Alberto Hernández
(Poeta y periodista venezolano)
I
Maracay comenzó en un reflejo. Fue suficiente el paisaje para entender que hacía falta una ciudad en el corazón del Valle. Un lago, reprimido por el silencio del follaje. El clima, la flora y la fauna, fundamentos para enclavar en la mirada de los primeros habitantes la idea de un conglomerado humano que tuviera en el espejo líquido de los Tacarigua, la esperanza de vivir para crecer. De aquella primera estirpe, la toponimia que aún palpita en la boca de los nuevos pisatarios donde el tigre y la lechuza se hicieron fábula y nombre pretérito de lo que después Humboldt bautizó como Ciudad Jardín.
Pero hicieron falta muchas aventuras para arribar a la imagen que el barón alemán inventó para gracia de los que aún respiramos en esta tierra.
El génesis se reveló en la prosa elegante de Lucas Guillermo Castillo Lara: “Primero fue la tierra y el agua azul a su costado. Los árboles tenían desde ya, una función gozosa de limpia clorofila. El cobre de los soles tostando la piel del aire y el cobre de los hombres dialogando entre el cielo y nubes. Después el alucinante trajinar de los metales en las voces blancas”.
En esta síntesis, sólo posible con la poesía, el autor de Maracay colonial, tierra y hombres en función de una esperanza (Publicaciones de la Gobernación de Aragua, Maracay, marzo de 2001), comenzamos a avizorar lo que sería después la comarca, el pueblo de agricultores y arrieros que se estableció en Tapatapa y Tocopío y se dio a la tarea de avanzar hacia lo que después fue la ciudad. De ese caserío inesperado, el paisaje se trae el lago en las palabras y, más adelante, la riqueza terrena en el añil, como lo fue el cacao, el tabaco, la caña y el algodón. Entonces el verde de las hojas, la clorofila del texto de Castillo Lara, y el rojo teñidor del añil para fundar un pabellón vegetal alrededor del espejo que se agita –agónico- al costado de la ciudad.
La Ciudad Vegetal que el cronista relata sigue victoriosa en su decir castellano: “Aparecieron las casas cercadas de mastranto y el verde tierno perfilando espigas. El oscuro verdor del tabaco y el cenizo dormir de los añiles. Cada casa fue una isla perdida entre árbol y verde, sabana y montaña espaldera. La codicia alumbraba colores en las dolidas espaldas esclavas. El agua cantaba sobre los terronales y se hacía espejo en la laguna”. Con ese tono, plácido y a la vez reverberante, Castillo Lara recorre la historia de esta ciudad en la que todavía está un lago, pero el añil es un recuerdo de aquella riqueza sólo posible en las manos de los hombres de aquella época.
Y entonces nos habla de Juan de Villegas, descubridor de la laguna de Tacarigua. Y con él, los aborígenes que moraban en los costillares de la cuenca, repleta de sorpresas, islas y ríos que vienen de distintos puntos cardinales de la tierra. El ojo de los pioneros sintió la presencia futura de un pueblo de distintos pigmentos. Háblase –y lo dice muy bien el cronista- de los indios de Maracay, los forjadores de un paisaje humano del cual poco se dice: “La existencia allí de parcialidades indígenas se encuentra señalada en diversas fuentes. Así el poeta historiador Don Juan de Castellanos, en sus “Elegías a Varones Ilustres de Indias”, trae en sus versos la descripción de la laguna de Tacarigua y la tierra circunvecina, y en ella hace referencia a los naturales que la habitaban: “Por la costa de quien memoria hago,/ Atravesando culmen y eminencia,/ en la sierra que tienen nada vago,/ Porque poblada es por excelencia,/ Damos en Tacarigua, que es un lago/ De siete leguas de circunferencia,/ Con islas dentro, do los infieles/ Tienen jardines, huertas y vergeles./ Si quereis que sus nombres os declare,/ Pues la memoria dellas no se escapa,/ Son Patanemo y Aniquipotare,/ Ariquibano, Guayos, Tapatapa:/ Con otras, que si alguno las hollare,/ Podría mejorar su pobre capa/ Con el oro que tienen naturales/ En joyas y preseas principales”.
Más adelante, para darle precisión histórica, Castillo Lara destaca nombres y funciones colonizadores: “Se puede también atisbar su presencia en algunas huellas documentales. Así por ejemplo, en un Acta de Cabildo de Valencia declaraba en 1654 el testigo Francisco Pérez Sejas, que hacía cincuenta años que había visto poblado junto al río donde llaman Maracayao, al Cacique Don Francisco Guarate. En otro documento se dice: que en tiempos del Gobernador Osorio, en 1594, las tierras entre la punta de Guarecorocay y la de Pacua en que cae el rincón de Maracay, “estuvieron pobladas de naturales, como fue el principal Don Diego Tunarmey y Doña Germana Parica, principales, con algunos de sus sujetos, que hoy están agregados al pueblo de Turmero”.
Nos confiesa Castillo Lara de la ausencia de encomiendas en el sito de Maracay y sus cercanías. Sólo aparecen referencias a Martín Alfonzo o Alonso y su hijo Francisco de Vera en el Hato de Tapatapa. Pero se pone en duda que haya habido encomiendas, dada la confusión con las habidas en Charallave. El comentario da pie para creer que los Alonso-Vera vivían en estos sitios, pero no contaban con encomiendas de indígenas.
II
La insistencia es necesaria: Maracay no tiene carta de fundación. Maracay fue el pujo de un grupo de familias que necesitaba congregarse en una iglesia, por lo que escriben para que les sea provista casa de oración. Así, entre recados y recaderos, finalmente el deseo se convierte en realidad. De esta manera lo cuenta la solicitud al Obispo Baños y Sotomayor: “Los vecinos del Valle de Tapatapa y Maracay que aquí firmamos y los más que aquí irán contenidos en esta obligación, y no saben firmar decimos que habiéndonos agregado suplicándose al Ilmo. Señor Don Diego de Baños y Sotomayor, Obispo de esta Diócesis, se sirviese de erigir feligresía a estos dichos Valles, poniéndonos un sacerdote para el consuelo de nuestras almas y por las más razones que tenemos manifestadas, ofreciendo como ofrecemos el acudir con el estipendio para el Capellán y porque su Sría. Ilma. con su gran piedad permitió iglesia en que se celebrase el santísimo sacrificio de la misa, y ahora ido a los pies de Su Sría. Ilma. dos vecinos para pedir se acabe de erigir dicha feligresía y Capellán, y no hallándose la obligación que teníamos hecha, ha sido preciso el que se haga de nuevo, y por haber hoy otros más vecinos, por tanto para que nuestros cristianos y buenos deseos se consigan y ser tan el servicio de Dios nos obligamos a que en cada año daremos de estipendio al Cura Capellán que su Sría. Ilma. pusiere doscientos pesos de a ocho reales...” El documento menciona los nombres de los contribuyentes y la cantidad que cada uno da en beneficio de la iglesia que habrá de erigirse.
Y llegó el día: el 5 de marzo de 1701 nació la parroquia, la feligresía, y con ella el espíritu de la comarca que hoy lleva por nombre Maracay. De modo que no hubo espada, botalón y bandera que sentara señorío para fundación de pueblo de cristianos. Fue la petición de cincuenta familias la que posibilitó la existencia de esta villa, cerca de un lago y revelada en una geografía de árboles, sabana y montañas, las que tapan el mar.
III
A mitad del siglo XVIII era el cacao fuente de riqueza, pese a que Maracay fue poco dada a este cultivo, el cual sí despuntaba en otras zonas de la región, por su trabajo “exigente y dispendioso”. La tierra era buena para la caña, aunque más para el tabaco, el cual se daba en abundancia por los lados de Guaruto, “pero estaba estancado”. También el algodón, las verduras, el maíz y los granos.
El añil, de excelente factura para la tinta, “aparece, se desarrolla, cultiva y declina” a mediado del siglo XVIII, de modo que tanto el cacao como el mencionado añil ven fenecer su producción en los Valles de Aragua casi al mismo tiempo.
Dice el cronista que el añil “era una planta conocida aquí desde antiguo por los indígenas, que la usaban en sus tintes. Ya lo señalaba Don pedro José de Olavarriaga en su célebre “Instrucción General y Particular del Estado presente de la Provincia de Venezuela en los años de 1720 y 1724”.
Así, este cultivo logró cambios importantes en la población. La pobreza se alejó y la transformación económica ofreció nuevos rumbos a la pequeña población. De la pacífica aldea, alinderada al lago, pasó a ser un indevoto pueblo, como lo escribió el Obispo Mariano Martí en su Visita Pastoral a Maracay en 1782. El sacerdote dice las peores cosas de los habitantes de la comarca, quienes gracias a la influencia de la riqueza producida por el añil los llevó a “jugar juegos prohibidos, beber y embriagarse, pasar el tiempo en liviandades, estar y vivir muchos en una gran desidia sin trabajar ni venir a misa los días de fiesta ni asistir a la Doctrina”.
De modo que la ciudad también tuvo su paraíso terrenal, devenido luego en Sodoma y Gomorra, por la poca eficacia –según Martí-, poco cuidado y poco talento” de un Teniente de Gobernador que abandonó a la gente en s deberes.
La ciudad vegetal, tan dicha y mentada por historiadores y cronistas, así como la jardín pronunciada por Humboldt, habría de cruzar por la niebla del tiempo para separar las aguas del atraso y llegar a este hoy donde es singular advertir lo dicho por Martí en cuanto al comportamiento de mucha de su gente. No obstante, queda un hálito de aquélla que nació a la orilla de un espejo y creció en medio del tupido encanto de la flora.
Un paisaje con lago y añil que se nos descubre todavía virgen en su historia, en sus andanzas, en el verbo escondido de los hombres de antes, fabricados con el barro y los aires de este territorio bañado por la memoria de los días.
Imagenes tomadas de
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