familia y el parentesco. El compadrazgo.

- La amistad y la lealtad al amigo.

- Hospitalidad.

- El valor personal, coraje y resolución (la autoestima).

- La generosidad y amplitud, derivadas tantas veces en la abnegación.

- El trabajo creador.

- El compromiso de la palabra empeñada.

- El romance y la fantasía en el alma del llanero, expresados a través de la copla y la música.

- La llanura global: un mundo propio, de horizontes abiertos.

- Intemporalidad. “El llanero no tiene prisa”.

- Simbiosis con la naturaleza, sin romper el equilibrio ecológico.

- Sobrio estilo de vida.

Como observamos, aquí se muestran muchos elementos comunes que unen a un pueblo, una nación, una comunidad, como el idioma, la religión, las actividades de supervivencia, el folklore, la música, la danza, y otros rasgos que al final sirven para verlos como semejantes, a través del tiempo y el espacio. Es decir, todo un substrato basado en factores económicos, ideológico-culturales y políticos, que marcan su dinámica existencial. Ese sentimiento común a todos es lo que conocemos como IDENTIDAD CULTURAL.

“Llanura querida te pido que cuando muera

me entierren en tus palmares,

donde se sienta el pisar de bestias cerreras

y desbarajuste de ganado en los corrales”

(copla anónima)

Esa Identidad Nacional, Regional o Locales tiene una serie de elementos que son indispensables para su comprensión; pues, si faltara alguno de ellos ya no se estaría configurando esa Identidad. Debe existir el sentimiento por el cual los habitantes de determinado ámbito territorial se sienten unidos, solidarios y semejantes.

Según Unamuno, “todo regionalismo empieza por manifestarse en la esfera lingüística” (2002: 21). El apureño Manuel Bermúdez, quien trajina esta escabrosa senda del idioma, lo reafirma diciendo que “el hombre es uno solo e indivisible. Sólo cambian los lenguajes o mejor dicho, los códigos” (2005: 25). Cuando el llanero tremola su cantar altanero nos está dando su carta de presentación:

“Sobre la palma, los cielos.

Sobre mi caballo, yo.

Sobre yo, mi sombrero”.

Esta es una soberbia expresión de libertad y autonomía del llanero, señor de la llanura, que domina desde la altura de su caballo. Un hombre a pie es nadie, un hombre a caballo es un señor. “Mientras el caballo marca el diapasón, el jinete que lo monta se adueña del mundo, de la tierra que abarca su mirada” (Peña Pulido, Ob. Cit.: 105).

Esa identificación está presente en los versos de nuestros poetas sabaneros, como José Natalio Estrada Torres, Reinaldo Espinoza Hernández o Julio César Sánchez Olivo.

A este último cantor del Llano consideramos la mayor expresión de “apureñidad”, pues muestra rasgos lingüísticos que lo hacen inconfundible por su acendrado sentido de lo telúrico, la consustanciación con el paisaje, la espiritualidad que empapa su producción literaria y el amor implícito a la libertad y a su gente, a sus paisanos llaneros.

“Mi verso viene del Llano

Y vuelve al Llano mi verso;

De allá viene, hacia allá va,

Por el rumbo del recuerdo.

Como me lo dio la tierra

Asimismo lo devuelvo

Rudo, orgulloso, sencillo,

Sin adornos forasteros”.

Los versos sanchezolivescos señalan hacia una innegable compenetración espiritual del hombre con el ambiente, la naturaleza, la flora, la fauna y las tradiciones llaneras:

Soy hermano del mastranto

Del trupial y del cubiro,

Me basta mi propio aroma

Y también mi propio trino.

Si yo tengo algún valor

Fue porque nació conmigo,

Mi calidad no la cambio

Ni por el oro más fino,

Para mí lo más que vale

Es ser del llano un buen hijo”

(AQUÍ ESTOY LLANURA MÍA)

Pero esa compenetración no es egoísta ni excluyente, pues él desea que la compartamos todos, unidos en un solo bloque y libres de discriminaciones, como un reclamo a la homogeneidad cultural, sin cerrarse a los aportes foráneos. Su ingenuo y romántico llamado a integrarse en un solo pueblo es una invitación llena de amor al terruño y es un clamor a hacer Patria Grande, hacer Patria Chica, hacer Apureñidad:

“¡Joven Apureño, quiere mucho a tu tierra,

que es muy buena!.

Enaltécela, siéndole útil y ejecutando buenas acciones que dan brillo al nombre de ella y al tuyo propio.

Y tú, aún cuando has nacido en otro lugar de la república o has venido desde lejanos países, pero que estás aquí con nosotros ganándote honestamente el pan para ti y los tuyos, quiere también mucho esta tierra, que de tanto quererla será tan tuya como de nosotros, y te sentirás un apureño más y para nosotros serás nuestro hermano.

Unámonos todos para luchar, de buena fe y con terca constancia, porque este Apure nuestro sea tan próspero y feliz como él se lo merece y como todos queremos que sea”.

Algunos estudiosos del tema llanero hablan de un proceso recesivo. De una crisis de valores e identidades, generada fundamentalmente por la tecnología moderna y la economía capitalista neoliberal.

En parte es verdad. Hay que reconocerlo. El Llano de hoy es diferente. El Apure de caballo, toro y soga es cosa de leyenda. La sabana ya no es libre, la limita la cuerda de alambre, símbolo de la propiedad privada. El toro ya no pita en el paradero, como diría Lazo Martí, ni hay rodeos y ni retozos de “hatajos de bestias” como antaño, pues el ganado ha sido sustituido por el manso y calmo cebú brahman de la India, que es pastoreado ahora hasta en bicicleta, acabando con ancestrales tradiciones llaneras. El caballo va siendo desplazado de las faenas vaqueras y ha quedado solo para ser exhibido en las fiestas de toros coleados en los pueblos.

“La integridad de un pueblo está en peligro cuando ha perdido el hilo de sus tradiciones y costumbres, el culto activo a sus héroes y santos y el amor de sus dioses tutelares, sean éstos buenos o malos”, en opinión de Matthyas Lossada (1999: 25).

El voraz progreso capitalista llegó con la carretera pavimentada y personificado en forasteros rapaces y depredadores, obligando a nuestro hombre sabanero a emigrar a la ciudad, desarraigándose de su tierra.

Ahora existe otro Llano, que no es el de Pajarote, el de Calzadilla Valdez, el de Antonio José Torrealba, el de Juan Bruno Espinoza, el de Sánchez Olivo, el de Alberto Arvelo, el de Germán Fleitas Beroes, José León Tapia, Ruiz Guevara, Adolfo Rodríguez o don Felipe Martínez Veloz.

Es otro Llano que tenemos que aprender a conocer; pues “es hora de exaltar, de manera primordial, desde muy adentro, nuestras raíces”, porque, como señalan los expertos en el tema, “la identidad no es solo forma mentis, sino también realidad existencial”.

A este Llano en transformación también hay que construirle un rostro humano que nos hable de nosotros mismos, de nuestra historia, de amor a las tradiciones propias, de las creencias y costumbres de nuestros ancestros. Por lo que debemos recrear nuestras leyendas, un nuevo Reto de Florentino con el Diablo, una nueva búsqueda de Mayalito a su amigo Carrao, un nuevo silbón que siga recorriendo las sabanas espantando a los desprevenidos viajeros, una sayona que continue asustando a los trasnochadores. La luz eléctrica no debe acabar con nuestros fantasmas. ¿Qué pasaría si matáramos el centauro que todos los llaneros llevamos por dentro?.

Las sociedades evolucionan y hay que aceptar los cambios, caminando a su propio ritmo, donde el hombre llanero debe poner a funcionar su dinámica capacidad creadora y transformadora, según su propia concepción vital. “El arte de la vida no está en diferenciarse sino en comprenderse”, como bien señala un paisano barinés.

Un especialista en el tema dice que la construcción de la identidad es precisamente un proceso que se lleva a cabo en contraste dialógico con los demás, una “operación basada en el juego de las semejanzas y las diferencias”, un proceso continuo de formación, transformación y conservación (Lucas, Ob. Cit.: 21). Para el mejicano Villoro, citado por Lucas, somos el resultado de muchas miradas diferentes, de diversas representaciones que necesitamos integrar: así la búsqueda de la identidad se convierte en “construcción de la representación de sí mismo que establece coherencia y armonía entre sus diversas imágenes”

Por ello hay que estar conscientes de ese indetenible proceso de interculturalidad y centrar nuestra atención en la “construcción de sentido, atendiendo a un tributo cultural o un conjunto relacionado de atributos culturales a los que se da prioridad sobre el resto de las fuentes de sentido”, como señala Castells (Lucas, Ob. Cit.: 14 – 15).

Pero con sentida añoranza, el llanero viejo ve que todo ese apego a lo tradicional y que caracteriza su mundo va quedando en el rincón del olvido. Solo se conserva ese acervo patrimonial en la memoria, en el famoso “baúl de los recuerdos”, y en las interpretaciones de nuestros copleros, como señala Alberto Baquero en sus versos.

“Cada tiempo en que

Se interpreta un joropo

Se sacude el viento y…,

El joropo vive y muere…

Vive con alegrías y nostalgias…

Muere y se sepulta

En nuestras almas

Para vivir los años

Que nos quedan”.

Como se observa, la identidad es un elemento clave de la realidad subjetiva de una persona o de un pueblo y por ello, “como toda realidad subjetiva, se mantiene en una relación dialéctica con la sociedad. La identidad es formada por procesos sociales” (Berger y Luckman, citados por Maritza Montero, 1997: 71), por lo que no debemos dejar ganar con la desesperanza característica de los vencidos (la desesperanza es el “…estado psicológico que frecuentemente resulta cuando los acontecimientos son incontrolables”. Seligman, citado por Montero.

La identidad llanera, la identidad venezolana, la identidad latinoamericana, no se pierde nunca, sino que se transforma y sigue nuevos canales para manifestarse. La esencia sigue persistiendo y hay que seguir alimentándola. “Tanto en los individuos como en las colectividades, la identidad no se constituye por un movimiento de diferenciación de los demás, sino por un proceso complejo de identificación con el otro y de identificación con él”, según expresión de Villoro.


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Biruaca, Diciembre 07 de Diciembre de 2007.


*Cronista de San Fernando de Apure.

DOCENTE E HISTORIADOR. Nació el día 14 de Agosto de 1947. Licenciado en Educación (UNIVERSIDAD DE LOS ANDES. Mérida, Venezuela, 1972). Maestría en Andragogía (UNIVERSIDAD SIMÓN RODÍGUEZ. Caracas, 1982). Maestría en Historia de Venezuela (UNIVERSIDAD CATÓLICA “ANDRÉS BELLO”. Caracas, 1996). Profesor (Agregado) Jubilado de la Universidad Simón Rodríguez, con más de 38 años de servicios (2006). Jefe de la Zona Educativa Apure (septiembre 1986 - marzo de 1989). Miembro de la Academia Nacional de la Historia de Venezuela (Correspondiente por Apure, desde 1984), Miembro del Instituto Duartiano de Santo Domingo, República Dominicana (1990), Miembro del Centro Sanmartiniano de Venezuela (2004), Director – Fundador del Centro de Estudios Histórico-Sociales del Llano Venezolano (CEHISLLAVE, 1990), Presidente de la Sociedad Bolivariana de Apure (1980 – Actualidad), Cronista del Estado Apure (1984), Cronista de la Ciudad de San Fernando de Apure (1988). Miembro de la Asociación Nacional de Cronistas de Venezuela. Miembro de la Asociación Nacional de Archiveros de Venezuela, Miembro fundador del Colegio de Licenciados en Educación del Estado Apure (1972). Integrante de la Red Nacional de Escritores. Miembro fundador de la Asociación de Escritores del Estado Apure. Miembro fundador del Círculo de Reporteros Gráficos del Estado Apure. Bibliógrafo, ensayista, cuentista, poeta, columnista de prensa, investigador social, promotor cultural. Ha recibido reconocimientos y condecoraciones de instituciones y organismos públicos regionales, nacionales e internacionales. Numerosas publicaciones (libros y artículos en revistas nacionales y extranjeras), cuyo tema generalmente es de carácter histórico y vinculado a Apure.

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