Daniel R. Scott*
"Debemos alojar los recuerdos en nosotros mismos sin volver nunca a posarlos imprudentemente sobre las cosas y los seres que van variando con el rodar de la vida. Los recuerdos no cambian y cambiar es la ley de todo lo existente" (Teresa De La Parra)
Viernes 28 de septiembre. Voy saliendo de la universidad. Es mi tercer año de Derecho. Como tengo varios días sin ver a mamá y la sé sola a estas horas de la tarde decido ir a visitarla. La encontré entretenida en la preparación de su cena y hablando consigo misma en voz alta. Esta sola, como lo supuse. Lo único que parece no haber cambiado en la casa paterna es la presencia de mamá, el resto tomó otros rumbos, desapareció o simplemente no cuenta. Lo que otrora era una casa bulliciosa y llena de vida, hoy parece un santuario dedicado al silencio y a la extinción de las cosas. Mientras mamá friega los trastos de su cena frugal yo me asomo al patio dispuesto a ver lo que una vez existio y ya no va a volver: a papá caminando de jaula en jaula, dandole de comer a sus legendarios gallos de pelea, vaciando y volviendo a llenar los bebederos, exprimiendole el moquillo del pico a las gallinas o vacunando a los tiernos pollitos recien salidos del cascarón. Es un digno descendiente de los andaluces aquellos que en el siglo XVI inician esta práctica o deporte. Luego los españoles, en sus fiebres de conquista, lo traen al Nuevo Mundo y unos siglos más tarde papá se dejó subyugar por las riñas del pico y la espuela. Siendo un mozalbete papá se fue un día a un caserío cercano, con un par de centavo en el bolsillo y con un gallo como única posesión. Apostó, lo jugó, ganó y regresó a San Juan con mucho dinero, cubierto de gloria y con un brillo triunfal en los ojos. Pero... ¡Craso error el mío! En este patio que ahora veo, la figura de papá y el canto vigoroso y altivo de los gallos fue sustituido por jaulas derruidas devoradas por la maleza y el silencio de las primeras sombras de la noche. Los ámbitos de la materia no son eternos, pero es allí donde nosotros queremos que palpite la eternidad. Y los recuerdos y la nostalgias son unos miopes irredentos que no ven más allá de lo que ya no existe. No quise mirar más donde nada hay y entré de nuevo a casa, abriendo el candado que sella la puerta de lo que por muchos años fue mi estudio. A este sitio acudia cual un monje acude a la austeridad de su celda, cuando los ruidos del mundo me parecían demasiado pesados e intolerables como para poder soportarlos sin la ayuda de una buena lectura. Pero acá tampoco parece haber nada digno de contemplar: el súbito huracán de la mudanza del pasado mes de julio dejó un desorden de objetos que no pude llevar a nuestro nuevo hogar: libros, papeles personales sin importancia, un sable de no sé quién, un par de zapatos estropeados en los dedos y otras cosas que no logro etiquetar y que lucirían mejor y más lindas en el bote de la basura. En las paredes cuelgan dentro de sus marcos unas caricaturas de Zapata, un cuadro cinético del Padre de la Patria, un retrato al carbón de mi esposa y una foto enorme en blanco y negro de los Beatles tomada en 1968. Sobre dos escritorios abarrotados de libros sobresale a duras penas, como queriendo huir de un tumulto, "La Metamorfosis" de Kafka, libro que leí embelesado en 1983 y el cual me reveló un misterio que ya olvidé, que cuernos, esta memoria mía no sirve. En una esquina de la habitación luce desolado y decrépito un rústico baúl nativo de Barbacoas que nunca abría para nada. Hoy quise abrirlo. Al levantar la tapa recibí en la cara un aliento a papeles viejos y a cosas guardadas que instintivamente me hizo echar el cuerpo atrás, para evadir los olores a hongos y bacterias. Sin embargo me inclino despues y reviso hasta el fondo: veo revistas que ya no se editan, diarios regionales que dejaron de circular, recortes de periódicos, cartas escritas por mamá en la década de los años cincuenta, una cajita roja con algunas espuelas de las que papá fabricaba con sus propias manos sobre el esmeril y su vieja cartera de cuero, la última que usó,la que no cambió por años, la que alguna vez fue de color marrón y hoy parece un trozo de pergamino hallado en alguna cueva o monasterio de la Tierra Santa. Examino esta última reliquia con la devota actitud del arqueólogo que descubre un evangélio gnóstico y reviso su contenido. Todo está endeble y deteriorado: números teléfonicos de cuatro dígitos que ya nadie disca, algún que otro carnet de los días de su vida pública, trozos de papel con una letra ininteligible, nombres, direcciones y algunas fotos familiares en muy mal estado. En una de ellas, destacandose sobre el blanco y negro de un horizonte llanero marchito y agrietado, se ve a una mujer joven con dos niños: mamá, una de mis hermanas y yo, casi un recien nacido. ¿1965? Sin duda. Papá guardó por años esta foto y yo no lo sabía ni tampoco me importaba. Y me digo: ¿Este es el destino final de nuestras pertenencias? ¿Este el fin de las manifestaciones materiales del espíritu y de la mano humana? ¿Acabar en el fondo de un baúl que sólo se revisa cada veinte años por error? Pero no pensé mucho en las preguntas. Tampoco me interesan las respuestas. Sé lo que tengo que hacer. Cerré el baúl, sellé con candado el estudio y me despedí de mamá, prometiendole que volvería más a menudo. "Cuidate mucho hijo", me dijo cuando bajaba las escaleras. "Sabes que ustedes son la razón de mi existir". Y yo pensé: "¿Cuál es mi razón de existir?". Son muchas, muchisimas. La primera es estar vivo. Como dijo Mafalda: "La mejor edad de la vida es estar vivo". Y con el don de la vida se puede hacer de todo: desde fundar un orfanato hasta iniciar una Guerra Mundial.Cuando llegué a casa mi esposa me esperaba con el televisor encendido. Deposité en sus manos un ramillete de florecillas blancas de azahar que le robé al jardín de la vecina y luego le tomé una foto aspirando sus aromas. "Tu amor es tan puro, blanco y fragante como el de estas flores que ahora me das", dijo sonriente y con un brillo de amor en los ojos. Mi esposa es bonita y joven, como todas las esposas de todos los hombres enamorados. Estamos planificando un hijo para el año que viene a más tardar: ella quiere un varoncito que se parezca a mí y yo quiero una hembrita que se parezca a ella. No somos tan ambiciosos. Nuestro futuro y proyectos se reducen a dos buenos empleos, una casa, un carro y muchas vacaciones para fotografiarnos a la orilla del mar o en torno a la mesa de un desentonado "¡Cumpleaños feliz!". Ya que estamos en la vida queremos vivirla. Vivirla, no abusar de ella. ¿Y el pasado y los recuerdos? Bienvenidos sean, pero dentro del corazón, que es su hábitat legítimo y natural. No hay peor soledad y tristeza que la de aquel que no tiene nada ni a nadie que recordar. Yo no sufro recordando: me enriquezco y siento acompañado. ¿Me entendiste amigo mío? Para que no pienses que sufro.
*Bibliotecario y escritor venezolano (San Juan de los Morros, estado Guárico)