Se dejaba venir por la calle Real con su inmensidad de cuerpo, herido de muerte silenciosa, arrastrando, sin saber por qué, una pesadumbre de noche eterna y un saco de sisal en el cual guarda todo cuánto a su paso alcanzaba con sus manos tostadas, largas, movimiento de agua mansa. Ese saco nunca se llenaba, nunca estaba vacío.
Ahí comenzaba la magia que este hombre nos transmitía y atizaba la imaginación de quienes lo conocimos con el misterio de su vida y un muro que se levantaba entre su vida y nuestras travesuras.
Churuminga era alto y a nuestra presencia se hacía árbol quemado, pero en píe; tal era su color, tal era su contextura. Caminaba solitario, mudo y sordo a la burla. Corva de años y dolor se dibujaba en su rescoldo
Esfuerzo grande mantener activa la pierna derecha, aumentada en proporciones y sufrimiento a nivel de la espinilla, conformada en gran bola roja por la cual le lloraba la vida, que manaba lentamente el anuncio de su fin.
Nadie sabe de dónde vino y como llegó al pueblo. Sólo se recuerda que un día se hizo familiar su presencia a punto de verlo y tejer historias de misterios que bordearon su existencia: “Enloqueció de soledad” “Tiene pacto con el diablo” “Es de familia adinerada que lo abandonó al verlo enfermo” “En el saco lleva niños que roba” ¡Duérmete que ahí viene Churuminga!.....Y él seguía apacible extinguiendo su presencia con la agonía del día; oscuro se internaba en la noche y se asomaba en nuestros sueños siempre como huyendo para no defenderse y cuando más lanzaba una piedra al vacío como para decir que estaba vivo.
Churuminga se hacía a la soledad como abrazando una gran ilusión de paz, pero el día lo empujaba nuevamente a deambular su martirio, a soportar el asedio de sombras y las piedras realengas.
Hay hombres como Churuminga que transitan una vida de reto, que una amargura perenne los marca, que la risa se les esfumó, incomprendidos y azotados, que los dejan transitar por una sola calle y por paz le ofrecen el sepulcro.
Hay hombres que como Churuminga tienen que esconder su reposo a los sicarios de los sueños y, sin embargo, tienen la voluntad de vivir como si la vida fuera su única razón. Por eso no se entregan y aunque la noche los asuma en su penumbra, siempre aceptan el nuevo día y se hacen a la calle y a la existencia para decirle a los tropiezos: ¡Aquí estoy! ¿Y qué?
Nunca más supe de Churuminga. Es más, han pasado tantos años que me despedí del lugar común a nuestros encuentros, que no me he atrevido a preguntar por él, en la ilusión que aún ande suelto por las calles soleadas del pueblo, como anda suelto en mi imaginación y tan vivo como en mi recuerdo.
*(Escrito hace unos veinte años)
^Docente venezolano, Maracay, estado Aragua.
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