Alberto Hernández*
La ciudad
esos buses basureros
esos bares sombríos de arrabal;
esos bancos de sangre
vampiros y usureros,
esos barrios tristes y quiméricos
de barro de miseria;
esas bodas bacanales de opulencia
y de poder;
con su hija bastarda la pobreza...
-Gonzalo Arango (La ciudad)-
I
En medio del grito buhoneril, el caos primordial de Lovecratf remeda el polimorfo de Azoth, el mutante de esquinas y terrazas. La ciudad se alimenta de sus despojos. Todas las teorías urbanas fenecen bajo el microclima del más humilde de los árboles. La sacralidad del templo corre el riesgo de caer hecha pedazos para darle paso a una nube de cristales, a un rascacielos bordeado por los más increíbles horrores. Y así, quien camina, transeúnte, peatón extraviado con los ojos puestos en la próxima escala de la confusión, termina siendo una promesa, un instante en una bocacalle donde imperan los fantasmas. Babel vierte sus sospechas en la punta de la flecha de Nenrod.
La ciudad, fatalmente convertida en monstruo, anida en su vientre la belleza y el misterio propios de sus orígenes. Quien vive en una ciudad se hace ella y de ella, es ella, confirma sus amores y sus odios en calles y avenidas, en los callejones del crimen y en las esquinas de las querencias. Ambos sentimientos, antagónicos, reconstruyen la cotidianidad de la angustia. La ciudad –amorfa y reveladora- es un trauma, pero también una bendición si tomamos al pie de la letra su raíz divina. La llamada tierra celeste de Flammarión: Sumeria y Acadia (“según el proyecto establecido desde tiempos remotos en la configuración del cielo”), domadas por las constelaciones: “Sippar en el Cáncer, Nínive en la Osa Mayor, Assur en Arcturo”, como lo afirma Elisio Jiménez Sierra en su estudio Viajes de Lovecraft a la ciudad del sol poniente.
II
La ciudad que encontramos a diario -en nuestras comunes configuraciones del cielo- es la misma que afirma Tanius Karam en Celebración del caos (Ediciones Mucuglifo, Mérida/ Venezuela, 2000), un poemario donde el “esquema del mundo” se multiplica en cada viaje, en cada nombre pronunciado, en la confusión de ese animal inventado por la polis. En este libro el autor entra a “las entrañas de la urbe”.
En la Dedicatoria, poema que resume las ciudades que el autor arrastra en su interior, oímos: “A lo absurdo de esta tarde/ en que los bandidos/ desolan el asfalto que me cuida/ A las noches/ con danzas filosas sobre la azotea/ A las puertas sobre sí mismas/ con caras que alguna vez miraron/ A la furia detenida/ ante la corrupción la indolencia/ Al bostezo de quien atiende en la ventanilla/ y sólo mira el tiempo que no existe/ A la hora del crepúsculo/ cuando los rateros departen porvenires/ Al suicida que se ríe ante nosotros/ A esta ciudad deshecha/ sin ventura/ sobre la inmundicia/ de su propia burla”.
Tanius Karam nació en Ciudad de México en 1965. Una ciudad que contiene más de 20 millones de habitantes. Una ciudad donde el cielo se traduce en una cotidiana nube gris, que toca la sensibilidad anónima de sus moradores. Una ciudad sobre un lago muerto, desaparecido, dilatado por las voces que aún lo nombran. Una ciudad revelada con “el modelo celestial” de los templos, de todos los templos: los ya establecidos por el imaginario mexicano, los llegados en los barcos de Cortés y los que se han ido sumando a una enrevesada arquitectura donde el pasado y el presente crean diariamente un futuro: el caos.
Esa ciudad arde en la piel y en el adentro del silencio. Duele como miseria y opulencia. La ciudad de este libro -y de los libros que habrán de recrearlo- es una cicatriz que se abre en cada página, porque cada página de este libro es la misma ciudad con distintos nombres. Ave fénix, polvo de la memoria. “Era yo una voz muerta/ sin brazos bajo la tierra,/ carcomía el residuo de las palabras./ La esencia de la plaza/ se ha esfumado en un tumulto/ La puerta barroca desapareció/ en el estallido./ La ciudad es una promesa/ de volver a ser cenizas”. Renace a diario en las palabras y en el olvido de quien las pronuncia.
La ciudad que encontramos a diario -en nuestras comunes configuraciones del cielo- es la misma que afirma Tanius Karam en Celebración del caos (Ediciones Mucuglifo, Mérida/ Venezuela, 2000), un poemario donde el “esquema del mundo” se multiplica en cada viaje, en cada nombre pronunciado, en la confusión de ese animal inventado por la polis. En este libro el autor entra a “las entrañas de la urbe”.
En la Dedicatoria, poema que resume las ciudades que el autor arrastra en su interior, oímos: “A lo absurdo de esta tarde/ en que los bandidos/ desolan el asfalto que me cuida/ A las noches/ con danzas filosas sobre la azotea/ A las puertas sobre sí mismas/ con caras que alguna vez miraron/ A la furia detenida/ ante la corrupción la indolencia/ Al bostezo de quien atiende en la ventanilla/ y sólo mira el tiempo que no existe/ A la hora del crepúsculo/ cuando los rateros departen porvenires/ Al suicida que se ríe ante nosotros/ A esta ciudad deshecha/ sin ventura/ sobre la inmundicia/ de su propia burla”.
Tanius Karam nació en Ciudad de México en 1965. Una ciudad que contiene más de 20 millones de habitantes. Una ciudad donde el cielo se traduce en una cotidiana nube gris, que toca la sensibilidad anónima de sus moradores. Una ciudad sobre un lago muerto, desaparecido, dilatado por las voces que aún lo nombran. Una ciudad revelada con “el modelo celestial” de los templos, de todos los templos: los ya establecidos por el imaginario mexicano, los llegados en los barcos de Cortés y los que se han ido sumando a una enrevesada arquitectura donde el pasado y el presente crean diariamente un futuro: el caos.
Esa ciudad arde en la piel y en el adentro del silencio. Duele como miseria y opulencia. La ciudad de este libro -y de los libros que habrán de recrearlo- es una cicatriz que se abre en cada página, porque cada página de este libro es la misma ciudad con distintos nombres. Ave fénix, polvo de la memoria. “Era yo una voz muerta/ sin brazos bajo la tierra,/ carcomía el residuo de las palabras./ La esencia de la plaza/ se ha esfumado en un tumulto/ La puerta barroca desapareció/ en el estallido./ La ciudad es una promesa/ de volver a ser cenizas”. Renace a diario en las palabras y en el olvido de quien las pronuncia.
III
Libro de viajes. Tantas son las ciudades que se avecinan. Tantos los estados por recomendar sus calles, sus asuntos: Jalapa, Barcelona, París, Medellín, Chicago, Nueva York. Ciudades que se apretujan en la multiplicación de sus imágenes. Una ciudad es quedarse quieto bajo los aleros de los edificios, bajo las ramas de los árboles agónicos. Una ciudad, estas ciudades, significa saber la soledad, la quietud, el inmovilismo. Salir de ella, reconocerla en cada calle, esquina, avenida o plaza ajenas. “...La rutina nos mantenía/ autómatas en nuestra ciudad./ Recordar el silencio,/ el estallido del deseo. (...) Viajar a solas o acompañado,/ con temor o con destreza/ viajar sabiendo todo, sin saber claro/ Viajar viendo lo conocido,/ aferrarse a portar las calles de uno en el alma./ Viajar con equipaje o con bolsa de lino,/ con la frente herida o los sueños sobre los hombros./ Viajar en la villa con su castillo desolado/ o con el pueblo de parques junto al mar...”. Viajar significa llevarse la ciudad en la maleta. Sin embargo, nunca se viaja: la ciudad es un cambio de calle, de estado de ánimo, un préstamo idiomático. La sintaxis del desplazamiento. Pero la ciudad, la ciudad de la promesa, la de las entrañas, es siempre la misma en el nombre de otra. Quien cambia es el viajero, el que dice que viaja, el de la memoria movediza: “Yo fui aquí en otro tiempo”. Rimbaud también fue ciudad en quien lo miraba desde la otra acera: “Yo soy otro”. Así, la ciudad es una “metáfora sustantiva”, engarce del mito y la desmemoria. La alteridad del recuerdo.
Libro de viajes. Tantas son las ciudades que se avecinan. Tantos los estados por recomendar sus calles, sus asuntos: Jalapa, Barcelona, París, Medellín, Chicago, Nueva York. Ciudades que se apretujan en la multiplicación de sus imágenes. Una ciudad es quedarse quieto bajo los aleros de los edificios, bajo las ramas de los árboles agónicos. Una ciudad, estas ciudades, significa saber la soledad, la quietud, el inmovilismo. Salir de ella, reconocerla en cada calle, esquina, avenida o plaza ajenas. “...La rutina nos mantenía/ autómatas en nuestra ciudad./ Recordar el silencio,/ el estallido del deseo. (...) Viajar a solas o acompañado,/ con temor o con destreza/ viajar sabiendo todo, sin saber claro/ Viajar viendo lo conocido,/ aferrarse a portar las calles de uno en el alma./ Viajar con equipaje o con bolsa de lino,/ con la frente herida o los sueños sobre los hombros./ Viajar en la villa con su castillo desolado/ o con el pueblo de parques junto al mar...”. Viajar significa llevarse la ciudad en la maleta. Sin embargo, nunca se viaja: la ciudad es un cambio de calle, de estado de ánimo, un préstamo idiomático. La sintaxis del desplazamiento. Pero la ciudad, la ciudad de la promesa, la de las entrañas, es siempre la misma en el nombre de otra. Quien cambia es el viajero, el que dice que viaja, el de la memoria movediza: “Yo fui aquí en otro tiempo”. Rimbaud también fue ciudad en quien lo miraba desde la otra acera: “Yo soy otro”. Así, la ciudad es una “metáfora sustantiva”, engarce del mito y la desmemoria. La alteridad del recuerdo.
IV
En esta lectura está Cavafy, el siempre extranjero en su ciudad, en sus distintos exilios, en las “tierras baldías” que han logrado domar la angustia del tiempo: “Nuevos sitios no has de encontrar, ni encontrarás nuevos mares./ La ciudad siempre te acompañará. Por las mismas calles/ errarás, en los mismos barrios envejecerás/ y en las mismas casas habrás de encanecer./ Siempre llegarás a la misma ciudad. En otro lugar no pongas tus esperanzas:/ no hay barco para ti, no hay camino./ Al perder tu vida aquí,/ en este rinconcito, en toda la tierra la has destruido”. Este canto del alejandrino se somete a una teoría: toda ciudad alberga los mismos dioses, las mismas tragedias. El hombre es una ciudad derrotada.
Los referentes urbanos de Tanius Karam se hallan en todas las ciudades, hasta hacerse una, las que se tropiezan a diario con los pasos del poeta.
¿Qué busca el que habla en este libro? ¿Será acaso la infancia perdida, el paraíso escondido en la metafísica de las calles, edificios, parques y tensiones? La ciudad del poeta, las ciudades, se concentra en la sentimentalidad y el intelecto: hay un adentro imaginario, una ciudad interior; hay un afuera que se mantiene estático, inmóvil en el referente de todos los viajes. De allí que vagar por el mundo sea también un mandato sagrado para construir la ciudad de la memoria, la ciudad literaria, la ciudad poética, la misma que se celebra en el abismo, en el caos de las primeras horas, en el desorden tenebroso de los días anteriores a la creación del mundo.
En esta lectura está Cavafy, el siempre extranjero en su ciudad, en sus distintos exilios, en las “tierras baldías” que han logrado domar la angustia del tiempo: “Nuevos sitios no has de encontrar, ni encontrarás nuevos mares./ La ciudad siempre te acompañará. Por las mismas calles/ errarás, en los mismos barrios envejecerás/ y en las mismas casas habrás de encanecer./ Siempre llegarás a la misma ciudad. En otro lugar no pongas tus esperanzas:/ no hay barco para ti, no hay camino./ Al perder tu vida aquí,/ en este rinconcito, en toda la tierra la has destruido”. Este canto del alejandrino se somete a una teoría: toda ciudad alberga los mismos dioses, las mismas tragedias. El hombre es una ciudad derrotada.
Los referentes urbanos de Tanius Karam se hallan en todas las ciudades, hasta hacerse una, las que se tropiezan a diario con los pasos del poeta.
¿Qué busca el que habla en este libro? ¿Será acaso la infancia perdida, el paraíso escondido en la metafísica de las calles, edificios, parques y tensiones? La ciudad del poeta, las ciudades, se concentra en la sentimentalidad y el intelecto: hay un adentro imaginario, una ciudad interior; hay un afuera que se mantiene estático, inmóvil en el referente de todos los viajes. De allí que vagar por el mundo sea también un mandato sagrado para construir la ciudad de la memoria, la ciudad literaria, la ciudad poética, la misma que se celebra en el abismo, en el caos de las primeras horas, en el desorden tenebroso de los días anteriores a la creación del mundo.
V
La ciudad que crece, la que revienta en el espíritu de quien la imagina. La amada y la odiada, la ciudad personal, la colectiva, la de los órganos vitales, la del tiempo y su no lugar. Cábala topográfica, la subversión la hace fragmentada, entera, real e imaginaria, “entre ratas hambrientas”. Espejismo: los fantasmas lo habitan. Ur, México, Caracas, Madrid o Nínive respiran en los costados del absurdo, en la muerte de lo sagrado.
Las calles no llevan a ninguna parte
el fierro grita una angustia
detención del aura
en mitad del asfalto
Entre comerciantes tendidos
prostitutas, policías,
las avenidas son cráteres
entrañas en movimientos
cloacas con niños muertos
(...)
El afán de los danzantes
es ocultar la escena diaria
la proyección de un corazón vacío
Millones de habitantes
inventan el paisaje invisible.
Tras la tormenta de humo
se mofan,
celebran el caos y la desdicha.
La ciudad que crece, la que revienta en el espíritu de quien la imagina. La amada y la odiada, la ciudad personal, la colectiva, la de los órganos vitales, la del tiempo y su no lugar. Cábala topográfica, la subversión la hace fragmentada, entera, real e imaginaria, “entre ratas hambrientas”. Espejismo: los fantasmas lo habitan. Ur, México, Caracas, Madrid o Nínive respiran en los costados del absurdo, en la muerte de lo sagrado.
Las calles no llevan a ninguna parte
el fierro grita una angustia
detención del aura
en mitad del asfalto
Entre comerciantes tendidos
prostitutas, policías,
las avenidas son cráteres
entrañas en movimientos
cloacas con niños muertos
(...)
El afán de los danzantes
es ocultar la escena diaria
la proyección de un corazón vacío
Millones de habitantes
inventan el paisaje invisible.
Tras la tormenta de humo
se mofan,
celebran el caos y la desdicha.
*Poeta y periodista venezolano (Maracay, estado Aragua)