DOMINGO, 4 DE ENERO
Unos pájaros cantan por la ventana. Veo unas películas soviéticas. Todas con el mismo argumento revolucionario: buscan a los traidores a la patria. Pienso, retrospectivamente, que más rápido los hubiesen encontrado con solo mirarse en un espejo, pues se acusaban los unos a los otros. Nos paseamos por las estaciones del Metro, que son verdaderos museos. El río Moskvá está congelado. Una mujer embarazada entra al vagón con un niño en sus manos. Suplica limosnas. Con ese cuadro patético nunca me encontré en la Rusia socialista. En la estación del Metro Ploshad Revolutsi (¡Todavía se llama así!) está una estatua, entre muchas hermosas de bronce, de un soldado con un perro. Todos pasan y tocan el perro. Lo acarician suavemente y siguen. Es un rito, una manifestación del carácter religioso de los rusos.
Yo también lo hago. Las caricias han dejado su huella sobre el perro y es notable la erosión en la anatomía metálica del animal. Hay una estación en honor a los guerrilleros soviéticos de la Gran Guerra Patria, como llaman
los rusos la segunda guerra mundial. Se denomina Partizanskaia. Allí está una estatua enorme de Zoia Kosmadamianskaia, una heroína que recuerda lejanamente a Juana de Arco. En las aldeas los alemanes vivían en las casas de los rusos, sobre todo en el periodo de las nevadas. Stalin emitió un ukaz de tierra arrasada contra el enemigo. Zoia cumplió el decreto al pie de la letra:
quemó los ranchos en los campos para que los alemanes se murieran de frío. Pero, claro morían también los rusos dueños de las moradas. Los alemanes la colgaron. Ahora que la historia es revisada (siempre será revisada, nadie nunca escapará de ese juicio) muchos opinan que no reúne lo requisitos para que se le venere como heroína, pues la tal Zoia fue entregada a los alemanes por los propios rusos que veían en ella un azote que los dejaba sin abrigo en pleno hielo invernal. Además,muestran hasta sus historias clínicas de paciente siquiátrica para desacreditarla.
LUNES, 5 DE ENERO
14 grados bajo cero.
Un gorrión salta de un árbol a otro. El gorrión tiene el mismo color grisáceo de los árboles desnudos. El ave se posa sobre la nieve y luego vuela hasta su nido sobre un abedul muy alto.
En la noche vamos al restaurant Glavpivtorg. Está ambientado en los años setenta y ochenta del siglo XX, y la música es de esa época. Sirven una bandeja de tragos que llaman la locomotora: infusiones alcohólicas y vodkas de distintos sabores. Lida, Katia , esposa e hija de Serguei, respectivamente; Natalia, Natalí y yo brindamos por la navidad que se va, por el invierno ,y porque son otros tiempos mejores sin persecuciones políticas y colas enormes en los mercados. Por los ventanales se ve la nieve caer bajo una luz tenue. El termómetro de la calle marca 20 grados bajo cero. La gente camina apresurada. La orquesta toca la Bamba en perfecto español. En el segundo piso hay una biblioteca, porque se supone que el bar es para intelectuales, gente de trabajo, pero del siglo pasado. Allí están las obras de Marx y Lénin; y es casi seguro que están solamente en este sitio público cumpliendo la función decorativa que les impuso la rueda dialéctica de la historia de la que tanto hablaron ellos. De regreso caminamos un largo trayecto hasta el Metro. De nuestro lado, una placa recuerda que allí trabajó Andropov, uno de los últimos jerarcas soviéticos. La KGB está del otro lado de la calle. En el medio está la redoma donde una vez estuvo imponente la estatua de su fundador, Félix Dezhenki .Ahora allí hay una piedra que simboliza las cárceles de los reprimidos en la era soviética. Por supuesto, la piedra no está sola: un arbolito navideño la acompaña.