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lunes, 11 de octubre de 2010

La brutalidad letrada*

Carlos María Domínguez
PUEDE PREGUNTARSE qué es, en rigor, un lector. En su hipótesis ingenua: el hombre que lee; en la pretenciosa: el que lee entre líneas, un interpretador. Con las dos definiciones cumple Adolf Hitler, quien a lo largo de su vida llegó a reunir alrededor de veinte mil volúmenes en tres grandes bibliotecas privadas, sin contar los miles del archivo del partido nazi y de la cancillería del Reich. En las trincheras de la Primera Guerra Mundial, durante los años de febril actividad política, en la cumbre del poder y refugiado bajo los bombardeos en su búnker de Berlín, Hitler leyó uno o dos libros por noche hasta altas horas de la madrugada. Gozaba e interpretaba lo que leía, subrayaba y hacía anotaciones en los márgenes, como suelen hacer los bibliófilos impenitentes.
Un concepto extendido adjudica a los libros el poder de enriquecer el espíritu con los bienes de la cultura humana. Suele suponerse que si no hacen bien, son inocuos, y que la brutalidad es patrimonio de los iletrados, pero es posible que se trate de una ligereza. No fue iletrado el monstruo nazi del siglo XX.
trabajo minucioso. El historiador norteamericano Timothy W. Ryback, especialista en temas del Holocausto, revisó los mil doscientos libros que pertenecieron a una parte de la biblioteca de Hitler y hoy se encuentran en la Biblioteca del Congreso, en Washington, además de otros ejemplares ubicados en universidades norteamericanas y del extranjero. Identificó en qué momento adquirió algunos libros, cuáles fueron leídos y cuáles no, describió sus anotaciones en los márgenes y cruzó su información con otras fuentes testimoniales. La mayoría de sus bibliotecas privadas de Berlín, Múnich y su residencia de Obersalzberg fueron saqueadas por las tropas aliadas, pero no falta información sobre los libros que formaron a Hitler y aquellos que lo acompañaron por décadas en sus anaqueles.
Buena parte de sus libros estaban forrados en cuero o piel, con encuadernaciones lujosas y sus iniciales en el lomo, debajo del águila dorada. El informe más completo lo ofreció el periodista Frederick Oechsner en un libro de propaganda, de 1942: siete mil volúmenes estaban dedicados a las campañas de Napoleón (con abundantes anotaciones), los reyes prusianos, vidas de generales alemanes y campañas militares famosas. Los libros militares se presentaban agrupados por países, algunos traducidos a pedido de Hitler, entre ellos uno sobre el conflicto del Gran Chaco (la guerra de 1932-1935 entre Paraguay y Bolivia), escrito por el general alemán Hans Kundt, quien como Ernst Röhm fue instructor de tropas en Bolivia. Uniformes, armas y pertrechos completaban los temas de esta sección.
Una segunda colección de mil quinientos libros abarcaba temas de arquitectura, teatro, pintura y escultura, incluidos libros sobre el surrealismo y el dadaísmo. Uno de ellos lucía esta anotación de su puño y letra "¿Revolucionará el mundo, el arte moderno? ¡Putrefacción!". Otra sección comprendía libros sobre astrología y espiritismo, a los que era muy afecto, junto a temas de alimentación y dieta (unos mil), y crianza de animales, con fotografías de sementales y yeguas célebres que Hitler tachó con un lápiz rojo.
Poseía también unos cuatrocientos libros sobre la Iglesia, varios con imágenes pornográficas sobre el libertinaje del clero, y otros en los que se veían a papas y cardenales pasando revista a las tropas, en distintos momentos de la historia. Uno lucía la anotación: "Nunca más".
Alrededor de mil novelas populares, muchas policiales, todas las de Edgar Wallace, libros de aventuras de G. A. Henry, docenas de novelas románticas, y entre las favoritas de Hitler, las novelas de indios del Lejano Oeste escritas por el alemán Karl May, que nunca estuvo en América pero cultivó el género hasta convertirse en un best seller de la literatura juvenil, completaban su colección. Oechsner contabiliza también doscientas fotografías de constelaciones estelares de los días importantes de su vida, anotadas por Hitler y guardadas, cada una, en un sobre separado, además de una colección de piedras preciosas, compradas con el dinero que obtuvo por la venta de su libro Mein Kampf, que le reportó ganancias por una suma estimada de veinte millones de dólares actuales.
CLÁSICOS. Hitler tenía las obras completas de Shakespeare encuadernadas en cuero marroquí artesanal, y consideraba al autor de Hamlet, superior a Goethe y a Schiller. Admiraba a Don Quijote, a Robinson Crusoe, La cabaña del tío Tom y Los viajes de Gulliver, pero eran escasas las obras de la literatura clásica en sus bibliotecas. La cineasta Leni Riefenstahl le regaló una primera edición de las obras completas del filósofo alemán Johann Gottlieb Fichte en un intento por recuperar su simpatía luego de negarse a rodar una tercera película, pero aunque Hitler contaba con las obras de Nietzsche, Schopenhauer y Kant, todo indica que los leía sólo para extraer citas que prestigiaran sus discursos. Aunque reconocía el genio de Nietzsche y exaltaba la "inteligencia cristalina" de Schopenhauer, de quien más se sirvió fue del impetuoso Fichte.
De la extensa información que acerca Timothy Ryback, destaca que dos de sus libros más amados y trabajados pertenezcan a autores norteamericanos. Incluyó El judío internacional: El principal problema del mundo, de Henry Ford, en la lista de lecturas recomendadas para los afiliados del partido nazi y tenía un gran retrato de Ford colgado en su despacho. Lo consideraba el empresario "más grande", un hombre racialmente puro, "un tipo nórdico absoluto". Pero su biblia, el libro que expandió su concepción racista fuera de las fronteras de Alemania fue La muerte de la gran raza o la base racial de la historia europea, de Madison Grant, un licenciado en la Universidad de Yale al que el gobierno de los Estados Unidos encomendó la regulación de las cuotas de inmigración extranjera. El libro fue publicado en New York en 1916 y el ejemplar de Hitler pertenece a la traducción alemana de 1925. Allí encontró el fundamento para la eugenesia. "El acatamiento a lo que erróneamente se considera leyes divinas y la creencia sentimental en la santidad de la vida humana -sostenía Grant- impiden tanto la eliminación de los niños deficientes como la esterilización de los adultos que no tienen ninguna utilidad para la comunidad". También el aliento para su campaña por la purificación de la raza y la eliminación de los judíos. Grant argumentaba que "el vestir buenas ropas y el ir a la escuela y a la iglesia no transforman a un negro en un blanco", y advertía que se tendría la misma experiencia "con el judío polaco, cuya baja estatura, mentalidad peculiar y fijación inquebrantable en el propio interés se están asimilando al carácter de la nación".
Ryback enlaza la historia lectora de Hitler con las expresiones de Walter Benjamin sobre su pasión bibliófila, pero el intento no se anuda sin violencia. Precisamente, en la dificultad de ensamblar ambas experiencias resiste no sólo el misterio de Hitler, sino también el del poder, lábil, poco inocuo y siempre imprevisible, de la lectura.
LOS LIBROS DEL GRAN DICTADOR, de Timothy W. Ryback, Destino, 2010. Buenos Aires, 380 págs. Distribuye Planeta.