Obituarios de un no-país — video a Alejandro Aguilar

viernes, 27 de noviembre de 2015

“EL CHINO” VICTOR VALERA MORA, IMPECABLE CABALLERO DE LAS TINIEBLAS

Jeroh Juan Montilla





Las fotos de “El Chino” Víctor Valera Mora son insuficientes para un encuentro con seres como él, son necesarios un juego de naipes o una moneda, mucho azar para desfondar las puertas de la muerte. Le conozco miseria, apenas aquí o allá el jirón de algún poema, o por boca de Adolfo Rodríguez, la historia de un tipo jugador de pelota, un hospitalario que cantaba serenatas y bebía cervezas desde los tiempos de la botella verde.
            En realidad esto es preciso, pero es bien poco para desatar mi lengua, y el problema es que ya “El Chino” se marchó de un infarto, a la loca, como el caballo que fue, dispuesto a preñar yeguas santas, a salir de bala tras los glúteos de una quimera. Entonces yo, hombre de a pie, desde este callejón solo puedo zambullir la nariz en los ochenta kilos de poemas que son su más vivo rastro. Allí me tropiezo con esta invitación:
“Pero recoge las páginas/ donde los enamorados escriben cortando con navajas/ revisa los libros/ busca en las grandes piedras talladas en los manuscritos del mar/ desde Gutenberg hasta las Dos Declaraciones de la Habana/ busca, acumula, reúne, clasifica/ sal a la calle con la balanza y metro, pesa y mide/ blanco y negro, amor y olvido, agua y fuego/ filos geográficos y campanadas celestes. / Al final todo más claro.”
            La poesía de “El Chino” es un chorrerón de alambre, de ese que hinca cuando saltamos la cerca para remojar la boca y las manos en mujer, y robar así la antigua guayaba que los dioses nos prohíben.
            Su poética desaforada es un cerco a las cosas del cemento y la piel, citadina de pies a cabeza, hecha a ritmo de semáforo mientras el café de las tres refresca el bochorno y el amigo más próximo nos sepulta en comentarios hípicos o políticos, sin embargo, allí está el verso de Víctor para salvarnos de la dentellada del tormento cotidiano, y darnos en sus límites la tregua increíble. Porque la paradoja está en que tanta preciosa verborrea de seiscientos kilómetros por hora pueda ofrecernos un nirvana donde la revolución, la mujer desnuda sobre la estera, y las groserías del vecino, tengan la misma moldura para apaciguarnos. Nos declara, que a fuerza de descargues, se sobrelleva la ciudad más el momento que nos compromete, y que con un pie en el estribo y el otro donde mejor nos parezca, estamos listos para irnos. Por eso admite que:
“A seiscientos kilómetros por hora cuestiono todo/ me dejo llevar me gusta cuanto me sucede/ el animal que soy sobre las catedrales husmeando/ mi desmedido desenfado mi boca salvaje/ cerrando y abriendo puertas espantosas.”
            Y detrás del furor contestatario, la sonrisa del que ha descubierto que el nudo de la contradicción no nos abandonará jamás, que este hoy y el mañana serán otra oportunidad para renovar la rebelión contra la fuerza de la luz o la pesadez de las sombras. Por eso sentencia que:
“Hace bastante tiempo un incendiario/ absoluto/ fue llamado EL OSCURO/ desde entonces con algo más que/ fuego se sacian los hombres.”
            Arriba dije que “El Chino” era un caballo, debí haber dicho un centauro, uno de esos que come carne de mujer enamorada, porque estas  míticas bestias arrebatadoras de doncellas a punto de casarse, se meten en la poesía a masticar la suave carne de la amada; la que abre y cierra un libro de poemas, la mujer que suda en la grupa, la luna que duerme en nuestra cama y le decimos “querida” junto a tantas cosas irrenunciables.
“Esta mujer bocarriba desnuda en la estera llamada adiós llamada vuelta de la esquina.”
            Y así como ancla la mujer en la vida del poeta, otra figura, plenamente fémina, se cuela trazando frases maduras: la muerte. Llega con su pompa de conquista, seduce, arrastra con su aire de dama gentil, viene por él, le ahorra el esfuerzo metafísico de buscarla, y el poeta cede, se marcha con los ojos nostálgicos y el pecho alegre.
“Si sale el sol mañana partiremos/ partiremos con la implacable luna/ la hermosa luna en el puño de la gasa/ la gasa que siempre está a la orden.”
            En otro orden, en los textos de “El Chino”, también la mujer pasa, de excusas y ganas de ella, a copar palabra tras palabra las cuadras del poema; la revolución sucumbe bajo el eje verdadero de la bohemia, la “mujer en estrictos paños menores”. La rockola nivela el despecho cuando el estribillo mexicano hace un sabroso boquete en la iracundia. Valera Mora es conocido como miembro radical del grupo “La Pandilla de Lautreamont”, que Caupolicán Ovalles bautizó como “el brazo armado de la República del Este”. Horda de cañeros dispuestos a la protesta en el tino de mantener la ebriedad (libertad) en un mundo de sobrios amordazados. No es gratuito que Elena Vera ubique a “El Chino” en el ámbito de la poesía “apocalíptica”, “La Pandilla de Lautreamont” es un fiel vástago de ese otro grupo de los años 60 conocido con el nombre de “El Techo de La Ballena”. Aquí, en “El Techo de La Ballena”, según Elena Vera, “la poesía es un instrumento de implacable crítica social. Usan el lenguaje de manera directa, revestido de implicaciones políticas o, por el contrario, los subvierten mediante la utilización de una sintaxis arbitraria y desordenada.”
            También Juan Liscano, acota el papel predominante del lenguaje en su sentido más radical en el mejor momento de “El Techo de La Ballena”, a Valera Mora lo califica de extrovertido, pop, desmesurado, político, erótico, discursivo, asegurando que, junto al poeta Caupolicán Ovalles, representan “con rasgos bien precisos, la posición más extrema en el campo de una poesía de compromiso político y social”. Valera Mora se destaca por su simpatía hacia un modo de concebir el mundo, concepción que, en la década de los 60, conoce en los montes del país su efervescencia, frustración y derrota, difícil es de precisar el grado de compromiso y de identidad real de este poeta con el movimiento marxista venezolano. La militancia en el caso de los creadores, casi siempre es visceral, llena de matices, con una distancia que va de lo amable a la malcriadez o el divorcio. En Víctor, a ratos, se palpa ese distanciamiento amoroso sin prescindir de la sospecha, la cosa es hacer uso del arma más a mano y más evidente para darle duro a la injusticia, la constante ganadora en los dominios de este mundo. En “Canción del soldado justo” escribe:
“No voy a pediros/ ¡CAMBIAD DE POLÍTICA!/ No estoy para hacer bromas, / porque en este país/ los niños son muy hombrecitos/ y el mes de la masacre, Octubre, / lo llevo atravesado en la frente/ de sien a sien/ como un clavo al rojo vivo.”
            En “Con un pie en el estribo” afirma:
“Porque una noche senté a la/ Tribuna Popular en mis rodillas/ y la sentí amarga y la mandé al carajo.”
También en “Cantares Romanos” escribe:
“…el internacionalismo proletario es un burro de papel/ y con reumatismo para más vaina.”
Gabriel Jiménez Emán, califica de especialmente sacrílego el trato de “El Chino” hacia los valores morales e ideológicos. En sus libros comprobamos una emocionada disposición a denunciar la injusticia social, a cantar y celebrar la posible revolución, pero sin cegar su pluma, sin comprometerla en la ambigüedad del grupo político que le obligue a oscuras solidaridades o tramposos silencios.
Visualizando rápidamente la parte formal, nos encontramos con el peso verbal de algunos libros como “Con un pie en el estribo”, o “Amanecí de bala”, donde el lenguaje oscila entre lo orgásmico y el agotamiento feliz, aquí la sintaxis asume un rítmico desorden donde el corte brusco de lo temático se logra con la inclusión del panfleto y del collage. Por ejemplo, una imagen de la mujer amada es desatendida repentinamente para retomarla luego tres versos más abajo mientras se habla del imperialismo o de los burócratas. En Víctor se observa de modo muy claro, elementos de la poesía beat norteamericana, que tienen en Allen Ginsberg su más idóneo representante, lo cual es mostrado en la recurrencia desesperante de lo discursivo, con el fin de refrendar un lenguaje marginal donde el mensaje consiste en el relajo de posturas y roles convencionales. Personalmente encuentro correspondencia de forma y contenido entre El Chino y Ginsberg, en versos de este último como los siguientes:
“Estoy contigo en Rockland/ donde abrazamos y besamos a los Estados Unidos bajo las/ sábanas los Estados Unidos que tose toda la noche y no/ nos deja dormir.”
            Y es que Víctor, no sé, si directa o indirectamente, bebe como muchos otros de esa corriente de la poesía norteamericana contemporánea, que hace del poema una barricada contra la hipócrita escala de valores de nuestras “democráticas” sociedades de mercado.
            Ya para concluir, reitero mi complacencia por este encuentro nuestro, la cita del lector y el escritor. El Chino fue y es un poeta atado de pies y manos a la rueda de su tiempo, ejerció la vida sin medias tintas, franco, dispuesto, como buen whitmaniano, a contradecirse si al corazón le era preciso. Este es el hombre que hoy conozco en esta necesariamente accidentada lectura de sus textos, la misma no pretende concluirse. Cierro estas palabras recordando su más rotundo anatema poético:
“de posteridad seré llamado/ el impecable caballero de las tinieblas.”


2 comentarios:

Alí Reyes dijo...

Tuve el placer de oir esta disertación y leerla en la calpeta luego con más calma.
En lo que puedas te invito a mi casita tigrera

historiografias dijo...

Gracias por la invitación amigo Alí, en esta publicación del blog hago algunos cambios y correcciones a la transcripción que repartió la UNERG, abrazos.