LA PALABRA LO NOMBRA
Alberto Hernández
Fotos: Tatiana Hernández Cobo
La lisura del río Portuguesa lo empuja hacia nosotros. Un espejo de agua quieta, de un color que revela su hondura, nos aproxima a la mirada de Manuel Bermúdez. Fue el 13 de septiembre de 1997. Éramos tres en medio del paisanaje llanero en Camaguán: Manuel, Sael Ibáñez y quien esto escribe.
-¡Anda, acompáñame a Camaguán a hablar de un libro de Sael. Así decimos cosas, vente¡-, me invitó por teléfono con aquella manera muy particular de hablar, de pronunciarse, de decirse Llano.
Y nos fuimos. Entonces Manuel, mi profesor de posgrado de la Universidad Simón Bolívar, abrió los ojos para grabarse la planicie guariqueña y habló largo rato sobre una novela de Sael Ibáñez, también de Camaguán, como Manuel. Allá quedó el río, el que lo imagina. Y las palabras que hilvanó siempre lo nombran, porque quedaron en la corteza de los árboles, en la inquieta e irreverente orilla de la lenta serpiente líquida.
Casi dos años después, el 20 de mayo de 1999, hicimos una fiesta para celebrar el advenimiento de un libro, Valles de Aragua, la comarca visible. Y se hizo en el Teatro de la Ópera de Maracay, donde se concentraron la familia de Manuel y la mía, los amigos, alumnos y lectores.
Hace pocos meses nos reunimos aquí en esta ciudad calurosa y cálida para acompañar a un viejo llanero casi centenario, amigo de la familia, afecto de esa apureñidad que en Maracay se concentra para vivir y celebrarse. Esa noche, Manuel habló de la vida y de la muerte, de la inmortalidad, “también la del cangrejo porque ese animalito, es una vaina: camina de lado”.
Fue la última vez que lo vi, aunque lo oí por teléfono porque lo llamé para sabernos el uno del otro.
Un día, de esto hace ya varios años, con Edgar Colmenares del Valle, bautizamos una biblioteca en esta ciudad, en la casa del también académico apureño, cuya madre fue una insigne maestra de muchos montes llaneros. Manuel estaba pleno, porque cuando hablaba de su barrio Perro Seco y de sus habitantes se le inflaban el pecho y las emociones.
Manuel acaba de marcharse. Y duele decirlo. Escuece reconocerlo.
Fue nuestro profesor de semiología en la USB a comienzos de la década de los 80. Con esa experiencia de un año, la amistad se estrechó y nos hicimos familia por la vía del afecto y “porque tú no eres un poeta sifrino”.
Ese hombre llano, abierto e informal, era, no sólo miembro de la Academia de la Lengua de nuestro país, sino su magistral secretario. Fue alumno de Umberto Eco en Roma, profesor del Pedagógico de Caracas y de varias universidades, insigne conferencista, sabio del monte, aprendiz de malandrín a lo Lazarillo de Tormes, entre otros oficios donde el temple y la sabiduría mostraban sus dones.
Con el narrador Denzil Romero, su carnal, en ocasión del bautizo de una de sus novelas en la Ciudad Jardín, amanecimos borrachos y alucinados -de tanto Apure y Aragua de Barcelona juntos- en las puertas de una tasca de Las Delicias. Entonces, Manuel comenzó a hablar del sol, de tanto “astro prendido”. Horas antes, en el interior del bar, trataron de ubicarnos pegados de la bisectriz de una pared. El apureño, apuradito, dijo:
-¡No señor, a nosotros no nos arrincona nadie¡ Yo no sé tú, compadre Denzil.
-A mí tampoco-, pronunció el oriental.
Entre las carcajadas de los presentes, nos colocaron en una mesa sin rincón.
Sí, Manuel acaba de marcharse con sus libros, sus inteligentes salidas, su buen humor, su paciencia de buen maestro, su amistad infinita.
Vuelvo a la curva del río, al río material y filosófico. El tiempo retrocede: allá lejos vi su perfil de indio y negro –mezclados- frente a don Julio Garmendia, en la librería “El gusano de luz”, donde también pude acercarme, con timidez, a Oscar Sambrano Urdaneta, Alexis Márquez Rodríguez, Domingo Miliani, Néstor Tablante y Garrido, Pedro Francisco Lizardo, Orlando Araujo, entre otros. Era otro país, otros los sueños.
Manuel Bermúdez dejó muchos artículos de prensa, ensayos que acaban de ser recogidos en libro por el Pedagógico de Caracas, su pedagógico. Entre sus publicaciones orgánicas están Cecilio Acosta, un signo de su tiempo (1984), La ficción narrativa en radio y televisión (1984) y Enciclopedia rústica de personajes insignificantes de Apure (2007).
Manuel acaba de tomar la canoa. Cruza los ríos de Heráclito: el Apure, el Portuguesa, el Tiznados, el Guárico. Todos los ríos que surcan la vida y la eternidad.