Obituarios de un no-país — video a Alejandro Aguilar

jueves, 31 de julio de 2008

UN REENCUENTRO ANHELADO

Daniel R Scott*



A Jesús Enrique Blanco Méndez, mi suegro desde hace cinco años


Ya era muy de noche cuando mi esposa y yo decidimos dar un paseo por el centro de San Juan. Está muy contenta porque este año se graduaba de licenciada en Administración Comercial y no hace otra cosa que hablar y hablar de cuando reciba su titulo. Es la corona otorgada legítimamente después de cinco años de estudio y perseverancia. "Estoy orgulloso de ti" le digo cada dos minutos. Al poco rato de haber salido y para nuestra sorpresa, un auto se estacionó en las sombras del otro lado de la calle y el conductor nos saludó, agitando la mano. Era el saludo algo inseguro del que no espera obtener respuesta. Mi esposa palideció, se le heló el rostro: se trataba de su padre. Ella no lo veía desde los seis años, he allí la razón de su estupor. Los recuerdos que de él conserva son escasos y carentes de emoción, nada que le despierte algún sentimiento filial. Las palabras "Papá" o "Padre" le suenan huecas y vacías, sin significado ni significante. "Lo último que recuerdo de él es yo pequeña jugando sobre sus piernas" me dijo una vez. "Sacó de su bolsillo unos caramelos y me los dio". Un día, por razones no del todo claras, su padre se marchó y no volvió más. A partir del uso de su razón, Fell (así es como llamo a mi esposa) siempre se preguntó por el paradero de su padre e hizo algunos esfuerzos por encontrarlo, fallando en cada intento. Para ella eso era frustrante. No podía ver a un hombre de elevada estatura y ojos claros de gato en las calles o en el Metro de Caracas porque suponía era su padre. Alguien le dijo que lo habían visto manejando un Renault blanco. Cada vez que mi esposa (una adolescente) veía un auto con tal descripción le saltaba el corazón. Para esos días era una jovencita de cabellos exageradamente largos, como los de alguna princesa indígena de una selva remota, con muchas inquietudes y preguntas que hacerle a la vida. No cabe duda que a Fellawey Dunazay Moncada no le sentó bien haber crecido sin la presencia de la figura paterna. "Es que mi vida fue siempre un rompecabezas al que le faltaban varias piezas" me explica. "El día que encuentre a mi padre ese rompecabezas se habrá completado". Pues bien, y no me pregunten cómo, llego la hora de armar en su totalidad el gran y doloroso puzle. Sin embargo Fell no se muestra muy entusiasmada, y la entiendo: tras veinte años sin saber nada de su padre (el Sr. Blanco), ¿Qué es lo primero que ella debe decir? ¿Y cómo se lo dirá? La pobre es presa de sentimientos encontrados. Me pide por favor que me acerque al auto y haga de mediador. "Vayan a casa y atiéndelo; yo los alcanzo más tarde" me dice en susurros.
Me acerco y lo saludo. Me invita a entrar. Luego de las presentaciones de rigor y demás formalidades le explico a mi suegro la situación y le invito a casa. El asiente comprensivo, enciende el motor y nos marchamos de allí. Fell sigue de pie en el mismo lugar, inmóvil; quizá lo único que se mueve en ella sean sus lágrimas en las mejillas. Siento compasión. Ha de sentirse muy mal con todos esos sentimientos y pensamientos girando y chocando entre sí. Aquí en el auto en marcha hay cuatro personas más cuya identidad ignoro. ¿Parientes? ¿Amigos? No lo sé. Hablamos de cualquier cosa para, como dice el dicho, romper el hielo. A partir de ese momento me sentí como en otra dimensión. El tiempo y las cosas se alargaban y encogían. Mis palabras brotan arrastradas, pesadas, lentas, como el sonido de aquellos discos de vinilo que uno colocaba sobre el tocadiscos a mínima velocidad para desternillarnos de la risa. ¿Me estaré volviendo loco acaso? El rubor se me subió al rostro, encendiéndolo. ¿Pensará esta gente que me burlo de ellos? Mal comienzo. Pero ellos se comportan como si nada sucediera. Me siento incomodo: no debería estar metiendo las narices en estos entramados filiales que no son de mi incumbencia. Estoy harto de ver y saber de tantos casos de paternidad irresponsable y de otras cosas por ese estilo. Lamenté los temores de mi esposa y al mismo tiempo me sentí culpable de abrigar tal pensamiento porque, después de todo, no debe ser cosa fácil o placentero dirigirle la palabra a un padre que también es un perfecto desconocido.
Ya en casa observo más detenidamente a mi suegro ("Llámame Jesús" me dice) Es de elevada estatura, tal como me lo describió mi suegra, pero su piel es blanca como la de un anglosajón y demasiado tersa para ser el padre de mi esposa. Se supone que debe tener unos cincuenta años y este si acaso tendrá poco menos de treinta. Es un deportista que viste camiseta, pantalones cortos y zapatillas para trotar. ¿Qué sucede aquí? Lo que sea no me gusta ni encaja en la lógica. Un olor a fraude. Pero finalmente me tranquilizo. "Bueno, sea cual sea su aspecto, este es su padre" me digo, olvidando lo que veo y echando fuera la desconfianza. Mi suegro entonces toma la palabra y explica las razones por las cuales se vio obligado de alejarse de su hija por todos estos años pero, sordo como una roca, no le oigo absolutamente nada: sus labios se mueven pero no emiten sonido alguno. Su voz es literalmente inaudible. Y yo no estoy sordo: oigo la burla de los pericos cara sucia y el trinar de los canarios allá en sus jaulas, algo insólito considerando lo avanzada de la noche. Como no le oigo ni tampoco sé que responder, se me ocurre una idea. "Señor Blanco, supongo que desea saber como es el aspecto físico de su hija. En mi biblioteca están nuestros álbumes de fotografías. ¿Qué tal si los traigo y los vemos juntos mientras llega su hija?" A él le pareció bien sin dejar de hablar y de hablar su lengua muda y yo caminé los tres metros que nos separaban del estudio. Al entrar, encontré que todo el mobiliario había desaparecido, solo había cuatro paredes vacías y desnudas. ¡No había nada! Ni estanterías, ni libros, ni álbum ni nada...¿Qué ocurre? Todo parece obra de algún maleficio. O simplemente se trata de un robo. Hasta dudo de mis sentidos. ¡Maldita sea! ¿Como es que se esfumó todo sin dejar rastro? Me estoy volviendo loco. ¿Y ahora qué le digo a este señor? Ojalá llegara Fell para dejarlos solos y acabar con este embrollo de una buena vez. Soy hombre descomplicado. Me acuerdo que en mi cartera guardo una foto de Fell, la que se tomó un marzo de 2004. Ese día se maquilló y fue a una peluquería para cortarse y arreglarse el cabello; luego se acercó a mi trabajo a ver cual era mi reacción. La encontré tan encantadora que la llevé a un estudio fotográfico para tomarle la foto. El lente de la cámara eternizó un rostro joven, bello, suavemente maquillado que mira con orgullo al mundo. Salgo apresurado de la habitación con la foto en la mano y diciendo: "Señor Blanco, ahora que lo recuerdo tengo aquí en mi cartera..." y ya no pude decir nada más: me desperté envuelto entre sabanas y las primeras luces del amanecer. El ventilador giraba de derecha a izquierda y de izquierda a derecha. Los pormenores del relato y sus personajes de desvanecieron: una nada tragada por la nada. Se trataba de otro sueño más, una jugarreta onírica de la mente dormida. Y yo volví a caer por inocente. Como siempre. Tardé varios segundos para comprender que todo había sido una ilusión.
A mi lado mi esposa duerme plácidamente y afuera una lluvia matutina llora o ríe sobre las viejas tejas agrietadas del techo. Esto sí es real.
28 de Julio de 2008

*Bibliotecario y escritor venezolano (San Juan de los Morros, estado Guárico)