Obituarios de un no-país — video a Alejandro Aguilar

lunes, 25 de junio de 2007

LOS SUEÑOS DE LIRA SOSA

Alberto Hernández*

a Yaya Sucre
I
Entro en el pleamar de la carcajada de José Lira Sosa, viejo buque anclado allá en Porlamar, eternizado porque le viene en ganas saberse vivo en nuestras voces, en la anuencia de su brindis paisano. Me dejo caer en algunos de sus relatos para regresar a su tono marino, como siempre, agriado por su lejanía, pero liviano al tocar su hombro de estibador de palabras.
Dando vueltas a las páginas, como al mundo de a pie que en su nombre me tocó en Francia, en la pequeña Suiza de mi adolescencia, registro un corto aliento del poeta surrealista, panita de Breton y subidor de mandrágoras. Aquí comienzo con “Mininos” para refrescar el cuerpo y el alma con cualquier corriente alterna, pero de superficie visible: “El mismo río donde Heráclito, por razones filosóficas, rehusaba bañarse por dos veces seguidas, ahora está tan contaminado que nadie se atreve, por razones higiénicas, abañarse ni siquiera una vez”. Este comienzo tiene final en la grima, en la mueca que atilda el deseo de escapar de la suciedad, de la primera vez dela mirada, del hueco que sacude el mismo vacío. Y sigue el poeta de los zargazos margariteños: “Zenón aseguraba que una flecha al ser disparada no podía moverse al aire libre. Tan convencido estaba Zenón de su afirmación que para comprobarlo ante sus discípulos, obligó, mediante el pago de varios sestercios, al mejor arquero de Elea a dispararle, desde veinte pasos, la saeta de punta más afilada que llevara en su funda. El arquero colocó cuidadosamente la flecha escogida, tensó su arma y soltó la cuerda. A los veinte pasos el filósofo cayó atravesado por la flecha. Sólo alcanzó a decir: ¡Coño, sí se mueve¡”.
II
Atrás dejó el río de Lira y Heráclito. Lo dejo con el pesar de saberme sumergido en las aguas rojas de mi río Tiznados, azuzado por las lunas llenas que frágiles caen sobre la superficie porosa de la corriente detenida. Dejo también el Sena, el Támesis, el Ebro y sueño anchuroso con el Orinoco, el río padre que martiriza la fuga de animales caducos, desprestigiados por la oscura sombra del manatí.
Salgo mojado de la lectura. Sigo la próxima página, entre balizas, y encallo en “El dictador”, mensaje de estas horas que suelen abrirse y entregarnos la realidad: “En la pared de la sala principal de la casa siempre estaba colgada esa vieja foto, amarillenta y arrugada detrás del vidrio sucio. No podía decir con exactitud quién la recortó de la página de alguna revista y se tomó la molestia de colocarle esos marcos plateados, penosamente cursis”.
De entrada, el poeta/ narrador describe a gusto el silencio, se anuda la voz para entrarle de frente al próximo agasajo verbal: “Quien lo hizo ya no formaba parte de nuestra familia. Cuando le presté atención al cuadro y traté de informarme sobre aquel rostro frío y bastante improcedente para el mobiliario de la sala, me dijeron en voz baja que se trataba del General, de quien supe posteriormente que era un Dictador, muerto impunemente de viejo en el Palacio de Gobierno, mucho tiempo después de publicada la foto que fuera recortada y enmarcada con cañuelas plateadas, la misma que ahora descuelgo de su sitio tradicional, ante el asombro silencioso de mis familiares, para hacerla trizas a martillazos gratuitos, persistentes y precisos”.
Un agotamiento tenaz, producto de dolores agarrados de mi columna, me hacen abandonar la lectura y cerrar los ojos. Por esa película opaca de los párpados se pasea el poeta. Lo veo salir de su casa de la calle Guillarte, ambular por el boulevard y saludar con la mano derecha alzada a quien se toca la punta del sombrero y sonríe. No sabe el poeta que un poco más allá, en medio de la algarabía del mercado, un hombre de bata larga intenta hacer del mar caribe un río para bañarse por vez primera. Entonces Heráclito venía de Juangriego e intentaba dar con la casa de José Lira Sosa, sostenido por la curvatura de la hamaca, al lado de una cotorra filosófica que sabía de ballenas y anémonas.
Abro los ojos y le veo la sonrisa. La carcajada de Lira Sosa la leí hace años en la Ilíada, un poco antes de que el mar me silenciara, un poco antes de que me sostuviera de un trozo de madero encallado en los huesos de mi amigo surrealista, relevo en el silencio de tantas maneras de decirse baliza y orilla de mundo.
*Escritor, periodista y poeta venezolano

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