I
Este libro de Jorge Gustavo Portella no estudia el origen de las tormentas, la biografía de las células o la evolución ósea de los elefantes. Se trata de un poemario que reúne una serie de textos en los que el hombre y los animales se mueven en la imaginación del autor, quien advierte la tensión entre la palabra y sus hallazgos.
La lectura nos conduce al poema “Como un insecto grande roto” , título para entrar de lleno en el mundo sonoro del Compendio de historia natural, obra que ganara el Premio Bienal de Poesía Francisco Lazo Martí del Ateneo de Calabozo 2005.
Este primer encuentro recorre como un choque eléctrico la confusión, la locura urbana de occidente. Texto que se pasea por la violencia y la cotidianidad citadinas, para desembocar en “apenas una voz: la de Babel”.
Pasado este trago, el autor nos enfrenta con una “Brevísima descripción de los animales del Nuevo Mundo”, suerte de bestiario que metaforiza a ciertos sujetos de la fauna más próximos al aliento humano: “La ternura del gato es algo débil/ es un poco giro salto y ronroneo/ algo de jugar con la muerte en las cornisas/ y en el veneno que deja cada día el vecino/ que teme tanto su silenciosa maldad”. La particularidad de esta visión radica en que el animal es el que mira al hombre, el que lo piensa, el que lo intuye, de modo que “el gato sabe cuando sufres/ o cuando es el placer que te desborda”.
Luego de dialogar con algunas conductas animales, nuestro autor se despoja de ellas y bucea en los orígenes humanos. Notas antropológicas contiene poemas como estos: “Sospecha que al entrar/ podrá ver sus sombras/ aún tocándose” (La caverna); “Y cuál sería entonces la primera palabra/ si luego de comer la boca es beso// pero antes de gruñir uno es amante” (Etimológica), y así hasta arribar al asombro urbano de Adán y Eva en Nueva York. Este episodio evolutivo nos enfrenta con el registro anterior, donde los animales son humanos o los humanos son las bestias del futuro.
II
Un breve descanso en la travesía: el conocimiento ancla en Biografía del explorador: “La palabra/ escrita en un papel blanco/ la palabra el papel la ruina/ de la mano que roza toca oprime”. El gruñido inicial se hace sonido articulado, voz inteligente, individuo afectivo: “Mi abuela era una casa grande/ cubil de armiños feroces y graciosos/ estallando confusos a la vista/ hermanos primos padres/ todo tipo seres”, conciente de que “somos al final tal fatalmente niños”.
¿Qué tiene que ver el método científico con esta declaración?: “Hay algo de horizonte en una espalda/ algo de tierra prometida/ donde brotan los niños con sus verdes/ y algún hombre desea abandonarse/ morir muy lentamente// en una espalda hay algo de horizonte/ algo de pertenencia// cuando uno deja caer los ojos/ la comulga”. Mucho, hasta descubrir que el paraíso está al final de la tarde. Poesía, naturaleza convertida en juego, en imaginación, en la cuclilla de quien alcanza a ver la curva de la tierra. Los ojos son capaces de advertir que el gato puede “jugar con la muerte en las cornisas”, pero no alcanzan la claridad del día.
Áspera la ciudad, el hombre que la habita derrota lo verde y se hace “la sombra que rueda cada tarde/ y se asienta en la noche/ detrás de los andamios”. Tan es así que convierte en rutina al “viejo motivo al que llaman amor”. Una escala en la esperanza remata la agonía del poema. La vida del explorador está llena de dudas.
III
El espíritu de la ciudad, el trajín íntimo y colectivo, la mirada, los cuerpos rozados, la mujer, todos en atención al espacio de “Ritos pasaje”. Por esa vereda verbal nos lleva Jorge Gustavo Portella.
“No pueden estos versos repetir las formas de la duda/ los códigos de ser ya tan volátiles/ para bailar unos instantes en torno a la demencia// toda violencia desmaya decae se doblega/ su admites colocar tu acento sobre el humo// qué origina el desconcierto/ las rutas de las causas los afectos/ quisieras más/ quisieras entender que eres aire y deriva// no ha sabido doblarte en otros cuerpos”.
Los cuerpos anónimos, aparejados, emparejados, solos en compañía, los que emergen de cubículos y esquinas. Una poesía en la que “sólo queda de ellos/ ese vapor deleble de sus cuerpos/ única huella/ que nadie dice/ que no repite sus nombres// e invisible se borra”.
Del intento inicial a “El extravío del astronauta”. De la inocencia animal al extravío cotidiano del ser, de ese que escribe, que ama y acaricia, que calla en la cocina mientras los objetos protagonizan mientras “te amo a lo lejos silenciosa/ guerrera y asesina/ que prepara la cena/ para este rey cobarde/ que disfruta/ saber que alguien se esfuerza/ por mantener el reino”.
Un largo aliento, un espacio para transitar las curvas, las elipsis de la palabra, de las variadas voces de este compendio que comienza “entre las manos desangrando”, encerrado “en el gabinete del alquimista” y remata en este extravío con esta irrupción: “agárrate muy fuerte/ es hora que me diga de nuevo convencido/ de la idea constante de ser ambos/ como un hombre camino al extravío” . La historia natural del espíritu, la constante del ser en las páginas de esta hermosa aventura.
*Escritor, poeta y periodista venezolano