Quería hablar un poco de alguna mujer que amé (o creí amar ) entre 1981 y 1983, pero de ese período el recuerdo, que a veces no es apacible sino indomable como potro salvaje, me trae al presente otras cosas muy distintas, como mi propio rostro con ojos de roedor ebrio reflejado con filosófica indiferencia en el ámbar helado de un tarro de cerveza. Me viene a la mente además mis lecturas. Quizá no me veías entre las toxicas neblinas de un cigarrillo encendido colgando de mis labios pero entre cerveza y cerveza me fumé al menos uno o dos libros de Camus, Cortázar y Sábato, entre otros. "El Perseguidor" de Cortázar me encantaba y obsesionaba a tal grado que a veces hasta me atemorizaba porque llegué a pensar que allá en algún estrato del subconsciente, todos nos parecíamos o deseábamos parecernos al talentoso, perdido y decadente protagonista del relato.
Pero confieso que no fui una lumbrera al estudiar los autores arriba citados, afirmarlo o crear tal impresión sería una pretensión de muy mal gusto que nadie se tragaría. Los leía y ya. Eso es todo. Y me identificaba parcialmente con lo que leía, eso no lo niego. Considero que no poseía el interés ni la amplitud mental para estudiar a fondo y de manera sistemática los postulados existencialistas de toda esa galería de literatos famosos, no a esa edad. Asumía mis lecturas con una clásica y cinematográfica pose a lo "Rebelde sin Causa" de Nicholas Ray. Solía escupir las máximas de lo que leía que dejaban a mis amigos atónitos y con el convencimiento de que yo estaba algo chiflado o desperdiciando mi vida con lecturas que nada tenían que ver con mi edad o con mi condición de clase media. Era un solitario porque todo aquel que lee y lee e intenta amoldar su vida a todo lo leído vive en una isla desierta donde ningún otro ser humano ha desembarcado nunca. El que toma un libro y decide convertirse en lector y actor de lo que lee estará condenado al ostracismo.
Pero con todo y mi indisciplina lectora, ¡cuantas veces me cercó el espíritu de Antoine Roquentin! Muchas situaciones, aficiones y personas se me antojaban desagradables, vacías, estúpidas, como aquella estatuilla khmer del relato aquel del existencialista francés. Frente a mis flamantes y recién adquiridas "Obras Maestras del Siglo XX" de mi biblioteca de mi casa de la "Salida Los Llanos No 128", pensaba "algo me ha sucedido, no puedo seguir dudándolo. Vino como una enfermedad, no como una certeza ordinaria, o una evidencia" (Jean Paul Sartre, en "La Náusea"); y entonces salía de la casa a las cuatro de la tarde para regresar doce horas más tarde totalmente ebrio, dando traspié; o dejaba de presentar un examen de Latín con el buen Carrero Mejías para leer una página de Pavese (¿El Diablo sobre las Colinas? ); o me iba de cacería con el rifle wínchester automático al hato de papá. Por culpa de esa actitud mis huesos fueron a parar un par de veces a la máquina centrípeta de un septiembre prolífico en reparaciones y todos en la casa se preguntaban "¿Qué le pasa?". Nadie lo sabía porque recuérdese: el que lee es un solitario...
Finalmente, un buen día, siguiendo de una manera apresurada los consejos del propio Sartre, jugué un poco con las ideas antes de hacer mía una de ellas y me decidí por la fe y la ética cristiana. De ellas me llamaban la atención no tanto su autenticidad como su funcionalidad: me daban resultado y eso me bastaba. Asumí una posición pragmática a lo William James: definir la verdad en los términos de lo que funciona. "Si esto funciona es la verdad que necesito" pensaba. Esto me acarreó no pocas dificultades con los eternos ortodoxos y literalistas que no podían aceptar mi tesis de que, en ultima instancia y al margen de toda polémica, Cristo podía ser también "un estado de conciencia, la actividad de lo divino en el hombre" (J. R. Guillent Pérez)
Pero esa es otra historia
1995
Pero confieso que no fui una lumbrera al estudiar los autores arriba citados, afirmarlo o crear tal impresión sería una pretensión de muy mal gusto que nadie se tragaría. Los leía y ya. Eso es todo. Y me identificaba parcialmente con lo que leía, eso no lo niego. Considero que no poseía el interés ni la amplitud mental para estudiar a fondo y de manera sistemática los postulados existencialistas de toda esa galería de literatos famosos, no a esa edad. Asumía mis lecturas con una clásica y cinematográfica pose a lo "Rebelde sin Causa" de Nicholas Ray. Solía escupir las máximas de lo que leía que dejaban a mis amigos atónitos y con el convencimiento de que yo estaba algo chiflado o desperdiciando mi vida con lecturas que nada tenían que ver con mi edad o con mi condición de clase media. Era un solitario porque todo aquel que lee y lee e intenta amoldar su vida a todo lo leído vive en una isla desierta donde ningún otro ser humano ha desembarcado nunca. El que toma un libro y decide convertirse en lector y actor de lo que lee estará condenado al ostracismo.
Pero con todo y mi indisciplina lectora, ¡cuantas veces me cercó el espíritu de Antoine Roquentin! Muchas situaciones, aficiones y personas se me antojaban desagradables, vacías, estúpidas, como aquella estatuilla khmer del relato aquel del existencialista francés. Frente a mis flamantes y recién adquiridas "Obras Maestras del Siglo XX" de mi biblioteca de mi casa de la "Salida Los Llanos No 128", pensaba "algo me ha sucedido, no puedo seguir dudándolo. Vino como una enfermedad, no como una certeza ordinaria, o una evidencia" (Jean Paul Sartre, en "La Náusea"); y entonces salía de la casa a las cuatro de la tarde para regresar doce horas más tarde totalmente ebrio, dando traspié; o dejaba de presentar un examen de Latín con el buen Carrero Mejías para leer una página de Pavese (¿El Diablo sobre las Colinas? ); o me iba de cacería con el rifle wínchester automático al hato de papá. Por culpa de esa actitud mis huesos fueron a parar un par de veces a la máquina centrípeta de un septiembre prolífico en reparaciones y todos en la casa se preguntaban "¿Qué le pasa?". Nadie lo sabía porque recuérdese: el que lee es un solitario...
Finalmente, un buen día, siguiendo de una manera apresurada los consejos del propio Sartre, jugué un poco con las ideas antes de hacer mía una de ellas y me decidí por la fe y la ética cristiana. De ellas me llamaban la atención no tanto su autenticidad como su funcionalidad: me daban resultado y eso me bastaba. Asumí una posición pragmática a lo William James: definir la verdad en los términos de lo que funciona. "Si esto funciona es la verdad que necesito" pensaba. Esto me acarreó no pocas dificultades con los eternos ortodoxos y literalistas que no podían aceptar mi tesis de que, en ultima instancia y al margen de toda polémica, Cristo podía ser también "un estado de conciencia, la actividad de lo divino en el hombre" (J. R. Guillent Pérez)
Pero esa es otra historia
1995
*Escritor y bibliotecario venezolano (San Juan de los Morros, estado Guárico)