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jueves, 8 de noviembre de 2012

Historia y supresión de archivos: Afro-descendientes - 1932


Rafael Lara-Martínez
Tecnológico de Nuevo México
Desde Comala siempre…

Esta gente es la madera afro-americana… Miguel Ángel Ibarra

La lectura de Cafetos en flor (1947) de Miguel Ángel Ibarra sugiere una doble enseñanza. No hay historia sin supresión de archivos. No hay testimonio sin mirada retrospectiva de un pasado revocado.

Ibarra nace en Atiquizaya, en el departamento de Ahuachapán en El Salvador en 1902. En la década de los veinte y treinta, se desempeña como líder sindical en la Federación Nacional de Trabajadores de El Salvador (FNTES y en la Federación Regional (FRTES)). Participa en la Universidad Popular de Ahuachapán y también milita en el Socorro Rojo Internacional (SRI), donde conoce a “Augusto Martí”.

Empero, su militancia “democrática y popular” no le basta para que la historia del siglo XXI escuche su deposición testimonial. Para hacer ciencias sociales, hay que tachar. La historia es bastante selectiva sobre los sujetos con derecho a testimoniar sobre un suceso histórico. Ibarra no aparece mencionado en ningún trabajo sobre 1932.

Su experiencia de vida en Ahuachapán, su lucha por los derechos de los trabajadores en el occidente del país, su exilio guatemalteco y su cárcel a la víspera de los sucesos de enero de 1932 y años siguientes, los escribe en el México pos-cardenista. Hay un desfase del hecho vivido (1932) a su recopilación (1947). Toda experiencia de vida se conjuga en el pretérito sin ninguna “urgencia por testimoniar”. “Mis ojos vieron mucho”.

II.

La excusa para suprimir su auto-biografía de todos los libros de historia será simple: su difícil acceso. La novela de Ibarra sólo la catalogan El Colegio de México y la Universidad de Calgary en Canadá. Pero tal pretexto valdría si se tratara de un caso excepcional.

La cuestión crucial para la historia del siglo XXI es que la quema sistemática de los archivos define su práctica acostumbrada. Como sección privilegiada de las ciencias sociales, la historia obra según una convención rigurosa. Hay que tachar toda documentación primaria inconveniente. Interesa ofrecer una visión coherente y elegante del pasado. Interesa acomodarlo a la política de la memoria en una actualidad antojadiza.

Para el período que comenta la autobiografía de Ibarra —el despegue violento del martinato (1932)—la convención de la historia salvadoreña resulta sencilla e implacable. Hay que suprimir todas las publicaciones oficiales y las revistas culturales autónomas de la época.

Los periódicos más obvios —el Diario Oficial y La República. Suplemento del Diario Oficial— los censura la historia del siglo XXI. El pacto científico habla del general Maximiliano Hernández Martínez (1931-1934; 1935-1939; 1939-1944) sustituyendo las fuentes primarias por los prejuicios actuales. Hay que hablar del martinato sin Martínez.

La misma supresión afecta a las revistas culturales de la época. De una veintena de publicaciones culturales —tachadas adrede por la historiografía del siglo XXI— sobresalen Cypactly. Tribuna del Pensamiento Libre de América, y el Boletín de la Biblioteca Nacional. Su inclusión obligaría a considerar que el arte nacional salvadoreño legitima la Matanza o, al menos, le resulta un hecho sin infamia ni recuerdo

Hay un imperativo categórico de las ciencias sociales en El Salvador. Hay que borrar todas las declaraciones teosóficas como las dos citas siguientes:
Quienes deciden “lanzarse a desantentadas rebeldías obedeciendo azuzamientos subversivos [de los comunistas] sólo les dejan saldos de miseria y muerte” (Cypactly, No. 19, 31 de julio de 1932).

Matan a sangre fría […] los peores asesinos. Por eso merecen condena eterna todos los hechos sangrientos hace algunos meses ejecutados por forajidos […] es una dolorosa equivocación creer que el comunismo se practica segando vidas y arrasando propiedades. Esas doctrinas que tuvieron origen en el Sermón de la montaña, no son de destrucción sino de conservación […] Esto lo han ignorado […] nuestros campesinos por eso han delinquido […] y se dejaron llevar al sacrificio de su vida” (Eugenio Cuéllar cuyo cuento lo ilustra Pedro García V., quien diseña varios “cuentos de barro”. Cypactly, No. 17, 22 de junio de 1932).

De lo contrario, “Francisco Gavidia, Salarrué… cuántos y cuántos, todos los ungidos, las almas luminosas de nuestra patria, [que] ungen y consagran con sus plumas estilistas las páginas de Cypactly“ (Lydia Valiente, Cypactly, No. 13, 20 de marzo de 1932). Todos los ungidos serían cómplices de un régimen que el siglo XXI condena por la Matanza.

Que condena sólo por sus actos militares, ya que la colaboración artística —tal cual lo demuestra Cypactly— el siglo XXI la juzga una manera de resistencia. En palabras de Salarrué, la resistencia significa acusar a los insurrectos por su “levantamiento de venganza”, en vez de aceptar “la resinación del venado indefenso […] el sacrificio” prescrito por “la raza” (“Balsamera”, 1935).

Sus “cuentos de barro” más radicales —la restauración de la comunidad ancestral por el entierro de “botijas”— inauguran la publicación oficial del Boletín de la Biblioteca Nacional en 1932. Se trata de la obligación del “intelectual en el amplio sentido de la palabra”, según Quino Caso, miembro del Directorio Militar en diciembre de 1931. Su publicación oficial consigna el compromiso de la literatura teosófica e indigenista con el despegue de un nuevo régimen militar.

Fue preciso que la tragedia surgiera, para que supiéramos […] los hombres de letras […] sugerir ideales” de identidad nacional. Por un pleonasmo en crasa paradoja, los “naturales” engañados por el comunismo se naturalizan como salvadoreños gracias al arte que los re-presenta.

III.

Por tal razón, la exclusión de Ibarra denuncia una coartada adicional de la historia del siglo XXI. Hay que suprimir toda militancia de izquierda indeseable. Su vindicación del estalinismo —luego del asesinato de León Trotsky (1940)—desluce la imagen que se anhela recrear del pasado. Ibarra hace de Farabundo Martí un “estalinista” y de la revuelta una “venganza” contra la represión “burguesa”.

Yo conocí al camarada Agustín Martí […] el orientador que nos puso en contacto con el gran país de Lenin y de Stalin. {Por él aprendí que] el marxismo es una ciencia y los grandes hombres, creadores de él eran personas cultas que se ligaron al pueblo: Engels, Marx, Lenin y Stalin. El comunismo es la perfección de la sociedad humana […] entonces [todos] amarán a Stalin”.

Vi levantarse la figura justiciera y vengadora de un campesino […] los campesinos por ese instante vengaron la sangre de sus hermanos […] Ese fue, el principio, de la revolución […] La noche era negra olía a tragedia y a sangre […] porque nos persiguen y nos asedian, nos quieren convertir en criminales” (Miguel A. Ibarra).

Ni la imagen de un líder de la izquierda salvadoreña, Farabundo Martí, como maestro del leninismo y estalinismo, menos aún, la de un levantamiento como reacción “justiciera y vengadora” se adecúan a la memoria que se aspira recrear del pasado. Por tal motivo la decisión científica resulta implacable. Hay que borrar. De otra manera, todos “amarán a Stalin”.

IV.

Asimismo, para despecho de un país sin grupos étnicos, Ibarra evidencia el legado de una población afro-descendiente. Más que un país mestizo, El Salvador se halla dividido en grupos étnico-raciales cuya filiación determinan la jerarquía social de un individuo. “Los nativos [son] tratados como esclavos”; “la madera afro-americana” de Atiquizaya alimenta la etnografía local, mientras “la mezcla de alemanes […] europeos aventureros” controla las haciendas.

A la hora de la revuelta, su descripción cobra un giro inaudito que resalta el linchamiento colectivo de un “negro” y de su perro guardián. La “venganza” no sólo se ejerce contra el opresor. Se practica también en una violencia horizontal, contra otro oprimido de distinto color de piel: un afro-descendiente.

La auto-biografía de Ibarra no se ciñe a las exigencias de la historia científica del siglo XXI. En vez de describir en detalle la revuelta y el “hay que matar indios y bolcheviques”, relata la anécdota de una amigo emblemático: Regino, un herrero huérfano de “origen negro” y su perro Quindinduy. La muerte del afro-descendiente y el linchamiento de su mascota simbolizan la colaboración popular, vergonzosa, con la Matanza.

V.

Que el propósito de la historia sea el olvido y el tachón de la documentación primaria es obvio. Cito sólo cuatro omisiones flagrantes que revelan la imagen de un martinato sin Martínez, según la convención de las ciencias sociales en el siglo XXI: Diario Oficial, La República. Suplemento del Diario Oficial, Cypactly. Tribuna del Pensamiento Libre de América y Boletín de la Biblioteca Nacional. Existe una veintena de revistas tachadas adrede que se añadirían a la lista.

Pero en nombre de lo objetivo, las publicaciones deben ocultarse. Antes que la consuma la hoguera de una nueva inquisición, rescato la experiencia de un afro-descendiente. Esta censura Ibarra la llama linchamiento de su amigo Regino y de su perro Quindinsuy, en los albores de 1932. Para la memoria del sindicalista, el emblema de la negritud sacrificada realiza los hechos.

Hay que quemar las fuentes primarias para crearse una credibilidad científica en una historia sin memorias incómodas. En nombre del pueblo, ni siquiera la experiencia de un sindicalista ahuachapaneco, militante del SRI, merece una mención. La lapidación de su “camarada” ciego, “de origen negro”, amerita un olvido más profundo.

La historia como ciencia es el teatro de lo reprimido. La escena de lo suprimido…