Milton Zambrano Pérez
El mito es un ave común en España que posee una larga cola blanca y negra y un plumaje blanco, rosado y negro que la hace muy notoria. Suele vivir en los bosques y tiene la costumbre de resguardarse en nidos herméticos y casi inconfundibles. El mito español no se presta para juegos polisémicos ni para interpretaciones acomodaticias.
Pero el mito construido acerca de Simón Bolívar sí que se presta para esos juegos y para las perspectivas organizadas por casi todos los sectores políticos en las diversas épocas. Con muchos mitos puede suceder eso, por cuanto su elaboración simbólica no queda enraizada en el contexto en que fue producido sino que viaja a través del tiempo soportando nuevas miradas, nuevas necesidades y, por tanto, recibiendo nuevas cargas de sentido.
Esto quiere decir que podrían significar una cosa para un grupo de gentes y para muchas otras (de tiempos y espacios distintos) otra quizás muy diferente, en razón a las apetencias religiosas, políticas o ideológicas que nutren la cosmovisión de individuos que se aferran a ellos y que no son sus creadores originales.
Como lo destaca muy bien Mircea Eliade (Mito y Realidad), los mitos son reinventados muy seguido a pesar de conservar una estructura simple y unitaria que, de todos modos, está abierta al libre juego de las interpretaciones con su cuna en el conjunto de intereses, deseos y hasta miedos que alimentan a las personas en los diversos presentes. Esta es la raíz de la recurrente polisemia del mito, muy a pesar de su aparente simpleza.
Por eso es parcialmente afortunada le definición que aporta el DRAE cuando caracteriza al mito como una “…Narración maravillosa situada fuera del tiempo y protagonizada por personajes de carácter divino o heroico”. Sí es una narración maravillosa pero nunca situada fuera del tiempo, pues viaja siempre a través de él de la mano de los intereses de los individuos, grupos o clases que habitan en sociedades de diferentes tipos, nutriéndose o utilizando el mito como herramienta de vida o como instrumento para construir hegemonía política, entre otros usos.
El mito es útil como arma política para producir adeptos, para desarrollar sentido de pertenencia o para mantener o ampliar la fe religiosa o las creencias que le dan razón de ser a la existencia de muchas personas. De esto deriva su fuerza, su impermeabilidad aparente al cambio y su gran poder de permanencia en los imaginarios colectivos.
El mito de Simón Bolívar comenzó a elaborarse por sus partidarios (casi desde el mismo momento en que murió) como un mito fundacional en el contexto de la construcción de las nuevas repúblicas y como un instrumento de lucha de sus antiguos amigos que habían sido derrotados en la Gran Colombia, por lo cual estaban a la defensiva luego de la partida de El Libertador hacia el destino sin regreso.
Pero ese mito político-militar y heroico ha contado por lo menos con dos problemas de fondo que dificultan su comprensión y su utilización: por una parte, el carácter contradictorio y muy complejo del legado político de Simón Bolívar, y, en segundo lugar, los intereses y los fundamentos ideológicos de sus partidarios y detractores en los siglos que han transcurrido después de su fallecimiento.
Esas dos líneas del problema plantean retos de interpretación que no pueden abordarse con la simple ingenuidad que suele caracterizar a muchos de sus seguidores o contradictores, más iluminados por la pasión provocada por las motivaciones políticas del momento que por el espíritu del análisis científico reposado.
El legado de Simón Bolívar no es homogéneo sino terriblemente heterogéneo. Fue producto (al menos) de los dos más importantes períodos que le tocó vivir: la etapa de lucha abierta contra el Estado colonial (con todos los sub-períodos imaginables) y la coyuntura de los comienzos de la construcción de las repúblicas independientes (con matices también muy difíciles de simplificar).
Ya desde la época de la Carta de Jamaica El Libertador esbozaba ideas políticas que mezclaban la experiencia internacional del momento, sobre todo la que se derivó de la Revolución Francesa y de la Independencia Norteamericana. También rescató en su análisis de las colonias españolas las peculiaridades que, según su parecer, las negaba para la aplicación de un modelo de Estado y las predisponía para el empleo de otro.
Pero, en general, su predilección siempre estuvo por el lado de la organización republicana centralista y en contra del federalismo de origen norteamericano, por considerar ese régimen demasiado perfecto para el atraso político de los pobladores latinoamericanos. No negó la posibilidad de una monarquía para el caso de México, pero siempre privilegiando la opción de la República aunque con instituciones que ayudaran a prohijar la estabilidad política.
A menudo se olvida que Bolívar en su primera época fue partidario de las ideas ilustradas y que nunca ocultó su simpatía por las tesis liberales en economía. La estructura básica de su pensamiento estuvo mediada por el anticolonialismo debido a las condiciones de los territorios del período, sometidos a la dominación española. Estos son algunos de los grandes trazos del pensamiento bolivariano de la etapa de gestación y desarrollo de la guerra revolucionaria.
Cuando los independentistas se convierten en poder reemplazando a los españoles, el escenario social cambia y los perfiles ideológicos y políticos también varían, apareciendo otros adversarios y otros tinglados de lucha. Ahora el combate no es contra el enemigo común llamado España, pues los factores de confrontación brotan de las realidades internas de los territorios americanos y de la manera como los grupos o clases quieren modelar el proceso social según sus apetencias teóricas o intereses económicos o de otro tipo.
Esta es la matriz de las divisiones que da lugar a guerras civiles y a dictaduras, como sucedió en Colombia (en la primera república) antes de la ascensión al poder de Simón Bolívar y como ocurrió en casi todos los sitios después del triunfo definitivo. La lucha entre centralistas y federalistas no fue solo la batalla por tal o cual modelo de Estado sino el combate por la unidad, la estabilidad o la anarquía destructora y, en el fondo, la pugna mediada por los intereses regionales de los grupos criollos pudientes que aspiraban a quedarse con buena parte del ponqué de tierras y riquezas luego del viacrucis de la guerra independentista.
Por esa matriz los antiguos aliados se convierten en enemigos y pelean con desesperación por obtener el poder o por mantenerse en él. Esa confrontación permite explicar la mutación de Bolívar hacia una dictadura casi confesional (Gran Colombia, 1826-1828), luego de dirigir un proceso de independencia donde ocupó un lugar hegemónico entre las huestes variopintas de los “patriotas”.
De más está decir que entre estos había de todo: liberales en política y economía que defendían las ideas ilustradas y eran partidarios de la construcción de una república de ciudadanos; grandes propietarios territoriales, de minas o del comercio que miraban con recelo tales ideas; la Iglesia y, en general, la gente religiosa que componía un grupo que se volvió muy influyente a lo largo de casi toda la historia republicana, como lo había sido durante la etapa colonial; los militares, con sus propios intereses y con sus perfiles peculiares para gobernar; entre otros grupos.
En el fragor de las batallas políticas se producían realinderamientos continuos que dificultan el estudio del proceso acudiendo a fórmulas sencillas que permitan separar a los contendientes mediante fórmulas tajantes de la clase de terratenientes versus comerciantes o liberales versus retardatarios, etcétera.
Lo que caracterizó la confrontación fue la mezcla de intereses y actitudes; por lo cual las oposiciones binarias del tipo anterior se reducen a muy pocos niveles, como el del combate de federalistas y centralistas articulado a la confrontación global entre los intereses de las élites regionales y el del grupo de militares y políticos (liderados por Bolívar) cuyo empeño consistía en construir una república grande y poderosa. Como se sabe, la batalla final la perdió El Libertador, saliendo después derrotado de Bogotá a morir a Santa Marta sin presenciar la destrucción definitiva de la Gran Colombia.
Los cambios políticos de Simón Bolívar obedecen a la mutación de sus propias ideas, provocada por las condiciones sociales que le tocó vivir. Su alianza con la Iglesia y con los grupos retardatarios en la época de la dictadura debe ser pensada en función de su máximo interés de conservar vigente su proyecto gran-colombiano y de mantener una elusiva unidad que se alejaba cuanto más insistía en su deseo político mayor, pues la oposición tenía los ojos puestos en otra cosa.
Los historiadores han intentado captar los cambiantes matices de ese proceso con resultados variopintos. Quizás uno de los que mejor se ha acercado a él sea el inglés John Lynch (Bolívar; América Latina, de Colonia a Nación, entre otras obras). De sus investigaciones se infiere que no existió un solo Bolívar, sino que hubo varios dependiendo de las circunstancias históricas. Por tal razón es inadecuado plantear que hubo un solo legado de El Libertador.
El hecho de que las ideas y la praxis política de Simón Bolívar sean tan mutantes (hasta ciertos límites) dificulta establecer con claridad un patrón unitario que sirva de fundamento para construir un mito unívoco, con un significado que no se preste a confusión. Por el contrario, la complejidad de sus posiciones y de su pensamiento se ha prestado siempre para múltiples interpretaciones que alimentan los discursos de casi todo el arco iris político en Latinoamérica.
El análisis y la comprensión del mito bolivariano pasa por el estudio de las ideas del personaje y por las circunstancias regionales e internacionales que las gestaron. Pero también pasa por el estudio de los imaginarios y de los intereses ideológico-políticos de los creadores del mito (y de quienes lo utilizan después con diversos propósitos), que lo instituyen para forjar una nación, para defender su propia forma de pensar o para garantizar el triunfo de un proyecto político contemporáneo que, supuestamente, se acopla con las ideas originales de El Libertador.
En esta segunda línea de análisis (para qué se crea el mito) no hay que descartar un culto a Bolívar que descansa en los deseos, pasiones, ilusiones y apetitos de grupos diversos con intereses políticos diferenciados y hasta muy contradictorios. En Colombia, por ejemplo, hay un culto que dio origen a un mito conservador según el cual Simón Bolívar es el padre de las ideas conservadoras y hasta del partido conservador, sin importar que antes de su dictadura haya planteado ideas contrarias a los postulados del conservatismo y que en su tiempo sea exagerado hablar de la existencia de ningún partido de ese tipo.
En el siglo XX el uso indiscriminado del mito continúa con nuevos aditamentos. A los conservadores bolivarianos cabe añadir los liberales bolivarianos, cada uno entregando la interpretación que mejor se acopla a su interés general. Pero la gente de izquierda no se queda atrás y ha construido su propio mito agregando elementos de su peculiar cosmovisión a los enfoques tradicionales que elevan a Bolívar a la categoría de héroe.
Para el chavismo, por ejemplo, Simón Bolívar es un hombre de izquierda casi asimilable a Marx o al Che Guevara (por su fuerza simbólica), en razón a su supuesto o real anti-imperialismo norteamericano o a su visión de construir una gran república poderosa, como si fuera igual alcanzar ese objetivo en aquellos años de lucha que en el contexto de los tiempos que corren.
La necesidad de enraizar las viejas ideas de la izquierda tradicional en Latinoamérica ha provocado que el chavismo retome la figura de Bolívar para convertirlo en su propio ícono, otorgándole, de paso, un tinte criollo a unos postulados teóricos que provienen de Europa. El mismo movimiento ideológico hicieron los cubanos con José Martí, con resultados quizás exitosos.
El problema es que Bolívar se resiste a lucir el ropaje socialista si nos atenemos al hecho de que ni siquiera conoció a Marx, a que su ideología fue básicamente anticolonial y estuvo siempre muy influida por el legado del liberalismo político y de la ilustración, dos bastiones del pensamiento burgués que se fueron imponiendo desde la Revolución Francesa a nivel internacional.
Pero los chavistas no tienen problema en colocar a Bolívar al lado de Marx o del Che porque lo que interesa no es el rigor histórico sino construir un imaginario que refuerce la pasión patriótica (de talante latinoamericanista) sin importar que el líder luzca mal disfrazado.
Ese mito bolivariano transnacional recorre varios países del área de la mano de gobiernos izquierdistas que se oponen a la intervención norteamericana y que aspiran a construir sociedades y economías independientes y más centradas en lo que ellos definen como los intereses populares, en contra de los intereses de la burguesía o de las élites locales.
Contra esa ola internacional se han levantado algunos ideólogos y supuestos historiadores para intentar destruir el mito de Bolívar creado por cierta izquierda en Venezuela y otros sitios. Pero los recursos que usan para destruir el invento son tan espurios como los empleados por los recreadores del mito, que le tuercen el cuello a las evidencias históricas para elaborar su discutible ícono.
Porque es inadecuado combatir el mito bolivariano de la izquierda desconociendo los méritos de un héroe que está sembrado hoy en la memoria colectiva de muchos países como el Padre de la Patria o El Libertador de muchos territorios por mérito propio, porque entregó su vida por una causa que dio origen a muchas de las actuales naciones del norte y centro de Suramérica.
Desconocer eso y negar las calidades de líder político y militar de Simón Bolívar es un garrafal error de apreciación que no se justifica con ninguna ideología decimonónica o contemporánea, ni siquiera con la de los santanderistas colombianos del pasado y de ahora, más enemigos de Bolívar y los suyos de lo que fue, quizás, el propio Santander.
Tampoco es posible destrozar el mito desde una posición política de ultraderecha que ataca en el ahora a los izquierdistas bolivarianos esgrimiendo calumnias y mentiras contra la imagen de Bolívar, como lo hace el señor Pablo Victoria apoyado en un fragmento de lo que él cree fue la vida de El Libertador.
El Bolívar hombre fue como todos los demás, contradictorio, polémico, amigo, enemigo, partidario de la guerra a muerte contra los españoles porque contra los “patriotas” se había declarado la extinción total de parte de la Corona. No se puede pedir que en una guerra tan cruenta los militares se comporten como un santo varón, porque las consecuencias serían fatales.
Los posibles o reales errores de Bolívar no oscurecen la importancia histórica de su gesta. Negar su papel extraordinario en la dirección de la revolución independentista latinoamericana acudiendo al argumento de que fue un dictador sanguinario y cruel (como lo hace el señor Victoria desde una perspectiva confesional e hispanófila de ultraderecha) es confundir los términos por dejarse transportar por la pasión ideológica y por la agresividad política contra sus enemigos de la izquierda contemporánea.
Nadie niega que Bolívar fuera un dictador en un momento de crisis de su proyecto, pero por ese hecho indiscutible nadie puede inferir la conclusión inútil y anticientífica de que Simón Bolívar no fue el líder político-militar que en efecto fue, sin el cual la quimera republicana de los fundadores se hubiera quedado en simple quimera.
Destruir (o comprender) el mito de Bolívar no es lo mismo que entenderlo a él, a su legado político o a su papel como personaje destacado dentro de la historia. Porque Bolívar no es su mito, el cual siempre se mueve de la mano de intereses, cosmovisiones o pasiones ajenas al líder y más acordes con las necesidades de los individuos, grupos o clases que se pelean el control del poder en un país o a nivel internacional.
La ultraderecha no puede ser tan ingenua de atacar a la izquierda enrumbando sus cañones contra Simón Bolívar. Si desarmamos el mito bolivariano dejamos sin ropa ideológica a nuestros enemigos, parece ser el argumento oculto de quienes destruyen el mito para destruir a la izquierda. Vana ilusión, pues la fuente principal del radicalismo de izquierda no está en Bolívar sino en Marx y los suyos, por más que el prócer venezolano les resulte ideológicamente útil.
Y menos si este trabajo inconveniente y tonto se hace acudiendo a la falsedad, a la calumnia y a la tergiversación del ídolo, lo cual parece que es un estilo dominante dentro de las huestes derechistas y ultraderechistas de Colombia y Latinoamérica (un caso patético es el de este “historiador” Pablo Victoria, de quien circula un video en la red en el que habla de su “verdadero Simón Bolívar”, adornando su discurso más con epítetos que con asertos científicos bien fundamentados).
Sobre Bolívar no se han construido solo mitos, cual más o cual menos fantasioso o inconveniente. Sobre Simón Bolívar también se ha escrito mucha historia seria, más iluminada por el espíritu de la ciencia que por los deseos de los creadores de mitos de todo el arco iris político. Porque Bolívar fue un líder descollante que se ganó su lugar en el imaginario colectivo y en los relatos históricos a punta de esfuerzo e inteligencia. Acerca de esto quedan muy pocas dudas, aunque eso irrite la sensibilidad política de sus adversarios del pasado y del ahora.
El mito de El Libertador soporta todas las interpretaciones, a favor o en contra. Su legado y su papel político-militar están ahí para el escrutinio científico de los investigadores, que deben abordarlos con un rigor y una pulcritud intelectual divorciadas de las distorsiones ideológicas contemporáneas (aunque esto sea casi imposible). Porque la obra de Simón Bolívar fue muy superior a su mito.
Tomado de http://www.zonacero.info/index.php?option=com_content&view=article&id=18530:la-destruccion-del-mito-de-simon-bolivar&catid=103:columnista&Itemid=130