Obituarios de un no-país — video a Alejandro Aguilar

jueves, 8 de mayo de 2008

LA ESCRITURA COMO DEUDA


Alberto HERNÁNDEZ*



1.-
La palabra es un viaje. La palabra es un paisaje borroso tiznado por un río y el polvo que cubre un viejo reloj de pared. Por esa esteparia resignación de mirar las manos de los otros, de ese otro familiar envuelto por la intemperie, el desierto, las inundaciones y el solar metafísico, me avine a solventar una deuda con mi propio olvido. Entonces, los sonidos se hicieron imágenes, movimientos, delaciones oníricas, majaderías verbales. Por se camino, desde donde vengo campesino y luego deslumbrado por grandes ciudades e idiomas extraños, asiento lo que digo, que es también la inmensidad de la desmemoria, porque a diario pierdo el tiempo y los lugares que una vez pisé, aun cuando haga el esfuerzo por afincarme en las palabras que me amoldaron.
Uno no viene, en definitiva, de ninguna parte. Un lugar lo atrapa y lo hace propiedad de las emociones. El lugar se hace paraíso, visión edénica, arcadia, ilusión, mentira, artificio: el poema comenzó por estos lados del Cabriales, en Guacara, en medio de torpezas e ingenuas incursiones. Los libros a veces atestaban los deseos. Los libros, aquellos viejos desdentados, que mi padre guardaba celosamente cerca de su lecho, comenzaron a avivar la curiosidad. El cosmos era sólo una referencia, otro paisaje. El cielo estaba allí, siempre ha estado, como un medio de comunicación listo para caernos encima con sus sorpresas y habitantes.
Soñar era el objetivo.
¿De dónde proviene esa escritura mía, ese intento lerdo de decir, esa abrumada transtextualidad, ese amago por decirme a mí mismo? Vengo de la rasgadura, de la muerte de mi padre, del silencio, de la soledad –amiga protectora-, de esa alegría de respirar la lejanía allá en el llano y en la vieja Europa. De alertarme frente a los animales y a ese imaginario que es presencia permanente.

2.-
Si el paisaje es sólo un símbolo, porque sus elementos se hacen ficción en la escritura, mito en la lectura, entonces provengo de ese paisaje, romántico y moderno, confundido entre las miradas de quienes ambulan por ciudades, ruidos y miserias. Entre tantos eufemismos, el amor y la ironía, la frecuencia de un espíritu burlón y barroco en su enumeración ineficaz, por decir de superados pastiches.
La poesía es una intimidad pública. Una oración, reverencia, reconocimiento de ser viajero solo, plegaria y reunión de voces para ser oídas o borradas. Me mortifica el hecho de que la poesía sólo sea mirada, hasta consigna. Me mortifica que nuestra palabra sea un estado del alma de quienes la escribimos o intentamos hacerlo. mientras, el mundo corre aparte, destejido, diluido, alejado de nosotros, de esa aventura mortal y vital que es combinar sonidos e imágenes, sentimientos.
Habitado por ese paisaje borroso, mi esfuerzo culmina en un mundo de espasmos. No sé hablar de lo que he escrito, sólo sentir lo que he escrito. El desasosiego, la angustia, una calma temporal que agudiza mis sentidos y los oscurece.
Por eso me desdigo: como contradicción al fin, vivo entre aquella memoria remota de mi país rural y este archivo de voces percibidas en las ciudades. Urbano, catastrófico, apocalíptico, olvidadizo, incongruente. Los poetas de esta generación que habitamos estamos a merced de un manotazo. Transicionales, espasmódicos, en lucha con una lengua que nos arrastra constantemente. En el fondo está el temor de no sabernos mañana. Hojas ocupadas, porque la página en blanco, ese tabú, pertenece a los sobresaltos de los psicólogos. Se escribe o no se escribe. En mi caso, como en muchos más, es una acción suicida, un oficio de obituarios, de resucitador de nombres y cadáveres. (En estos tiempos de confrontación, cuando los fanatismos abundan, optamos por soltar amarras, viejos amparos).

3.-
Después de largo exilio, vengo a saber de mí en esta ciudad donde hablo. Luego vendrán otras esquinas. Otros motivos para desdoblarme y narrar la orfandad, el disentimiento, la ironía, el crimen y las imágenes de una ilusión hecha mapa. Allá, en el fondo, hay un asesino que nos cuenta de un homicidio. Una voz ajena que propone el crimen perfecto. Entonces lo escribimos, es decir matamos el personaje. La víctima nos ha facilitado la acción: soy, en la medida del argumento de mi relato, un homicida. Matamos con la palabra, con el silencio que ella nos entrega. Usamos un cuchillo filoso, un revólver recién adquirido para acabar con su voz. Para eso hemos sido hechos, para mitificar y desmitifcar. Para inventar vidas y también para matar vidas. El personaje siempre lo agradece. Cuando nos dejamos llevar por él, nos convertimos en la ficción que hemos creado. Muchas veces nos tropezamos con creadores que ya no son ellos, sino sus personajes engreídos, alucinados, extraviados en una página cualquiera de la ciudad que habitan.

4.-
En constante revisión del alma, nos sometemos a la escritura. Quien nos lea verá lo que somos, una lectura. De allí no pasamos. El espejismo nos abruma, es la lectura de este tránsito que hemos sido y dejaremos de ser. El poema, el relato, la crónica, el ensayo: finalmente, la vida que le toca a uno es una isla, un sitio donde no cabe otro sentido que registrar el estilo del tiempo.
Si me preguntan dónde estoy, no sabré responder. Soy aquí, hasta allí. Lo demás lo dice la aventura demencial y dispersa de inventar una realidad que se borra rápidamente gracias a este mundo vertiginoso y mareante.
En inútil que se alargue la vida. Ella es un hasta allí.
Un libro cierra la última página y se silencia. Después de esa hoja quedan flotando imágenes, voces, situaciones. El libro ya fue. El poema respira cerca de nuestros oídos. El relato nos traiciona. El personaje emerge del libro y dispara sobre nosotros. O una mujer imaginada nos besa o nos calumnia. La crónica nos olvida pegados de un muro cualquiera. Después del libro, la distancia.

*Periodista, poeta y escritor venezolano (Guardatinajas, estado Guárico)
Fotografía de Anthony Crossfield, tomada de http://www.blogoteca.com/franciscocastro/index.php?cod=9231

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