Daniel R. Scott*
A mi Querida hermana María Antonieta
"Han llegado las lluvias. Muchos recuerdos gratos/vienen a mi memoria cuando empieza a llover./Mis tardes en la escuela, mis primeros zapatos,/mis primeros amigos, los que no he vuelto a ver (Aquiles Nazoa)
Estamos en pleno periodo pluvioso. Esta es la época y los días que más me gustan. ¿Se puede fechar el día que llovió por primera vez en este planeta? Bienaventurado el primer hombre que contemplo extasiado las primeras lluvias de la historia con espíritu poético. Valdría la pena leer ese primer poema que la lluvia le inspiró. Ayer, entre hipnotizado e idiotizado, allá en el corredor trasero de nuestra vieja casa -atardecía- observaba caer la lluvia con mi espíritu encadenado a mil melancolías. Una lluvia serena, casi silenciosa que, como era de suponer, me trajo a la memoria algún que otro día ya ido del territorio inmortal de la niñez. El territorio al que no volveremos jamás. Me vino también a mi mente absorta los párrafos de "Instantes", que al parecer es un texto poético apócrifo atribuido a Borges. Dice algo como: "Si pudiera volver a vivir/comenzaría a andar descalzo a principio de la primavera/y seguiría así hasta el otoño". Al saborear mentalmente el néctar de esta simple frase algo repentino y sin previo aviso sucedió en el epicentro de mi "yo" : Me volví niño travieso sin pasado ni futuro, que no podía rechazar el impulso irresistible de salir al patio y remontar su cuesta arbolada, sumergiéndome con todos mis sentidos dentro de las copiosas aguas de la lluvia vespertina. En efecto: me desvestí y salí afuera sin que me importara nada ni nadie. Salió el instinto...Sentía en mis pies el torrente de las aguas, el barro, las hojas podridas. Allá en lo alto, las muchas nubes se miraron unas a otras sorprendidas y soltaron dos o tres estruendosas carcajadas de relámpagos y truenos. Me detuve en lo más elevado de lo que alguna vez fuera, antes del advenimiento de la civilización y del urbanismo sin alma, un trozo de cerro virgen e inmaculado, observando con helada atención mi entorno: una de las matas de mango, la más vieja, la misma que ayer desde su fronda exuberante ofrecía generosa su dulce fruto que tanto alegraron el paladar de al menos tres generaciones de los Scott, hoy se va convirtiendo en un pobre y esquelético anciano tembloroso y algo calvo que eleva en misteriosa plegaria sus nudosas ramas al cielo. "Pocas hojas, nada de frutos" parece decir, como disculpándose de su condición. Pero ayer no más era para nosotros, los hoy adultos finitos, un sólido refugio y castillo inexpugnable que solíamos trepar con la soltura del alpinista y la agilidad de los primates de la jungla. El fogonazo de otro relámpago iluminó un recuerdo oculto en los escondrijos de la memoria: Yo huyendo de un castigo. No se cual fue mi travesura. Corrí y trepé este árbol hasta la copa, hecho un mar de llanto, mientras mi hermana mayor, correa en mano, (ya se le notaba su futura vocación jurídica) gritaba allá abajo en su mundo de los adultos que me "bajara de allí!". Por fin, a eso de las mil y cuarenta, me bajé de mi rudimentario asilo, pero en lugar del clásico chasquido de la correa justiciera sobre mis lomos, lo que recibí fue el dulce indulto de un abrazo y consuelo filial que disipó al instante mis temores y terrores. Ella no lo sabe pero nunca olvidé ese gesto suyo que constituyó quizá la primera lección que se me dió acerca de perdonar, consolar y olvidar. Por eso la quiero.Sigo mirando a ver que encuentro o descubro: al pie del árbol que parecer ha decidido muy valientemente morir de pie (¡que lección!) se agita bajo la gota de lluvia la alta maleza y el arbusto joven. Al verme se burlan y gritan "miren cuan mojado y muerto de frío está!". Pero yo no les presto la menor atención y sigo mirando que puedo hallar a través de esa lluvia que se despliega desde los cielos como una blanca cortina de lino fino. En el patio contiguo al nuestro un árbol en su plenitud vegetal danza alegre al son de las notas musicales del viento que sopla y, mucho más allá, muy pero muy a lo lejos, lo ultimo que alcanzo a ver es a mi buen amigo el cerro Pariapán, al que le cuesta abrirse paso a mi visión a través de tanta agua y grises. Di varios pasos y me quede muy quieto entre el arbusto y la alta maleza. El monótono y monocorde rumor de la lluvia parecía bendecirme, preguntándome cosas en un lenguaje críptico tal que me resultaba imposible entender o contestar. Muy quieto, siento deslizarse sobre mi piel caricias de cielo y de nubes. Musito una oración pura y simple de la que no quiero dejar constancia en esta página de locura...Regresé a casa como transfigurado, chorreando a mi paso agua, cielo y nubes. "¡Te vas a enfermar hijo!" dijo mamá. "¡Está loco!" dijo un hermano.Yo era feliz."Yo mismo, que en mis tiempos de escolar no sabía/de contento más grande ni mayor alegría/que salir, en el cinto las alpargatas rotas,/a vadear las corrientes, chapoteando en el barro,/hoy soy un caballero que le teme al catarro.../definitivamente somos unos idiotas" (Aquiles Nazoa)
Domingo 5 de Agosto de 2001
*Bibliotecario y escritor venezolano. (San Juan de los Morros, Estado Guárico)
1 comentario:
Epa Jeroh, agradezco que nos permitas disfrutar de la prosa de Daniel a través de tu blog. Por cierto, te pido un favor, dile que quedé muy impresionado por su cuento "El sueño ahelado" donde escribe acerca del encuentro de su esposa con su suegro. De hecho, dejé un comentario en esa entrada.
www.tigrero-literario.blogspot.com
Publicar un comentario