Daniel R Scott*
Es ya el día, un día diferente a otros, que sobresale por encima de otros. El día, en fin, de un ritual familiar de antiquisima data. "Enciende el fogón" grita mi madre desde la cocina, mientras le dá los últimos toques a las hallacas. En la mesa, toda una variedad de ingredientes: hojas de plátano, aceitunas, alcaparras, pasas, tocino, encurtidos y otras sabrosuras que hacen agua la boca y que, bajo la mirada severa de mamá, robas y saboreas con un deleitable sentimiento de culpa, y lo hermoso es que eso tambien es una tradición.
En el patio de la casa, cerca al gran cotoperí, acomodé los toscos leños sobre el improvisado fogón y los encendí en luminosa fogata. Al rato se oyen crepitar alegremente los maderos mientras el fuego danza alocadamente encima de ellos. Bonita pareja. Es la fiesta del fuego y de los leños que en su incandescencia me traen vivas imágenes que, lamento decirlo, mi empobrecido talento no puede traducir con fidelidad al mundo concreto de este efimero segundo del tiempo que transcurre. Son imágenes más claras en mi mente que en mis letras. ¡En el minúsculo segundo se comprimen milenios de profundas vivencias! Y los hechos se viven plenamente no en el preciso momento de su origen y desarrollo, sino cuando se han almacenado en los siempre crecientes archivos del pasado. Luego los trabajamos en nuestras remembranzas con las herramientas de la reflexión y el análisis, de tal suerte que, sin saberlo quizá, vivimos dos veces la misma experiencia. Eso es lo hermoso de la vida. Es único.
He aquí pues las imágenes que una simple fogata me traen de mi pasado.
Mi familia celebraba la navidad en el corazón mismo del campo, en la más recóndita de las soledades, muy alejado de esa civilización que conmemoraba (o más bien ahogaba) la fecha con etílica y falsa algarabía. Veinte años ya de eso. En esos días el "burrito sabanero" iba camino de Belén: al encenderse la radio la pegajosa melodía saltaba y danzaba alegremente entre matorrales, cujíes, polvo, vacas y olores a bosta, logrando "cristianizar", en el sentido occidental del término, el desolado paisaje llanero. Allá, muy lejos en algún lugar de mi corazón (gracias te doy corazón) aún veo la quesera que hoy ya no existe. En nuestra rústica y espaciosa casa esa noche todo era alegría, gozo, gozo, música, vino y ponche crema. Sí, conservo intactas las impresiones que tan inusual evento dejó en mi mente de niño.
Y a la mañana siguiente, muy temprano, el bueno del "Niño Jesús" depositó solícito sus celestiales regalos en algun rincón de la casa, al lado de nuestros zapatos. Hoy permanece el misterio: ¿Cómo pudo dar el Niño Dios con nuestro destierro? Es una de esas incógnitas que no tienen respuesta, por mucho que te den cien años de vida para encontrarsela. La nuestra sí fue una noche de paz y de amor, dijera el famoso himno. Las yermas sabanas se iluminaron con la celeste luz de la, sin duda alguna, primera celebración navideña que presenciaban.
El fuego opera milagros: los toscos y leñosos troncos se transfiguran al arder en piedras de ambar refulgente. Sí, es resplandor intenso de oro purisimo. El agua de la olla hierve sobre las inquietas lenguas de fuego, repleta hasta el tope de hallacas. Es una tradición, uno de los rituales familiares al que, desde lo profundo del corazón, le rendimos reilgiosa devoción.
Diciembre de 1995
*Bibliotecario y escritor venezolano.
No hay comentarios:
Publicar un comentario