Alberto Hernández*
Alberto Hernández*
1.-
¿Hacia dónde viajan los límites de un paisaje? ¿qué palabra ondula frente al ojo que intenta describirlo, hacerlo sentido a partir de la reanudación de la memoria? El Llano tiene la ventaja de perderse en su extensión: alisa la mirada y la perturba. Siempre retorna polvoriento al mismo sitio.
El paisaje tiene la forma del afecto. El de los llanos se aproxima a las fronteras que lo bordean, y por esa misma mirada se tropieza con más llanuras, altiplanicies denudadas en accidentes que frenan la decisión de seguir siendo un imaginario parecido al cielo.
Decir que el llano se mueve no es una exageración.
Su lentitud, su activa migración, se refleja en los ríos que lo circundan y atraviesan. Igual va la memoria, tan dada a quedarse en un solo sitio, o regresar para dar fe de que el lugar ha viajado en la voz de un desconocido, en el acento rítmico y verbal de alguien aferrado a las orillas de una corriente o al bufido de una bestia criada en la sabana, que es el patio de los habitantes de esa plasticidad fisiográfica.
El concepto de Llano se reduce a su ilimitada precisión, o a su limitada imprecisión. La definición de ese paisaje abarca las descripciones de una ubicación pero también las narraciones de su desplazamiento. Se mueve y dice de las acciones de los que lo describen.
La tierra del Llano emigra hacia el espacio de un imposible porque quien lo lleva siempre deja algo para el regreso. La paradoja: el llanero viaja con su lugar a otros lugares, pero mientras está en el sitio del origen permite que éste viaje con la imaginación, no así el río que es lo único que –al moverse- se mantiene estático.
La literatura venezolana entró con asombro excesivo en el Llano. Esa manera de tratarlo falseó el mismo abordaje y dejó para los lectores obras que hoy son sólo el paisaje, la superficie. Los primeros intentos decantaron la tradición, el talante de una narratividad anclada en la variedad reincidente: el llano como flora y fauna, como faena, saturación descriptiva. En ese sitio de la memoria naufraga aún, puesto que esta manifestación promueve la banalidad de un estamento que no ha auscultado en completud en esta cultura. A la luz de esta definición, el llano es un paisaje absoluto. Es decir, una revelación inconmovible e inamovible.
Si la narrativa describió la superficie y la transitoriedad de un discurso, la poesía fraseó esa superficie a través de una musicalidad transgredida. Más allá de esa muestra excesivamente duradera, nuestra literatura ha tenido que forcejear para sacar a flote el verdadero sentido de ese paisaje. Una muestra de este esfuerzo lo hallamos en Efraín Hurtado, quien creó un discurso que logró exteriorizar el color local pero no localista, anecdótico, frugal por lo que tiene de afectado.
2.-
El llano se mueve en sí mismo y, al hacerlo, su fugacidad circular lo prolonga hasta el comienzo de las alturas.
Su tesitura se refleja, en primer lugar, en las modulaciones afectadas de obras que prefiguraron una conducta. Quien mira el llano lo escribe con la mirada. El paisaje que lo define debe ser visto sin el ánimo de calcarlo en el texto. Es preciso reflejar su interior, el comportamiento de su desmesura, la copiosidad extremista de un clima que destaca y promueve también la conducta del paisaje humano.
El paisaje llanero fue revelado como didáctica. Su estética se quedó en las relaciones cartográficas de sus exegetas. El llano es una rima de arte menor. Un relato de pormenores cuya ostensibilidad radica en fabular sobre la base de un sujeto móvil en un espacio inmóvil, lo cual contradice la épica de sus personajes. El viaje en el llano va más allá de quien viaja, en tanto en cuanto el llano se desplaza sin necesidad de pensarlo, ya es el viaje.
Quien viaja en esa superficie carga con los lugares de una geografía repetitiva.
Abriga un itinerario concurrente.
¿Cuántas naciones cohabitan en esa extensión?
Si nos llenamos de preguntas, no habrá quien responda. Existe un dominio espiritual que no ha sido calculado por narradores y poetas. Éste oculta la mirada y desdibuja los accidentes de un paisaje cuya metáfora rompe con el lirismo intralingüístico. El llano nombra con imágenes, pero al mismo tiempo las desmitifica.
Los hombres de estos lugares abiertos respiran completo, lo hacen con todos los sentidos.
Pero un solo hombre del Llano es suficiente para definir el Llano. No hace falta mover la tarde de una lluvia para afirmar que un día antes el desierto dominaba la intemperie de quien a esta hora viaja a caballo bajo una cobija de pelos, picosa para espantar los insectos y la soledad.
Me ayuda Edgar Colmenares Del Valle a adentrarme sin miedo en este mundo que es todo el mundo desde que lo vemos por vez primera. Y lo hace al convocar la presencia del Barón Alejandro de Humboldt durante su travesía por el cajón del Arauca apureño:
El cuadro uniforme que ofrecen los llanos, la rareza extrema de las habitaciones,
las fatigas que el viaje trae bajo un cielo abrasador y dentro de una atmósfera
oscurecida por el polvo, la contemplación de un horizonte que de continuo parece
huir ante nosotros, aquellos aislados tallos de palmera que tienen todos igual sem-
blante y que se pierde la esperanza de alcanzar porque se les confunde con otros
que rebasan poco a poco el horizonte visual, todas esas causas juntas hacen parecer
las estepas mucho más grandes de lo que en realidad son.
3.-
Ese llano que huye frente a los ojos del viajero, es el mismo viajero, quien traslada cada escondrijo, roza o animal con todos los sentidos, silencioso. Sólo el silbido de quien mira aturde la soledad. Uniforme porque cambia, sólo que es imposible advertir las diferencias entre un árbol y otro, entre una bestia y otra, entre un caño y otro, entre la planicie infinita y los primeros altos, oteros y cumbres que rompen la uniformidad de lo permanente.
-LLANO YO-
Quedarse era detenerse, le oigo decir a Trino Borges en un capítulo de su libro Humboldt de viajes y asombros, donde cavila sobre el viaje como una forma de llevarse el paisaje en los ojos para evitar el sedentarismo. Embargado por todo lo que veía, el barón alemán adquiría otro yo, otro conjunto de conciencias que lo mostraban como un alucinado, porque “un viaje nace primariamente en la imaginación”, apunta el profesor Borges. Y en esa misma ruta construye su ser. Viajar es crear. Encontrar un yo externo. Un yo sin ser.
Apegado a esta imagen viajo inmóvil con Fray Jacinto de Carvajal, viajo en prevenidas canoas y bogas, embarcada la petaquería de matalotajes. Dejo la corriente en el olvido de un rato, descuidado entre los mogotes hirvientes, perseguido por el silencio que cae con todo su peso contra mi cuerpo. Viajo yo llano, abrigado por las palabras que se quedaron en la última curva de un río detenido: el Tiznados, la liturgia de su barro, nido de huevos de babos y animales del agua que también son del aire. El camino que dejo atrás me sigue como un perro fiel: me dice las palabras que acabo de pronunciar mientras la sombra de una nube inmensa se movió pesada hacia el montón de árboles donde unas guacharacas despiertan el mundo y levan las copas quietas tantas veces mordidas por el fuego.
Alguien me llama desde un banco de zamuros que se hartan los restos de un caballo.
La tierra aquí deja de girar y se trasmuta en lingotes de oro en el cielo. El río fue destinado a ser una curva revuelta de caribes. La escritura de la muerte es la miseria de unos huesos flotantes. Se trata de un gavilán que, descuidado, fue alimento de una boca dentada, mientras en la orilla la roña sanguínea se acomoda entre las hojas podridas.
En algún recodo mi plural se tropieza con José Natalio Estrada:
El hombre tiende a quedarse solo en la tierra.
Lo miro esconderse tras su perro ciego.
Los límites del Llano viajan hacia él mismo. De su soledad y silencio, el porsiacaso, el bastimento para regresar.
Nadie escapa de esa inmensidad, emigra con el polvo, con las calaveras de los vacunos que llevamos en los ojos a falta de ojos para esos huesos bajo el ojo redondo de las alturas.
En la frecuencia de don Juan de Castellanos el viaje atiende a un lago, a un designio nombrado con nombre ajeno: Y es entre indios cosa bien usada.../ Pero pues declaramos la facecia/ Y burla de la vil enamorada,/ Que pare verse libre no fue necia,/ Digo que por la causa señalada/ Se dijo Venezuela de Venecia,/ Y ansí llamamos todos esta tierra,/ Que muy prolijo términos encierra.
En el allá del mismo país, otra tierra, que es la misma sin Venecia, habla el decidor de las Elegías de Varones Ilustres de Indias, de quien comenta el cronista Isaac J. Pardo: “...revelan en su autor un proceso de transformación que lo diferenciaba de lo español tanto en cuanto lo identificaba con lo americano (...) La identificación con la nueva tierra llevaba aparejada, necesariamente, la identificación con la lengua”. Se trata de un paisaje que el ojo nuevo -asombrado- del europeo creó desde su perspectiva: un paisaje que viajó en palabras con las alforjas del cronista.
Estas digresiones, vertidas en el Llano, recogen la dispersión de un lugar que es un espejismo, un viaje con el sol y la lluvia. Un viaje de la mirada y de los afectos. En la mirada y en los afectos.
El que vive en este paisaje viaja con él, lo somete a las voces que la luz le confiere.
*Poeta y narrador venezolano
(Fotografías de Arturo Álvarez D'Armas)