Asi le llamaban pero su nombre verdadero era Andrés Richier, y no nació en el Norte para que le dijeran "mister", sino el Lyon, capital del departamento del Ródano, el 10 de mayo de 1897. Quien sabe si en sus correrías infantiles no se habrá tropezado con los hermanos Lumiere, creadores del cinematógrafo, o con Saint Exupery, autor de "El principito". Pero claro, son tan solo suposiciones literarias mías: de su infancia es poco lo que se sabe, mucho más lo que devoró esa bestia insaciable que es la indolencia y el olvido. "De mi vida se puede escribir una novela policíaca" solía decir frente a su inseparable e ineludible tarro de cerveza, pero cualquiera que haya sido su historia no hubo nadie que se ocupara de escribirla y bajó con él a la tumba un junio de 1955. El recuerdo material más antiguo que de él se conserva data de 1914: desde el viejo blanco y negro de una foto que ya desgasta el tiempo un joven soldado del ejército francés lanza al lente de la cámara la mirada altiva y orgullosa de aquel que se sabe hombre porque ya es apto para participar en una guerra. No llegaba a los dieciocho de edad. A semejanza de muchos europeos de la época, Andrés creyó que el conflicto que se inició con el asesinato del archiduque Francisco Fernando no duraría mucho tiempo y se desarrollaría según las tácticas militares del siglo XIX. Incluso hasta sería pintoresca y colorida, como las napoleónicas. Pero la "Gran Guerra" o "Primera Guerra Mundial" resultó ser otra cosa muy distinta y más terrible de lo que hasta ese entonces se había visto. Apostado en el "frente belga," Andrés combatió en una conflagración que duró cuatro años, involucró a 32 países y le costó la vida a diez millones de personas. Los descubrimientos tecnológicos y científicos de la "Belle Époque", puestos al servicio de la maquinaria de guerra, hizo más terrible aún el conflicto armado. "Fue una auténtica tortura para los combatientes. Sobrevivirían durante meses en el fango, entre muertos y ratas, recibiendo oleadas de bombas y sabiendo que iban a una muerte segura cuando recibían la orden de salir de las trincheras y atacar a cuerpo descubierto las del enemigo" (Manuel Florentín) Andrés se las ingenió para sobrevivirle a los obuses, a la ametralladora y al gas mostaza, ganarse una condecoración en reconocimiento al valor (¿la Cruz de Malta de la Cruz de Guerra?) para finalmente, por un artero golpe de la fatalidad, pisar contra su voluntad costa venezolana y venir a parar sabe Dios cómo al pueblo de Barbacoas. Allí tropicalizó su tez europea con el candente sol del llano y se casó con una jovencita llamada Mirtala Sánchez, mi abuela (porque este Andrés Richier o "Mister Capó" no es otro que mi abuelo materno, a quien nunca conocí)
¿Quién era este Andrés Richier o Mister Capó? Mamá, con una lágrima quebrándole la voz, a veces intenta responder esa pregunta: "Fue un hombre sensible, humanitario, desprendido. Nunca se preocupó en atesorar nada. Y sin nada murió un día en mi casa, tras cuatro meses de agonía". Las escasas historias y anécdotas que se escaparon a duras penas de las fauces del olvido parecen avalar las palabras de su hija. Barbacoas era un pueblo pequeño con una calle principal que terminaba a orillas del río. Cuando los lugareños veían a mi abuelo salir rumbo al sus aguas con sus anzuelos y carnadas se reían detrás de las puertas o atisbando por las ventanas. "Mister Capó va a pescar", se decían unos a otros. "Hoy comemos pescado". Y en efecto así era: Capó entraba al pueblo con su pesca milagrosa reventándole las redes y llegaba a casa con apenas dos o tres pescado, lo necesario para comer ese día. El resto terminaba crepitando en el sartén del vecino, del compadre, del pobre o de cualquiera que lo necesitara. Lo mismo sucedía si se montaba la escopeta al hombro y salía de cacería: regresaba con su burro cargado con dos o tres venados que tiraba a los pies del menos afortunado o echaba en el umbral de algún hogar humilde. "Toma esto y prepáralo", decía con un castellano estropeado por el acento francés. "Me llevas luego una pierna trasera o un pedazo tasajeado". En el pueblo se acostumbraba sacrificar una res para la venta y consumo de sus habitantes. Los más ricos y pudientes se llevaban las mejores partes o cortes mientras que los pobres se conformaban con lo de menor calidad o simplemente con lo que sobraba. Un día llegó Mister Capó, compró la res con su propio dinero y ordenó a los empleados del matadero que repartieran el animal entre los pobres. "Hoy los ricos no comen carne" dijo muy satisfecho y orondo. Otro día murió el indigente del pueblo. No tenía parientes ni nadie que se ocupara de él. Era tan solo un cadáver sin el lustre que da el dinero, destinado a podrirse bajo las inclemencias del sol llanero. Fue entonces cuando Mister Capó y algunos de sus inseparables amigos de copa decidieron hacerse cargo del difunto, de los gastos funerarios y del entierro. Metieron al desventurado dentro de un ataúd de madera vieja y latón oxidado que ellos mismos fabricaron y lo velaron con todas las de la ley, entre historias y tragos. Al día siguiente, cuando sacaron con solemnidad los restos mortales de la iglesia para darles cristiana sepultura, resultó que el cortejo fúnebre estaba totalmente ebrio y de muy buen talante. Se montaron el ataúd sobre los hombros y se dirigieron al camposanto, no sin antes detenerse ante todos los expendios de licores que encontraban a lo largo de la vía sacra. Dejaban los restos mortales en las aceras y entraban a brindar por la salud del muerto. El pueblo no sabía si escandalizarse o reírse ante lo que parecía otra extravagancia más de Mister Capó. De uno de esos expendios de licores salió Capó, abrió la tapa del ataúd y vaciándole el contenido de una cerveza en la cara al difunto exclamó: "¡Échate un palo compadre!".
Andrés Richier siempre quiso volver a su patria, pero no pudo. Esa fatalidad que lo obligó a buscar estas tierras dándole como única guía el mapa de los cielos y de las estrellas jamás le permitió volver. Fatalidad sin entrañas que le hundió en el alcohol, la ira y la tristeza. Cuando su esposa le instaba a escribirle a sus parientes del otro lado del océano, él respondía como niño que recita una lección memorizada cientos de veces: "Yo no quiero escribirles, deseo verles". Y no les escribió más. Y tampoco volvió a verlos. Murió en San Juan de los Morros, donde vivió los últimos cinco años de su vida. Tenía 58 años. Sus únicas posesiones (algunas mudas de ropa, un par de zapatos, un vaso de cristal, Algunos libros en su lengua materna y la condecoración ganada en la guerra) terminaron en el patio de la casa, escarbadas por las gallinas, y finalmente desintegradas por los elementos de la naturaleza. "No se pueden guardar las posesiones de un muerto" dijo mi abuela.
Andrés Richier: naciste en la muy europea Lyon pero quiso el destino depositar tus cenizas a los pies de Paurario.