“Para un poeta la muerte es apenas un hueco
lleno de palabras”, dijo usted. Yo pude oírlo
-Alberto Garrido-
(Caronte ha muerto)
I
Me tocó verlo el 23 de julio de 1980 en el Teatro Municipal de Caracas. No concebía pasar por la vida sin acercarme por segunda vez a quien se había apoderado de mi voluntad corporal. Marcel Marceau, el venido de las mismas ansias de Etienne Decroux, era una suerte de fascinación, el ánimo que el tiempo no borraba pese a los dolores que el cuerpo -tan dado a traiciones- acusaba por los golpes, caídas y desmesuras.
La primera vez fue en una calle de París en la década de los 70, ya no recuerdo el nombre de la rue. El frío de aquellos días era espantoso y, el hombre, aquel Marcel Marceau sin maquillaje, caminaba como si pisara las nubes de un invierno bíblico. Flotaba en medio del ruido cotidiano, de todas las máquinas juntas, de los gritos de los vendedores de fortuna, del silencio de un mimo pegado a la pared por los efectos de una historia que no logré entender, y que aún no termina.
Estuve cerca de sus alumnos, tan cerca que recuerdo sus sudores. Miré con toda la mirada lo que hacían, lo que me traducía inútilmente un amigo español que llevaba toda la vida en esa ciudad donde el escalofrío revisa aún la suerte de haber sido parte de una anécdota. Aquella que aún hace carambolas con los ejercicios del alma y corporales.
II
Bajo un arco, rodeado de máscaras, Marcel Marceau
entrega sus ángeles y demonios. Inicia la metáfora del silencio eterno: calumnia la belleza
de un gesto que trata de atraparlo mientras construye el clima de su Bip. ¿Quién no se recrea en los giros de Charles Dullin? Manifiesta perplejidad esa de estar a la orilla del precipicio y flotar, mariposear, alzar el vuelo y no caer nunca.
Dos rostros, los del viejo teatro griego (risa y llanto), logran el equilibrio de los brazos del francés. Abajo, en el sótano, otras tres máscaras: burla, reflexión, tragedia. Todos los sentidos puestos en esa inteligencia superior, la que el silencio crea, la que el gesto descubre más allá de cualquier palabra, más allá del ruido de la guerra, del sonido de la paz, tan cuestionada.
En todos los espacios estuvo Marcel con su teatro. Patios, estacionamientos, casas viejas, sótanos, apartamentos en préstamo o alquilados, en la calle para fundar la angustia desmedida de quien oye el adentro de la sangre. Un mimo hace pantomimas bajo la lluvia. Un poema se despega del paladar, irrumpe en una iglesia: inventa a Dios.
Y es tanta la divinidad que levita el hombre.
III
Contada la historia con sus propias ¿palabras? se ha ido el hombre. Ha muerto el hombre. Queda su silencio, el mismo de antes, el que se recrea en los gestos del rostro y de las manos. Cuerpo en ausencia, registra su vuelo en el próximo escaño de una escalera que lo lleva a otro personaje.
Fundador de todos los temas, Marcel Marceau sigue atento a cualquier sonido para acallarlo. Muchos son los aplausos, silenciosos.
Fotos: El autor, Alberto Hernández, en sus tiempos de mimo en Maracay.
*Escritor, periodista y poeta venezolano (Maracay, estado Aragua)
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