Obituarios de un no-país — video a Alejandro Aguilar

miércoles, 11 de junio de 2008

EL LITORAL POETICO DE CARLOS OCHOA


Alberto Hernández*





Ningún secreto escapa de la voz de Aimé Césaire cuando dice de las grandes combustiones del mar de su Basse Pointe, donde las lluvias mojan los vocablos y todas las tormentas acuden a la costa "en la corriente lenta del ojo de las palabras, como caballos furiosos", que en el Caribe son espejismos, posibles solamente en la reverberación de la
poesía.
Con esa misma mirada, Carlos Ochoa, cercano también a las costas de ese mar interior que convierte un continente en isla, anota sobre las orillas de un país, nombrado con la boca de hacerse mediador para que el poema construya un paisaje, una forma de refractar el litoral de un imaginario próximo a multiplicarse con los viajes. Derivados de la mis-
ma salinidad, tanto el autor de Corps perdu, como el poeta caraqueño radicado en Valencia, construyen una etimología del mar: Césaire desde el ojo de un huracán que él mismo nombra en su casa de Martinica y Ochoa desde el continente que somete la fuerza de las mareas. Ambos, atados a la tradición de saberse poseedores del océano que los interioriza, son herederos -uno por haber nacido en medio de un torbellino, otro por temporalizar la orilla por donde llegan todas las revelaciones- de la misma fijación: el mar habita un afuera y se hace visible en el poema
con su monstruosa fuerza, pero también con su indecible belleza.
La lectura del mar, la de su límite terreno, encuentra en Carlos Ochoa un lugar que testimonia la experiencia de haberlo convertido en personaje que se repite incesantemente, desde hace todos los siglos, contra las rocas y los cuerpos que allegados a sus dominios "Es tremendo el golpe de las olas (...) Es tremendo ser alcanzado por el mar". Ola y mar son dos fuerzas, la primera siempre se convierte en costa, en movimiento, mientras la segunda es la permanencia, un volumen multiplicado en islas, espejismos, monstruos, ruidos y silencios. El mar de Ochoa se hace arena, tierra en la mirada: masa continental capaz de pacificarse ante los ojos de quien la transforma en palabras.
Desde el cerro El Ávila, Carlos Ochoa advierte la voz del viento, como en la casa de Basse Pointe el poeta Césaire oyó la felicidad de Colón al sentir la dulzura de los aires antillanos, "como en abril en Sevilla".
"El viento dice/ que quiere irse/ a Petit Mustique, a la Martinica/ a golpear las rocas de Sayan", mientras la hondura de la montaña inclina el vértigo y" despierta el sudor / que habíamos olvidado", reza Ochoa para confirmar la presencia del poeta martiniqueño.
Ese mismo mar, la orilla que respira en las páginas del poemario de Carlos Ochoa, se hace nombres, sonoridades mordidas por las mareas del Caribe, biografiado por Germán Arciniegas en las andanzas de las islas y costas que muchos vieron pero que no pisaron y, de estas aventuras el poema dice de Choroní, como aquellos marineros de las noches místicas, alumbrados por la fosforecencia de los peces y los ojos diurnos de las mujeres, en un paraíso reconstruido por el exceso de imaginación. El texto de Ochoa parece salido del asombro de los sonámbulos catalanes Margarit y el fraile Buil, al descubrir que quien los guiaba entre sargazos no era otro que un fantasma en busca de riquezas, pese a la alucinante verba producida por el mar Caribe.
Apremiada por el mismo asombro, en Apuntes de la costa, la mirada del autor se dilata ante la sensualidad que la naturaleza le imprime: "Venidos con los cuerpos frescos/ atrás dejamos la espuma/ golpeando nuestros pechos./ Respirábamos las nubes/ los bordes de oscuridad del Paraíso". "
Toda orilla es una pisada, un tiempo marcado por arribos y salidas de quienes buscan en el mar camino para llegar o alejarse. Toda orilla es borde de historias, que como dice Derek Walcott, sintetiza "las suaves vocales de las ensenadas; el bautismo de las naves,/ los títulos de transporte,/ los colores de las uvas de playa,/ la acritud de los almendrones,/ el alfabeto de campanas...las dehesas de puertos, la letanía de islas,/ el rosario de archipiélagos", numeración de imágenes que tiene la destreza de atracar en los costados de Granada, Guadalupe, Antigua, en la ventana de Castries, en Santa Lucía, donde en hora de lluvia no anunciada, el autor antillano viera la luz.
De esta experiencia, Carlos Ochoa tiene la orilla del continente, las orillas de un país que se alargan hasta los arrecifes de un mar interior, silencioso a veces, poblado por las huellas y las voces de quienes miden las distancias entre el horizonte y los ojos cegados por el sol: "Una
playa no es playa sin una tribu/ que entierre en la arena la sombra de su época". Entonces, los eventos del tiempo destacan su presencia invisible, rescatada por el que apunta en la memoria las palabras que "encienden fuegos" y " arrojan al espacio sus ruidos / para saberse de paso /
entre esta cosa y otra".
Ochoa afirma su aventura en los habitantes de la costa, en los de las alturas y en los que tienen en la orilla el testimonio de los que limitan con la realidad: "Las aves se zambullen en el reflejo sagrado del cielo/ El que sueña despertará/ pero la tortuga seguirá durmiendo". El poema narra desde un ojo marino. Isla, pedazo de encuentro, alfabeto sagrado que emerge del océano.
La misma isla que Enrique Bernardo Núñez reveló en la ruptura del tiempo y el espacio; Cubagua, vertida por las ruinas del pasado: "llegamos al trozo de tierra/ que Dios "dejara/ para quebrantar el mar/ la arena y el olvido/ tropiezan la intemperie/ el murmullo de las perlas/ nos hace sumergir/ despertar las entrañas que se hundieron". Mar insular, fragmentario, aventado por la sangre de los ahogados entre la urdimbre de ostras, visto sin ser visto, pero re-creado en el presente del
poeta.
Apuntes de la costa, escritura que festeja la primera persona, abreva en el bestiario marino, en la metáfora asaltada por un animal terrestre, mitológico, pronunciado por el cosmos: "Yo aprendí a amar en las costas de viento pleno/ jirafas, tortugas, cangrejos/ y hasta una cabra/ que patea racimos de estrellas. / / Mis ojos anudan la distancia/ con el latido de los astros/ la verdad/ más allá de la alambrada azul/ crece con el día".
Cada poema de este libro es una costa distinta. Cada costa es un poema que construye su propia naturaleza. La línea de un país que se nombra para respirar el mar que lo golpea: Costa Mosquito, Choroní, Cariaco, Cuyagua, Cabo San Román, San Juan de los Cayos, Chuao, Patanemo, Solanos... accidentes geográficos, unos que entran y otros que salen, ensenadas, cabos, penínsulas; moles de tierra invasoras del océano que marcan fronteras y límites en barrancas y peligrosas caídas.
El país que existe en este libro de Carlos Ochoa se convierte en islas, en las que se han alejado para convertirse en voces extranjeras, lamidas por el mismo mar, pero nombradas con otra respiración: Kilauea, Aloha Duke, anidadas en otro mar que es el mismo.
"Una isla se proyecta en otras islas", dice Lulú Giménez Saldivia en el prólogo de El mar es historia de Walcott, pero también el Caribe se alarga hacia otro mar para nombrarse en la misma salinidad. Islas viajeras, llevadas en el equipaje verbal del poeta: "Los antiguos monarcas
hawaianos/ montados en enormes tablas/ que sabios guardianes/ tallaban de árboles sagrados/ esperaban despertar el viento divino/ sin ofender las deidades de las aguas", entonces la sacralidad de las aguas mantuvo a flote a quienes se hicieron de la mano de los dioses para
caminar sobre la superficie inquieta. Y si el mar creció hacia otro mar, así las islas se regaron para abundar las costas, las orillas donde las palabras también se hicieron otras, verbos de extraña conjugación, árboles y peces que aprovechan las corrientes profundas para llegarse
hechos tormenta a las manos de los marinos y visitantes, que ven "trocada suerte que se desplaza/ cuando sopla desgracia", que puede llegar en el timón de un barco "azotado por el sol", guiado por los vientos que extravían y algarete dan con la roca.
Mar de guerras y muertes donde los días de bonanzas permiten la navegación, la mirada a las maravillas contadas en las crónicas: "Jamás logré ganar una batalla/ peleé sin tregua/ en la mañana/ y hasta muy tarde con el sol", voz que roza a la del Almirante: "Partí en nombre de la Santísima Trinidad la noche de Pascua, con los navíos podridos, abrumados, todos hechos agujeros. Mar de fracasos, de costas henchidas con los despojos de las naves y cadáveres ¿Será éste el destino de la derrota?", se pregunta el poeta Ochoa, y sigue: "ni riqueza, ni señorío/ sólo la muerte escapada/ buscando el pasto de las estrellas".
Lectura de regocijo por la visión que nos lega, por el cúmulo de imágenes que contiene en sus profundidades. Lectura/ mar. Escritura/ islas y redonda mirada: "... el Caribe nació como una cuenca elíptica", dice Walcott en su poema The Star-Apple Kingdom, así el mare nostrum está rodeado de costas por todos lados. De allí la redondez del poemario de Carlos Ochoa: cada texto nos lleva al mismo sitio, al mismo olor marino, a los colores que nadan en la superficie del animal que se agita dentro de sus páginas.
Y así, como la historia del mar silabea los apelativos de personajes y fantasmas, Ochoa articula el del Capitán Taylor para sacarlo de las profundidades del océano, de donde también han emergido los de los viajeros de otros tiempos, abrigados por la madera hedionda de los bergantines y barcos de negreros. La Mar océana guarda esos secretos, pero el poeta no deja en la fabla del misterio las aventuras de quien se hace en el otro: "Asomado al balcón el día crece. Cuando vuelva a dormir/ abriré el miedo/ de un cuarto oscuro/ gritaré al abordaje/ y el viejo bergantín/ que la noche anterior / se quedó a medio hundir / al fin será un misterio / en el fondo del océano".
Los ritos de la mar contienen los restos de su historia: hundimientos, naufragios, coágulos sanguíneos, destrozos, piratas, corsarios, cañoneos, dioses aturdidos por la avaricia y la aventura: "¿Dónde han ido a parar los viejos navíos La Heroine", " La Creole", el bergantín "Mary" / sus tripulaciones saquearon los barcos/ ingleses, españoles y lusitanos/ cortaron cabezas, brazos, piernas/ con sus dagas/ sables y pistolas./ Mateo Gracia en el pueblito de Regla/ cerca de la Habana/ negociaba botines y celebraba/ vistiendo de lujo a sus mujeres./ / Todos desaparecieron dejando las playas desnudas./ / El mar no negó a los veloces barcos las profundidades / donde las aguas lo guardan todo / Para la memoria de los dioses".
Por ese mismo mar poético los argonautas de Jasón se ataron al mástil y sellaron sus oídos para no ser presas de las bondades del Caribe: "... agradecido de mar/ no es suficiente/ hay que arriesgar/ hasta que nada quede/ en el dolido corazón".
"En un principio fue el Mediterráneo. Todo lo que a sus costas se acerca, queda tocado de manos azules. Lo qué de él se aparta, se hace turbio, pavoroso", nos relata Arciniegas' en el comienzo de su estudio Biografía del Caribe. Podemos prolongar aquel mar para que el de las Antillas navegue en el imaginario mitológico de Occidente: "Las sirenas / cuentan los viejos marinos íberos / cantan más fuerte y dulce al final del otoño/ cuando el mar se encrespa y regresan a puerto las naves./ / Qué diferente final para la Odisea/ si el audaz Ulises/ de vuelta a Itaca/ desata las cuerdas del mástil/ se vence a sí mismo. / / Tal vez hubiese aprendido cómo descamar/ tan increíbles seres / poblar su reino sumergido".
Al final sólo un espejismo. Secreto al fin, el poeta Carlos Ochoa nos deja en la costa, entre anotaciones y sonidos, la memoria de un tiempo que se va y regresa, como las olas y las resacas que en la orilla detienen nuestros pasos. Quedan las sombras en una pregunta: "¿cuándo se rompen los espejos / a dónde va lo que fuimos / el sueño que no se hizo a la mar?"
La costa, su espíritu -la ola-, empuja la tierra, la nombra y la hace huella para luego borrarla.
*Periodista, poeta y escritor venezolano (Maracay, estado Aragua)