MAISANTA, HISTORIA DE UN FRACASO
-Alberto Hernández-
I
** Un disparo a traición colocó a Pedro Pérez Delgado en las amarillentas páginas de la crónica. La venganza fue su primera batalla. Vendrían otras donde la aventura entronizó el nombre de quien hoy es prócer electoral
Varias décadas después, fresca la sangre sobre la tierra venezolana, derramada por montoneras, escaramuzas, guerras civiles y aspiraciones revolucionarias vendidas al mejor postor conservador, permanecen algunos de aquellos “próceres” inventando pesadillas, entre ellos, José Manuel “Mocho” Hernández, si se quiere el padrino de guerra de Pedro Pérez Delgado, a quien más tarde se le conocería como “Maisanta”, y de quien el doctor José Giacopini Zárraga hizo un retrato que lo fijó en la Venezuela de aquella época y de ésta que lo consagra como héroe personal de un caudillo de la “postmodernidad”. Giacopini afirmó en el prólogo del libro de José León Tapia: “En cuanto a Pedro Pérez Delgado, fue un venezolano como ha habido tantos cuya vida estuvo signada por la violencia”.
Así, en 1898, luego de haber matado a un hombre, Pérez Delgado se une a las tropas nacionalistas del “Mocho” Hernández, quien en Queipa dejó marcado su grito de guerra, al no aceptar unas elecciones a las cuales consideró fraudulentas.
Pero la historia de este hombre, de este venezolano oscuro, comenzó una tarde cuando el muchacho Pérez Delgado, de 14 años, vendía conservas en las polvorientas y calurosas calles de Tinaquillo. Dice el relato que era “catire, ojos guarapos y avispado, con la chanza a flor de labios”.
Esa tarde, entonces, conoce al General José Manuel Hernández, a quien le faltaba “el pulgar de la derecha”.
-Pérez Delgado, “mochista”-
El muchacho que fuera Pedro Pérez, a secas, encontró la historia a través de una ventana. Su natural curiosidad lo llevó a enrolarse en el movimiento “mochista”.
José León Tapia lo cuenta así: “Crespo, el Mocho Hernández, ahora sí recordaba. Crespo era el Presidente y el otro el candidato en campaña, pero recordaba mejor al primero cuando lo vio dando una carga a machete en un caballo bayo durante la toma de Valencia.
Virgen del Socorro, esa tarde sí tuve miedo; gracias que pude regresar temprano para contar la historia a los muchachos amigos”.
La memoria del protagonista corre libre por el relato que Tapia recogió de testigos que para la época aún vivían. La historia del escritor barinés, preñada del romanticismo propio de un país rural, desteje la maraña de un personaje cuya notoriedad se fortalece gracias al trabajo literario de quien lo rescató del anonimato. Para continuar: “A este otro –pensaba-, primera vez que lo veo, pero habla bonito el hombre, sobre todo de la democracia y de que la juventud es la esperanza de la patria, y seguía pegado a los balaústres tragándose el pensamiento”.
La lectura de la obra del cronista e historiador llanero nos aclara el panorama de nuestro folklore político: este país siempre le ha seguido los pasos a hombres a caballo y que “hablan bonito”.
Pasados varios episodios referenciales de la vida de Pedro Pérez Delgado, éste retorna al lar familiar donde se entera de que un tal coronel Pedro Macías “le embarrigonó la hermana mayor, la única que tenía”.
Devoto de la Virgen del Socorro, por el tiempo que vivió en la ciudad de Valencia, este personaje de la Venezuela feudal solía encomendarse a la patrona: “Mai santa no me abandones que me vine a la guerra y en ella algo consigo, porque la guerra es para eso –y se agarraba el escapulario que tenía cosido en el pecho por dentro de la franela”.
Pero la desgracia, esa espina que llega sin avisar, cambió la vida de quien, entre fumarolas y eventos adivinatorios, es prócer de un período bastante extraño y oscuro de la Venezuela de estos días. “Algo consigo”, ¿qué era eso que Pérez Delgado buscaba?
-La muerte por la espalda-
La barriga de la hermana fue el motivo para que el muchacho Pedro Pérez se convirtiera en homicida. En sus adentros se juró que borraría de la tierra a quien había mancillado el honor de la familia, toda vez que el padre había muerto y “él era el único hombre de la casa”.
Un pueblo solitario, sombrío. Un pueblo de fantasmas, de sanguinarios resentimientos. Ospino fue el escenario donde la muerte a caballo inició un periplo que le daría nombre a un trozo de historia: Maisanta, el comienzo del responso donde el miedo y la fe se juntaron para crear un mito.
“Esa noche como a las 12 venía el hombre por la calle. Los caserones de Ospino le tapaban con la sombra y en el momento que salió desde el manto negro para entrar en el claro de la bocacalle amarilla por una luna menguante, le hizo el tiro a media cuadra, justo a punto de mira, con el fusil de su padre que la madre le pasó a través de la ventana entreabierta y de la sombra de la casa en la noche sin faroles”.
Entonces, un cadáver en plena vía, bajo la pesada noche del llano. Entonces, el miedo en los ojos de quien acaba de cerrar un capítulo: vengar la deshonra de la hermana. Y sí, la huída, y qué mejor escondite que la guerra.
Valencia fue de nuevo lugar, esta vez, para desaparecer. Enrolado en el ejército nacionalista, al día siguiente fue ascendido, sin tener anteriores galones, a teniente, “por nombramiento”. Tenía 16 años.
El 16 de abril de 1898 Pedro Pérez Delgado vio morir a Joaquín Crespo en la Carmelera.
“Se bajó de una mula negra para montar otro caballo, un caballo alazano enorme, que le pasaba un catire tan blanco que se confundía con el blanco jipijapa que usaba Joaquín Crespo”.
Crespo recibió una bala en el pecho. En ese instante el mozalbete se dio cuenta contra quien estaba peleando.
Pasada la sorpresa, la tropa nacionalista mordió el polvo en el sitio de El Hacha. El sustituto de Crespo, el general Ramón Guerra, atrapó al Mocho Hernández y lo hizo prisionero.
“-Se acabó esta guerra, Pedro Pérez –le dijo Alfredo Franco cuando salían por una pica buscando para Cojedes, escondiéndose entre los mogotes al sentir las partidas enemigas”.
Pérez regresó a Valencia, mientras que el resto se fue a Tinaquillo. Desde su escondite vio pasar al Mocho”, a quien llevaban atado, “con los brazos a la espalda, montado en un mulo viejo entre dos filas de oficiales”.
Un nuevo fracaso. Según el relato histórico, el Mocho Hernández fue uno de los alzados más estrambóticos que ha tenido Venezuela. Cuando estuvo a punto de tomar Caracas, se fue al sur. Nadie, hasta ahora, ha logrado explicar ese comportamiento.
Esa misma noche, Pedro Pérez Delgado escapó de Valencia y se ocultó en Sabaneta de Barinas.
Vendrían nuevas guerras, nuevas aventuras, nuevos fracasos.
II
** Faramallero, parrandero y busca pleitos, Pérez Delgado era el azote en Libertad de Barinas, donde entraba a los bares montado en su caballo, desde el cual libaba ante la mirada de toda la comarca
Preso el Mocho Hernández, la vida de Pedro Pérez Delgado entra en un período de sosiego que lo conduce a la escuela. Pérez Delgado, como todo campesino de aquella Venezuela preterida, era analfabeta, razón por la cual aprender, sobre todo la historia de las revueltas que sacudían el país, era un verdadero milagro.
El bachiller Elías Cordero era el maestro de Sabaneta. A través de él, en un lenguaje coloquial, supo que el general Páez ahora peleaba al lado de los godos. Una definición de revolución tuvo en la “traición” del León de Payara, la mejor imagen para rivalizar con los que estaban contra el nacionalismo.
“-¿Qué vaina es esa José Antonio, tú vas a pelear con esos patiquines que no cagan sino en hoyo y sólo comen con cubiertos? ¿Qué vaina esa José Antonio, qué le pasó a tu gente? Ahí está todo, Catire, eso es lo que pasa, los godos dominan a los caudillos populares y los compran con sus mañas para que sirvan de instrumento.
-¿No ves lo que le pasó a Zamora en la Guerra Federal? Catire como Boves y catire como Páez. ¡Carajo y catire como tú¡ lo envainaron en San Carlos con un tiro de cachito, para que Guzmán y el godaje se cogieran la revolución”.
Esta conversación, recogida por José León Tapia para escribir su obra Maisanta, el último hombre a caballo, relata el profundo resentimiento acumulado desde la Colonia. Si bien Piar fue enjuiciado y fusilado por Bolívar por acaudillar la “guerra de los colores”, que no era más que una guerra racial, en el espíritu del siglo XIX tanto Zamora como Pedro Pérez Delgado defienden la misma tesis, lo que significa que estaban en contra de las ideas de Bolívar quien apoyaba la pluralidad racial. La misma tesis fue teorizada por Carlos Marx y bautizada con el nombre de “lucha de clases”. Es decir, la lucha de clases según las montoneras venezolanas comienza en el color de la piel. Por esa razón, José Manuel Piar terminó llenó de balas en un paredón en Angostura.
-Otra vez la guerra-
En 1901, Pedro Pérez Delgado abandona Sabaneta y se va de nuevo a la guerra.
Los federales se reagrupaban para hacerle la vida imposible a Cipriano Castro, “que había derrocado a Ignacio Andrade”. El corto horizonte de Pérez Delgado no le permitía diferenciar las tesis políticas. Durante mucho tiempo fue nacionalista sin saber lo que eso era. Se confundía cuando veía a los caudillos de la revolución con las manos enguantadas bajo una sombrilla para que sol no los maltratara.
“-Como Matos serían los mantuanos de que me hablaba el bachiller Cordero – le comentó a su ayudante, un sambo de Libertad que se había quedado con él. Como el general Monagas, los héroes de la Independencia que salieron de las tropas de Boves, como también dice el bachi”.
Luis Loreto Lima era el general que lo comandaba en la tropa. Pedro Pérez era capitán. Se trataba de una contienda de lanza contra fusil, por lo que las batallas se perdían. Así le contaba Pérez Delgado a su viejo maestro, el bachiller Cordero en Sabaneta:
“Ya tenía 20 años y era todo un capitán con ascenso en la pelea, pero mal visto por el gobierno que se afincaba en el mando luego del triunfo sobre la Revolución Libertadora”.
Entonces, por todo lo visto y dolido, el ya nombrado “Maisanta” renuncia al tan defendido nacionalismo: “Esa vaina de jefe que no gana no es conmigo y menos jefe mandando de lejos, como lo hace el Mocho Hernández”. Fin del sueño. Ya en una ocasión Pérez Delgado había dicho que él andaba buscando algo en la guerra, algún propósito que no se ajustaba a la visión de país que hoy le endilgan. Por esto podría destacarse el carácter mercenario de las aventuras de este personaje de nuestra pequeña historia.
Todas las batallas en las que hasta ahora había participado el de Sabaneta, las había perdido, y como sueldo de esa experiencia “este machetazo en la cara” que le dejó un negro de la costa barloventeña en una refriega en La Victoria.
-Hacendado y rico-
Un día, sentó cabeza el guerrillero. Montó en las ancas de su caballo a una muchacha e hizo buenas migas con el suegro. Entonces se dedicó al cimarroneo. Acumuló grandes cantidades de tierra y ganado, gracias a sus habilidades de jinete a pelo, semidesnudo en plena sabana.
Asustaba a los comarcanos del pueblo con unos inmensos perros que siempre andaban con él, que según las lenguas eran los mejores del llano. El bachiller Cordero lo oía contar sus aventuras de guerras y asaltos, a la espera de que se encendieran los ánimos bélicos para volver al campo de batalla. Buen bebedor de brandy, no había día en que Pérez Delgado no se alborotara. Era costumbre entrar al botiquín de Ramitos con todo y caballo, y para sacarlo era preciso contar con la presencia de varios policías, quienes lo encontraban frente al mostrador, desde la montura, “echándose un palo”.
A la orden de salir del botiquín, le mandaba a decir al jefe civil de Libertad, un tal coronel Gavidia, que viniera él, personalmente, a sacarlo.
“-Mi coronel, es el capitán Pérez Delgado y le manda a decir que vaya usted a sacarlo.
-¡Ah carajo¡, decile que era jugando...y seguía Maisanta en la parranda con el pueblo todo suyo”.
La figura del faramallero y busca pleitos encontró su horma un día cuando en medio del bar el caballo se cayó y destrozó la mesa de billar. La gracia le costó tres mil bolívares, que para la época era una fortuna. De allí en adelante, Maisanta comenzó a tener problemas con el presidente gomecista del Estado, el general Febres Cordero, quien ordenó desarmarlo la próxima vez que se apareciera por el pueblo.
La orden no se hizo esperar, pero Pérez Delgado, al verse rodeado, se metió en la iglesia con todo y caballo. Recorrió la nave y salió por una puerta lateral. Gritó que andaba sin armas y que el jefe civil era su amigo. Fue registrado y, en efecto, no le encontraron arma alguna. Pero al día siguiente envió a unos de sus espalderos de confianza, el negro Pedro García, a que buscara con mucha precaución en la iglesia y le rescatara el revólver que había dejado escondido.
Las correrías de Maisanta las relataba él mismo, y uno de sus interlocutores era su maestro, el bachiller Elías Codero, que se encargaba de regarlas por el pueblo, con la gracia de quien tiene la juventud como una aventura.
La llamada “guerra de los colores”, tan odiada por Bolívar, seguía siendo el acento de aquellos años de resentimientos encontrados. Muerto Zamora, fracasada la Guerra Federal, quedaba en el país el resabio de un odio sembrado en los ojos de los que no podían acceder, pese a sus fortunas, a los grandes salones de los jefes gomecistas. Uno de estos execrados era Pedro Pérez Delgado, quien se dedicó a acumular bilis en sus relaciones contra los políticos del momento.
III
** La muerte del jefe civil gomecista José Antonio Colmenarez de manos de Pérez Delgado, tuvo origen en una venganza. Colmenarez asesinó a machetazos a un amigo italiano de Maisanta, y éste terminó a tiros y machetazos con la vida del jefe civil.
** “Yo sólo soy revolucionario para que tumbemos al tirano y comencemos a mandar los de abajo”.
Seguía su vida Pérez Delgado con los sobresaltos propios de los pueblos de aquellos tiempos de Juan Vicente Gómez. Su fama de hombre duro mantenía a distancia a camorreros y autoridades del gobierno.
Por el año 1914 vivía en Sabaneta un italiano de apellido Maurielo. Según la crónica de José León Tapia se trataba de un hombre amable, de modales finos y buen amigo.
Gallero de los buenos, el italiano también contaba cuentos y anécdotas que le gustaban mucho a Maisanta Pérez Delgado. Por eso se estrechó la amistad, la cual se fortaleció a través de los juegos de gallos.
“Maurielo fue su amigo inseparable. Pero los gestos desenfadados del italiano y la franqueza de las expresiones, le fueron poniendo mal con el jefe civil gomecista, quien sospechaba de todo aquel que no era como él, bruto y analfabeto”.
Un día, cuando se escenificaba una pelea de gallos, Maurielo echó a pelear un animal suyo con uno de José Antonio Colmenarez, que así se llamaba el jefe civil. El gallo del italiano logró matar al del mencionado jefe gomecista. Se sabía que éste alimentaba sus gallos con la renta que le cobraba a los comerciantes y moradores de Sabaneta.
La discusión no se hizo esperar. Maurielo reclamaba el pago por haber ganado, pero el malencarado Colmenarez se negaba a hacerlo.
“-Eso no se hace, Colmenarez. La palabra en los gallos es sagrada y los compromisos se cumplen- le reprochó el Musiú, con decencia en el lenguaje”.
Pérez Delgado, para evitar un enfrentamiento desventajoso, se llevó a Maurielo. Entonces, tanto la vida del italiano como la de Pérez Delgado quedaron en la amenaza velada que el régimen solía cumplir con sus enemigos. Quiñones, el jefe de la policía, fue quien oyó lo dicho por Colmenarez. Advertido sobre la peligrosidad de Pérez Delgado, el jefe civil ordenó que capturaran a Maurielo en cualquier momento. Y así se hizo. “Lo llevaron a la Jefatura y lo amarraron al instante con un rejo largo y seco. A las cinco de la tarde salió el coronel Colmenarez en un caballo con una soga arrebiatada y detrás, amarrado en la punta, musiú Maurielo, a pie, apurando el paso para mantener el de la bestia”.
-La tumba del italiano-
Y así, al cruzar por el Paso Baronero del río Boconó, uno que llamaban Cándido Díaz vio pasar la escena. Pescaba, pero tuvo que dejar la faena para esconderse y luego dar el parte de lo que hacían con Maurielo. Pasaron varias horas antes de salir de su escondite. Cuando el gobierno se marchó, Cándido se dirigió al lugar donde había escuchado los quejidos del italiano. Entonces llegó a la tumba donde la enterraron, luego de apalearlo y trozarlo a machetazos.
Colmenarez retornó a Sabaneta varios días después. Dijo que había dejado al preso en Guanare, a las órdenes de las autoridades regionales.
Maisanta se enteró de la realidad en La Marqueseña y juró que vengaría a su amigo. Como no podía ir al pueblo a la luz del día, lo hacía de noche. Se escabullía en la casa de su hermana Petra Pérez, quien le contaba todo lo que acontecía. Fue ella quien le sopló que Colmenares tenía un encuentro de gallos en Mijagual. El jefe civil iría acompañado de dos corpulentos espalderos negros. Maisanta los llamaba los toñecos.
Con Ramón Moreno de armero, se fue a caballo hacia la gallera donde jugaría Colmenarez. Se encontró con un vendedor de miel, quien le supo dar razón del jefe civil. Este le dijo que se encontraba en la posada de Felicia Guédez, quien le estaba preparando un sancocho de gallina.
Maisanta agarró al pobre vendedor y lo amarró de un palo. Se vistió como él y se fue hacia la casa donde se cocinaba el sancocho. Se presentó en la noche y se dirigió hacia el lugar de la casa donde estaban los hombres. Entró y le disparó a Colmenarez y luego lo macheteó, mientras Moreno hacía lo mismo con los espalderos.
Huyó hacia el lugar donde dejó al vendedor. Le devolvió la ropa y el burro que éste usaba en su trabajo y que Maisanta también había usado para la matanza, y le agradeció el favor.
Dejó a la mujer encargada del fundo y se unió a las fuerzas del general Juan José Briceño por los lados de Nutrias, quien era el jefe de la guarnición de Apure.
A los dos meses logró entrar a la guarnición como oficial de reserva. Era amigo del general Briceño, quien lo respetaba por su probado arrojo en el momento de la pelea.
“Continuó bajo su mando hasta que Luciano Mendible mató a Juan José Briceño en el cuartel de Calabozo y desde ese día Pérez Delgado quedó libre para seguir su propia fe (...)
Pero la revolución contra Gómez otra vez tomaba cuerpo y el general Alfredo Franco, su viejo amigo de Cojedes, se alzó el año 14 recibiendo órdenes del Partido Nacionalista y valiéndose de recados secretos, logró de Maisanta la promesa de que si atacaba a San Fernando, trataría de sublevar su batallón”.
-Gesto de hombre, de caballero-
Pero no logró su cometido. Perseguían a un León Jurado, quien los atacó en el Yopito. José León Tapia dice que aguantaron cinco horas las arremetidas de Jurado, “con su gente igual que patos reales atravesando la laguna con sólo la cabeza afuera y el máuser entre las manos suspendido sobre la superficie del agua mientras hacían pie firme para acelerar el ataque”.
La matanza fue grande. La gente de los revolucionarios fue diezmada, pero lograron llegar al lugar señalado. Ahogados y comidos de caribes, esa era la escena que los ojos de Pérez Delgado pudieron captar. Hasta Jurado fue herido, así como la jefatura de Maisanta.
“Cuando los revolucionarios entraban a El Viento, el general Jurado, herido, ocupaba el pueblecito vecino de Elorza y hasta El Viento mandó su médico para que curara al general Franco, en otro de sus gestos de coriano bravo y caballero”.
-La revolución, sólo la revolución-
En una de las tantas aventuras de Maisanta, un poco después de lo narrado en líneas anteriores, éste le confesó al Mocho Payara: “-Aunque esta revolución del carajo no logra unificarla nadie, pues todos los jefes quieren mandar y a ninguno reconocen por completo –le decía a quien se había embarcado con él y era su hombre de confianza.
-Esa es la vaina, mi capitán, mientras el gobierno cumple una sola orden, nosotros no nos ponemos de acuerdo. Por un lado Franco, que es nacionalista, y por otro, “Cuello de Pana” con sus liberales amarillo y así cada quien sin lograr un entendimiento.
-¿Y usted qué vaina es, mi capitán?
-Yo no soy nada de eso, Mocho Payara. Yo sólo soy revolucionario para que tumbemos al tirano y comencemos a mandar los de abajo. Esos son los que yo quiero que me sigan.
-Ah, carajo, Pedro Pérez, tú con tus vainas otra vez- le replicó Payara un tanto mohíno y en confianza”.
IV
** La ignorancia, personaje sin dientes que se paseaba por el país, encontró lugar en un anciano con túnica llamado el profeta Enoc. Seguido de campesinos, éste les ofrecía el cielo. Por su lado, Pérez Delgado les prometía el botín de guerra y poder, que nunca llegó
“-Con la falta que me hace el bachiller Elías para que me escriba una proclama –decía con nostalgia-, pues aquí en ese país todo el que se alza lo primero que hace es escribir la suya, pero qué carajo, a falta de proclama le hablo a la gente. ¡Mai santa, que son bastantes”.
El mito de Pedro Pérez Delgado nace en la ignorancia. Es el “héroe” venezolano que apareció de la nada y subió a los estrados de un poder para quejarse de su pasado oscuro.
En la travesía de Maisanta por el río Apure, éste se topa con uno de esos personajes que aparecen, también de la nada, en países de América Latina: se trata de mesías, locos y excéntricos que prometen el cielo o la libertad. En Brasil se dio a comienzos del siglo pasado. De tal personaje el novelista Mario Vargas Llosa extrajo la historia para escribir “La guerra del fin del mundo”, la de Canudos. El perfil del sujeto estaba impregnado de religiosidad. Era seguido por un numeroso grupo de fanáticos con quienes construyó una ciudad inabordable. La locura del personaje enloqueció a un grueso de brasileños que terminó bajo una nube de zamuros luego que fuera enfrentado por las autoridades. El motivo: un nacionalismo morboso.
Pues bien, en la Venezuela de los tiempos de Pedro Pérez Delgado existía el profeta Enoc, también seguido por una turba enloquecida. Así lo relata José León Tapia:
“Hasta la gente del profeta Enoc se vino a formar en sus filas, pues el profeta Enoc con su túnica blanca que no se le ensuciaba nunca, recorría el llano dejando solos los hatos, ofreciéndoles la redención a los hombres y Pérez Delgado les ofrecía la libertad y también el botín en el camino del triunfo”.
Dos maneras de arrastrar masas. La mentira, la usura espiritual se unía a la barbarie de un líder que funcionaba como un pirata, como un asaltante de camino.
El tal profeta era un anciano, quien sombreaba bajo los árboles con sus seguidores. La imagen de ese país es la misma de hoy. Mientras un Presidente predica la liberación con un discurso encendido desde la casa del poder, un grupo de disfraces se estaciona en esquinas a alabar al dios de la revolución. Este país ha sido territorio de estridencias, desde la llegada de los colonizadores hasta estos días de agobio y desmesuras.
-El fracaso, buen compañero-
Maisanta y su gente nunca le pudieron ganar a Juan Vicente Gómez, pero la insistencia en el fracaso se sustentaba en la queja, en atribuirle la culpa de sus males a la mala suerte, a los espíritus, a la pava, a elementos externos, pese a que Gómez había que derrotarlo a como diera lugar.
La batalla de Maisana fue un estruendoso fracaso. La crónica habla de un reguero de muertos bajo el sol del llano apureño. “-Esta vez tampoco pudimos y te puedo jurar que jamás podremos pelear mejor, pero la guerra es la guerra y Gómez tiene lo suyo: armas, dinero y mano libre para quienes le sirven con lealtad, por eso lo defienden tanto”. ¿Ha cambiado algo, no se parece esa declaración de Maisanta a lo que está ocurriendo en este instante en Venezuela?
Así, el fracaso, producto de la traición, tiene imagen en la conducta de los oficiales de Apure, en quienes había puesto su confianza para ir escalando hasta llegarle al Benemérito. Al grito de “hijos de puta traidores”, Venezuela sigue su camino hasta estas horas.
Entre ataques y retiradas, la gente de nuestro personaje recogía el botín de guerra. La revolución tenía su objetivo en la carga que cada uno llevaba en el morral.
Imágenes terribles. En un descanso cuando el estrago apremiaba, entonces se asomó la idea de un condumio, pero no había con qué hacerlo.
“-Doña Petra, ya pasó la pelea y ahora tenemos hambre, háganos un sancocho –le gritó.
-De qué te voy a hacer sancocho, Mocho Payara, si aquí se acabaron las gallinas, comerás muerto, Mocho Payara –le contestó la veja con insolencia.
Enfurecido, el hombre se volteó para la calle y abriéndole un ojal en la oreja a uno de los muertos del gobierno, le dijo a un soldado: -Téngame aquí –y con su único brazo dejó caer el machete cercenándole la cabeza al cadáver.
Guardó el sable destilante dentro de la funda en su cintura, agarró la cabeza que colgaba por el ojal en la mano del sorprendido soldado, se metió en la cocina de su enemiga y dejándosela en el fogón le gritó con sorna:
-Si quieres hacerlo de muerto, aquí tienes la cabeza y salió de la casa pasándole por un lado a la vieja Petra Julia que se debatía en convulsiones de terror y asco”.
El general Gómez continuaba imperturbable en el poder. Las matanzas en los campos y pequeños poblados no paraban. La Venezuela del Bagre tomaba el rumbo cierto de acabar con los caudillitos, pero aún faltaban muchos muertos, mucha pobreza y mucha espera.
El Mocho Hernández, como Payara y Maisanta, también Funes y Arévalo Cedeño, perseguían una gloria que se quedó en ilusión.
La guerra del Masparro fue parte de una carnicería que aún esperaba por nuevos calendarios, pero el fracaso, la arquitectura de la muerte, seguía revelando que lo que se jugaba el país era una larga dictadura, una pesadilla que acabaría con los caudillos, la poca vida civil y la entrada a la modernidad que, finalmente, llegaría coja con los huesos de los alzados en mazmorras y cementerios.
V
** El filo de los machetes cortó con ira los cuerpos de los soldados del cuartel. Entonces la muerte protagonizó su extraña presencia, la que invocaban los hombres de Maisanta, desnudos como cochinos, cubiertos por la sombra de la noche.
** Las campanas de los pueblos doblaban a muerto, mientras las fiestas patronales revelaban la vitalidad religiosa en medio de la matanza.
Al grito de ¡Viva la revolución, abajo Gómez¡, Maisanta y sus hombres cruzaban pueblos desiertos, donde la calina y el silencio hacían más misterioso aquel país de comienzos del siglo pasado.
El terror impuesto por Pedro Pérez Delgado mantenía a los pobladores en constante zozobra. El miedo, dibujado en los apellidos Arvelo, Tapia, Febres, Encinozo y Jiménez, descargó la fusilería contra un grupo de burros y vacas en la creencia de que se trataba de un ejército de revolucionarios. Mientras tanto, mientras el pueblo se mantenía en vigilia, los soldados del gobierno estaban escondidos en los mogotales más cercanos del pueblo, sin comer, dormir y beber.
Pasados los vaporones, los soldados emergieron del monte muertos de hambre y sed. Hubo uno que reventó un caballo porque estaba amarrado. Espuelas y golpes para que arrancara a correr, pero en lugar de trotar cayó muerto, con el jinete encima.
La muerte se hizo presente en la tropa, constituida por andinos que no sabían nadar y que se hundieron en las aguas del río Santo Domingo. Muchos fueron encontrados aún agarrados de las manos. Derrotado por el terror, el gobierno local no salía del pánico.
“-Díganle al general Jordán que como castigo por esa derrota, pase directo a Maracay a informarle personalmente al general Gómez lo que pasó en Nutrias –ordenó don Isilio, abotagado y rabioso, esa tarde de pena”.
Pero el fantasma del miedo no se agotaba. Los rumores paraban los pelos. Las bromas de los menos aturdidos no se hicieron esperar. Uno, que llamaban Lino Traspuesto, amarró con una cuerda de las campanas de la iglesia unos burros. Cada vez que los asnos trataban de librarse del yugo, las campanas doblaban a muerto, como si Maisanta estuviese haciendo entrada en el pueblo de Nutrias. A la mañana siguiente todo el pueblo hizo maletas hacia Barinitas.
Una información calmó los ánimos: Maisanta estaba muy lejos. Iba camino al llano adentro. Las maletas y cajas de caudales volvieron a sus rincones.
-Los muertos de Puerto Nutrias-
Mientras los asustadizos habitantes reacomodan el miedo y los bártulos sacados para alejarse de la llegada de Maisanta, éste vadeaba para llegar a Elorza.
De los vapores “El Apure” y “El Arauca” bajaron mil hombres con refuerzos del gobierno, al mando el coronel Godoy, quienes remataron con saña a los heridos dejados por Pérez Delgado, que habían sido escondidos en las casas de los vecinos.
Los árboles eran “adornados” con los cadáveres y los cómplices corrían igual suerte.
Mientras Petra Julia se refocilaba con el coronel Godoy, debajo de la cama estaba el mensajero Fidel Betancourt, a la espera de que terminara el forcejeo sexual para huir de ese lugar de muerte.
Más allá de las escenas anteriores, bien lejos en el monte, Payara hacía entrada en un fundo donde mató dos vacas para alimentar los cincuenta hombres que lo acompañaban. “Estos pocos hombres son suficientes para enfrentar a los de Gómez”, se ufanaba el guerrillero.
A la mañana siguiente, Payara se llevó los caballos de quien le había dado posada y comida. “Son para la revolución, paisano”, dijo a punto de saltar sobre la silla de montar.
Diez días de marcha, entre hambre y dolores musculares. En Elorza, con Maisanta presente idearon una manera de tomar por asalto el cuartel.
“Treinta hombres desnudos y caminando en cuatro pies invadieron las calles desde donde se vislumbraban las primeras casas del pueblo”.
Hablaban de cómo hacerse de los “peseros” de la cochinera para poder asaltar a los del gobierno. El chiquero estaba al lado del cuartel, lo que representaba un gran peligro, pero según Pérez Delgado esto los favorecía. “¡La noche está tan oscura que no la corta un cuchillo, y al estar enfrente, ¡pá dentro todo el mundo y al machete sin compasión¡”.
La onomatopeya los ayudaba. A la voz de “coche, coche, coche”, se aproximaban a los cerdos. A la voz de alerta, Maisanta les dijo que quien estuviese vestido debería ser cortado a machetazos. “-Coche, coche, coche, ya estamos pasando, sigan calladitos; de vez en cuando una roncadita como si fueran cochinos; así, así, así es como es”.
Los “cochinos” lograron entrar al recinto militar y pasaron por el hierro de los machetes a los soldados del cuartel. “Sesenta cuerpos vestidos y muertos y treinta hombres desnudos y ciegos de ira mortal. Los otros hombres del gobierno se fueron por los solares sin ni siquiera disparar un tiro, pues la sorpresa no se los permitió”. En ese evento, guarimba muy propia de Maisanta, murieron también el coronel José Colmenares y el “Sute” Márquez, hombres de Pérez Soto, según la cita de pie de José León Tapia.
Cuando los “cochinos” se pusieron de pie, la muerte no era anuncio: machete y machete y muchísimos cadáveres. Entonces, la sangre se hizo la protagonista a la luz del día.
Funcionó el factor sorpresa, funcionó que la cochinera estuviese al lado del cuartel. Funcionó el engaño, la obra de teatro en la sombra. Pero sobre todo, funcionó la muerte en el filo de los machetes. En el odio cargado de la tropa de la revolución.
Más tarde se vistieron y celebraron en el pueblo con las campanas de la iglesia donde se realizaba la fiesta patronal. Allá, a lo lejos, en un cuartel militar, las moscas y los gusanos también hacían su festín.
VI
** La frontera colombiana, donde el río Arauca tiene doble nacionalidad, era refugio de revolucionarios y asesinos. Allí, Pérez Delgado y su gente medraban entre los muertos que le tocaban y las fiestas para celebrar con tragos, mientras una urna imaginaba un país.
Matar a un hombre para luego tomarle el café no es cosa común en estos días, pero en aquellos de violencia federalista, revolución amarilla o nacionalista, era práctica de odio y para la celebración.
Y aunque el cobro de cuenta o pase de factura baila a ritmo suelto, cuesta ver a alguien festejando con aguardiente la muerte del otro con el mismo ánimo de matar. Se ha visto en el mundo político. En el del pasado y éste de ahora cuando por no pensar como piensa el poder, es motivo para sacar de circulación –medio vivo o muerto- a ese otro que carga con los apelativos de oligarca, escuálido o golpista, motivos suficientes para acusarlo y dejarlo fuera de nómina o del camino.
El mundo de Pedro Pérez Delgado andaba por esos andurriales de la violencia y el odio, que si estaban bien fundados era motivo para la reflexión. Matar era un testimonio para reflejar que se estaba en este mundo mientras los tragos subían al piso superior de la borrachera. “El muerto al hoyo, el vivo al brollo”. Así era el canto, fúnebre por demás.
-Un disparo desde la barranca-
Enterado de que lo iban a matar, Maisanta preparó la emboscada para llevarse en los cachos al emisario de Juan Vicente Gómez, que venía a cortarle la vida. Entonces, se cubrió con una cobija para esconder las manos y el arma. Esperó que la canoa asomara en la curva para despachar a quien se aproximaba con el mensaje de la muerte.
“-¡Mai santa, Mocho Payara,¡ tal como te lo describieron, ese es Colmenares; pero ¡carajo¡ es el mismo de Sabaneta.
-Sí, es ése; mírale la pinta de guate que tiene –contestó Payara, tan asombrado como su jefe”.
Los dos hombres se encontraron en la orilla.
“-¿Con que tú eres Colmenares? ¿Por qué carajo no te moriste?
-Para servirle, señor; porque ahora el muerto será otro”.
Entonces, como en las películas mejicanas, ambos desenfundaron, pero Pedro Pérez Delgado lo hizo primero y le enterró un tiro a Colmenares en el pecho. El cuerpo cayó al agua y fue arrastrado por la fuerza del Arauca. Maisanta se quedó viendo el último viaje de Colmenares, cuyo cadáver se hacía más lejos desde el mirador de la barranca del río.
La celebración de Payara y Pérez Delgado se oía en medio llano, entre chanzas y carcajadas.
Como la muerte ocurrió del lado de Colombia, Maisanta se acordó en la tarde que tenía un velorio en Venezuela: “Vamos a pasar las maporas para visitar al muerto”.
Dice el relato que esa noche fue entre botellas de brandy, café y parranda. Fue un velorio tranquilo, sin estragos de violencia, por el respeto a Colmenares, que estaba muy serio en el cajón, y el temor a Maisanta y sus hombres.
La mañana los agarró cruzando el río hacia el país vecino, para evitar que las fuerzas de Gómez le cobraran la muerte del emisario.
-Bandidos de ambos lados-
En el Arauca colombiano se refugiaban los exiliados de Venezuela, pero también imperaban las bandas armadas, el contrabando y el crimen. Allá se refugiaba Maisanta, entre asesinos y contrabandistas. Un día, el coronel neogranadino Humberto Gómez tomó por asalto el puesto de matanza de garzas a las que le quitaban las plumas para venderlas a los modistos franceses. A la llegada de Gómez, todas las garzas que estaban en la corriente recibieron una lluvia de plomo. Las aguas del Arauca se tiñeron de sangre, y los presos del gobierno fueron arreados hacia el cuartel. En la vanguardia iba Gómez, quien sin identificarse le arrancó la cabeza al oficial de guardia de un machetazo. En medio de los presos estaba la banda del coronel. El comisionado del Arauca, general Escallón, recibió un tiro en el vientre. Herido por Gómez, fue rematado por el sargento Velazco.
“Desde ese día, Arauca fue de la revolución”.
Entre vivas a los amarillos y muerte al dictador de Maracay, Maisanta se dedicó al robo de caballos en los hatos cercanos.
Pero el coronel Gómez cada día se hacía más déspota. Sus hombres asaltaban, robaban, violaban las mujeres, todos “amparados en la revolución”. A tanto llegaban que no les dolía colgar por el cuello con los ganchos del mercado de Arauca a los soldados enemigos. Una verdadera carnicería de la cual salían beneficiados los zamuros y los caimanes. El pueblo vivía asustado. El terror había tomado las calles.
Los que ya no estaban de acuerdo con las tropelías de Gómez huían hacia Venezuela, pero ya el jefe civil de El Amparo había sido informado por el mismo Gómez y los escapados eran atrapados. Entonces, Maisanta huyó hacia la sabana dispuesto a regresar para derrotar al coronel colombiano. Pero un batallón del vecino país lo destrozó y hubo tranquilidad de nuevo en la zona del Casanare. No obstante, los prisioneros de la banda de Gómez sufrieron los rigores del general García Araujo, quien los marcaba con hierro candente, el mismo de marcar las reses. Una “H” que quedaba tatuada en el lomo de los pobres hombres. Por su parte, los exiliados fueron puestos tras las rejas. Triunfaba el general Juan Vicente Gómez por mampuesto.
-Maisanta, preso en Colombia-
Maisanta continuaba en el otro lado, entonces el gobierno mandó a una “sagrada”, como llamaban a los espías y torturadores del régimen, a matarlo. La recompensa eran un revólver y mil bolívares para cada hombre, “además de 25 mil para el asesino”.
Con las instrucciones del caso, salió la comisión. Los militares colombianos le permitieron a los venezolanos entrar al otro país y asaltar el campamento de Maisanta. Se salvó de chiripa. En ese asalto quedó muerto un sobrino de Pérez Delgado de apellido Quintero, además de otros hombres que lo acompañaban. Maisanta logró vengarse del asesino, uno a quien apellidaban Lessman.
“-Desde hoy estamos de malas con nuestra madre Venezuela y la tía Colombia –hablando siempre en sentido figurado”, escribe Tapia que dijo Maisanta.
Una orden de Juan Vicente Gómez desde su sesteadero de Las Delicias en Maracay ordenaba poner a buen resguardo a Pedro Pérez Delgado. Eso fue el 31 de marzo de 1919.
Fueron llevados atados de las manos hasta la prisión de Tunja. La prensa libre colombiana comenzó a atizar sobre la prisión de los venezolanos.
Pero no era recomendable entregarle los presos a Gómez, por lo que pensaron fusilarlos, “para que mueran más rápido”, decía un periódico de Bogotá.
Gracias a los buenos oficios de un cura, a quien nombraban Carvajal, pudieron escabullirse. El sacerdote, partidario de la revolución, les llevaba cada vez que entraba como capellán varios cuchillos escondidos en la sotana. Así, reunieron cincuenta “hierros”. Hasta el oficial que les daba el café se escapó con los venezolanos. Eran 25 hombres.
De nuevo, los esperaba el lado venezolano, donde el infierno del gobierno y el infierno de la revolución se resolvían entre cadáveres. Los tiros y los machetazos eran el mejor lenguaje para sobrevivir.
VII
** Arévalo Cedeño y Pérez Delgado, enemigos jurados. El vallepascuense juró con pegarle un tiro a Maisanta.
Del lado colombiano las amenazas de invasión para tratar de derrocar el régimen de Juan Vicente Gómez, eran frecuentes. Uno de estos conspiradores era Alfredo Franco, quien se había exiliado en el país vecino y hecho fortuna gracias a la cría de ganado vacuno.
En el hato Los Orejanos, de Franco, trabajó Maisanta un tiempo como ordeñador.
En las faenas del campo, Pérez Delgado no aflojaba la idea de regresar a Venezuela a hacer la guerra. Un día le llegó carta al general Franco proveniente de Nueva York, en la que se ordenaba prepararse para “coordinar con Arévalo Cedeño un nuevo plan de ataque”.
En el hato Las Margaritas, del lado del Arauca venezolano, se reunía la tropa revolucionaria. Hasta allá se llegó Maisanta, luego de cinco días de camino. El tránsito, accidentado por haberse encontrado con un tigre que trató de devorarse un buey, nuestro personaje se encontró en el mencionado sitio con Juan Rodríguez. Acordada la reunión con los guerrilleros, al día siguiente, Pérez Delgado se incorporó al grupo donde estaban Emilio Arévalo Cedeño, Carmelo París, Julio Olivar, Marcial Azuaje, a quien apodaban “Cuello de pana”, y Pedro Fuentes, “Quijada de plata”. Eran los jefes nacionalistas, dirigidos por París.
La voz de Patria y Revolución funcionaba como santo y seña.
-La enemistad de Arévalo Cedeño y Pérez Delgado-
Llegado al lugar acordado en Colombia, Maisanta entrega al doctor París la carta de recomendación del general Franco, donde habla de las bondades guerreras del nacido en Sabaneta. En medio de la discusión se hablaba de enfilar hacia Río Negro para acabar con el coronel Tomás Funes, pero Maisanta proponía atacar San Fernando de Apure. También se dirimía si las armas de los distintos jefes pasarían a ser manejadas bajo las órdenes de Emilio Arévalo Cedeño. Hubo disgustos por esta idea, hasta que Arévalo Cedeño le levantó la voz a Pérez Delgado y éste replicó que a él nadie le gritaba. A tanto llegó la ira que el general llanero de Valle de la Pascua, pequeñito y enjuto, amenazó con pegarle un tiro a Maisanta, quien se alebrestó. Pero todo se calmó. Al día siguiente, temprano en la mañana, salieron para Río Negro, con el general Arévalo comandando.
Pero las cosas se le iban a enredar a muchos, entre ellos a Arévalo. Acusó de desertor a Andrés Hernández, un estrecho amigo de Pérez Delgado. Sometido por Rudesindo Márquez, quien le cobraba a Hernández haber sido amigo de Pérez Soto, y en la creencia de que espiaba, fue amarrado a un árbol espinoso, a la espera de un juicio. Pero Márquez estaba borracho y cada vez más empinaba la botella de cocuy. Hernández respondía a las agresiones verbales de Márquez, hasta que a éste se le pusieron las ideas rojas y clavó en varias ocasiones el puñal en el cuerpo indefenso de Andrés Hernández, quien en la agonía lo acusaba de asesino. Ante los gritos, Arévalo Cedeño corrió hacia el sitio y vio el cuerpo desgonzado de Hernández. Como un crucificado, la muerte se hizo presente en el campamento.
Dice la crónica de José León Tapia que “Ni siquiera enterraron el cuerpo de Andrés Hernández que se secó al sol en la pata del corozo”.
-Funes, un mes después-
Llegaron cerca de San Fernando de Atabapo 27 días después. Entonces Arévalo ordenó que quienes supieran nadar se quitaran la ropa. “Eran dos cuadras de nado entre pozos y bancos de arena”. Otra vez las aguas del río se tiñeron de sangre. De cien hombres que se lanzaron a nado, diez fueron devorados por los caimanes. No obstante, pese a las trabas puestas por la corriente inundada de depredadores y la tupida selva, el 27 de enero de 1921 los hombres de Arévalo Cedeño oían el canto de los gallos de San Fernando de Atabapo.
Atacaron el pueblo de sorpresa. Funes no esperaba esta visita. A veinticuatro horas del asalto, aún no habían tomado el cuartel. Los hombres de Funes defendían sus posiciones con arrojo ante el avance de las tropas rebeldes.
Los hombres de Arévalo se hicieron de un cañón y varias latas de petróleo. Pero el arma no tenía balas, entonces el general rebelde lo rellenó con piedras, latas de sardina, hierro viejo. La descarga dio contra las paredes de barro del cuartel. Una tronera quedó en el muro, pero no pudieron penetrar por el fuego cerrado que provenía del interior. Luego, rodearon el cuartel con aceite de petróleo y cargaron de nuevo el cañón. Pretendían incendiar los alrededores y así atrapar en el centro a Funes y su gente, pero Arévalo pegó un grito y le pidió a Funes que se rindiera. Éste envió un emisario que se reunió con Arévalo.
Funes ofreció a Arévalo todo lo que tenía si le perdonaban la vida a él y a sus hombres: los depósitos de balatá, el parque de armas y el dinero. De no ser así, dejarían que el fuego los devorara, porque no les importaba morir en la lucha. Entonces Arévalo aceptó el trato.
Cuando Funes salió a reunirse con Arévalo, el primero le extendió la mano al segundo. Este último dijo:
“-Todas las aguas de los ríos y los mares no serán suficientes para lavar el crimen de sus manos –y le dio la espalda caminando apresurado entre los aplausos de sus hombres”. Funes se quedó con la mano extendida. Un parque escondido en una casa dio pie para que Funes fuese encerrado a la espera de un consejo de guerra.
Una pizarra, a la que llamaba tarja, contenía una larga lista de nombres. Eran los muertos de Funes.
Un vecino del pueblo relató los horribles crímenes cometidos por Funes, quien con sus hombres mataban a machete y violaban a las mujeres. Escuchado el reporte, al día siguiente, según cuenta Tapia, “les leyeron la sentencia, formaron una parada militar y sin cura que los confesara ni venda que les cubriera los ojos, fusilaron a Tomás Funes y a su oficial Luciano López en la plaza de San Fernando de Atabapo, sin que soltara un gemido ni pidiera piedad a nadie, a pesar de que el capitán Marcos Porras tardó bastante para dar la orden de fuego después que el pelotón apuntaba con sus fusiles, varios de ellos en manos de hijos de las víctimas de Funes que pidieron participar en el acto. Eran las nueve de la mañana de un 30 de enero de 1921, cuando ya el sol comenzaba a calentar”.
VIII
** Los muertos eran el paisaje del día. De noche, los vecinos de los pueblos arrastraban los cadáveres hacia las improvisadas sepulturas.
** Finalmente, de fracaso en fracaso, Pérez Delgado fue apresado y condu- do a prisión con sesenta libras de hierro en los pies.
Entre los tantos lugares en los que se escondió Pedro Pérez Delgado, estaba una indiada de San Fernando de Atabapo. Eran tiempos en que el general Arévalo Cedeño hacía campaña en esa zona del sur del país, luego del fusilamiento de Funes. Se enchinchorraba bajo una mata. Silencioso, triste por la falta de acción, se le acercó el cacique de la comunidad.
“-Blanco triste porque no tiene guerra, blanco no es hombre de paz, blanco debe hacer algo porque hombre que no habla se vuelve loco”.
La voz del indio dio en el clavo de las cavilaciones del “Americano”, que así mentaban a Maisanta, por lo blanco de su piel y el color de sus ojos. El de Sabaneta le dio la razón al jefe.
Un día, luego de otras conversaciones con el cacique, éste le regaló una indiecita, una muchacha como de 16 años, para que el catire Maisanta se refocilara y le volviera la sonrisa a los labios, como decía el indio.
Entonces, Maisanta se “pegó” de la indiecita y sintió temor. El Mocho Payara le advirtió que tuviera cuidado, porque las indias solían echarle polvo de piapoco en la comida para que no las dejara el hombre. Maisanta no sabía lo que era el piapoco, entonces le preguntó a la muchacha. Esta le explicó que se trataba del polvo del pico de un pájaro que canta “piapoco, piapoco, piapoco”.
En vista de que le gustaba más la india, le comentó a Payara que creía haber tomado piapoco. Entonces decidió marcharse. La india le dijo que se iba y la dejaba preñada. Maisanta la miró: “-Qué vaina, Candelaria, guárdamelo para cuando vuelva y no tendré que buscarlo mucho porque seguro que saca el ojo como el mío y por el ojo lo encontraré aunque se esconda entre la gente”.
Y así, se fue. Por supuesto que se refería a la criatura que la india llevaba en el vientre. Es decir, la brujería lo corrió de esos paraderos.
Más tarde, corrido el monte, el Americano Maisanta Pedro Pérez Delgado se reunió con los verdaderos jefes de la revolución: el doctor Roberto Vargas, “el tuerto”, porque tenía un ojo blanco, muerto, sin visión, y el doctor Carmelo París. Ambos, universitarios y con mucho dinero, sostenían la guerra.
En su autobiografía Libro de mis luchas, Arévalo Cedeño cuenta la entrevista entre él, Vargas, París y Maisanta. La reunión se dio en Puerto Carreño. De allí salió que se concentrarían en Caicara, “con el ejército triunfador de Río Negro”.
Corría el año 21. Con armamento y aperos nuevos, además de los dineros que le quitaron a Funes. Comenta Tapia que las morocotas se veían abultando las fajas de la cintura de los jefes.
Entre discusiones por el lugar a atacar, si Guasdualito o San Fernando, se decidió por el primero. Eran mil doscientas almas que salieron a matarse con los hombres del gobierno de Gómez. Se enfrentaron en los médanos llaneros a Hernán Febres Cordero y Tovar Díaz. Lograron encerrar a Febres Cordero. La guarimba de la mentira estaba montada con Febres Cordero, quien se hacía pasar como del grupo del Mocho Hernández. No entraron en batalla, pero se desmoralizaron los hombres. Derrota segura.
El 18 de junio estaban cerca de Guasdualito. Entraron 300 hombres de Pérez Delgado con la muerte en los ojos y en las plumas de los zamuros. Fusiles y machees para matar y luego destajar.
“-El que se devuelva, así sea yo mismo, por cobarde o porque le entra el miedo de golpe, primero plan con él y si se resiste, me le cortan la cabeza”.
Al final de la contienda, pudieron contarse más de cuatrocientos muertos.
Cuanto el cuartel estaba rodeado, a punto de caer, entre insultos de lado y lado, Arévalo Cedeño le pasó un papel a Maisanta donde el general Ramírez ofrecía entregarle el cuartel y pasarse a la revolución si le perdonaban la vida.
“Al terminar la lectura habló Maisanta:
“-Qué carajo importa una traición más si en este país todos lo hacen.
“Pero Roberto Vargas no se dio cuenta del sentido de estas palabras”.
Tres días duró la batalla. Los muertos apestaban. La gente salía de las casas y arrastraba los cuerpos que podía hasta el monte. Los lamentos eran muchos.
Cuando finalmente las puertas del cuartel se abrieron, previo al flamear de una bandera blanca, el general Arévalo Cedeño esperaba en el medio de la calle. No obstante, fue firmada la rendición que se cumpliría en la mañana, lo que no le gustó a Maisanta, quien se paseaba entre los muertos. Al ver la cara amoratada del cadáver del capitán Cincinato Larrarte, muy amigo de él, los ojos se le llenaron de lágrimas, pero la rabia se asomó porque no quería esperar para entrar al cuartel.
La noche era ruidosa: la muerte se movía hacia las improvisadas sepulturas.
En medio de estos trajines, llegó el anuncio de que se aproximaban tropas del gobierno. Unos quinientos hombres venían a reforzar a los del cuartel.
Se retiraron los revolucionarios para evitar quedar entre los tiros del cuartel y de los recién llegados. Maisanta tenía razón al maldecir. No le habían tomado la palabra de no esperar más para derrotar al gobierno en su propio patio.
Entonces, luego de repetir lo que había aconsejado la noche anterior, se arrodilló en medio de la calle de Guasdualito donde se hizo la reunión. Gritó:
“-¡Maldita sean los doctores y todo aquel que aprovecha la guerra para ver si llega arriba a costillas de los de abajo”. Así, besó la tierra, maldijo de nuevo a los doctores y juró que no andaría más con ellos.
Se le vio irse hacia Cazorla, con los 22 hombres “sagrados”, capaces de vencer al enemigo más poderoso, como él mismo decía. Se fue a las sabanas de Apure. Por su parte, Arévalo, París y Vargas se escondieron en Colombia.
El gobierno llegó al lugar de la batalla e hizo lo que tenía que hacer, fortalecerse a través del terror.
Llamado por Febres Cordero, Maisanta se dedicó de nuevo a la venta de ganado. Pero el trabajo honrado duró poco. El 22 de mayo de 1922, un anciano general de 80 años, llamado Parra Pacheco, invadió a San Fernando. Lo comandaba el doctor y general Carmelo París, uno de los “carajos” que Maisanta había insultado. Pero ese ataque también fracasó. De allí tomó Parra hacia Nutrias, “donde le dispersaron la gente”.
Pero el general Parra estaba muy viejo y enfermo. Escondido en una casa lo encontró el coronel Zabulón Crespo, metido en un escaparate. De allí lo sacaron. Se lo llevaron en una mula y lo encerraron con grillos en los tobillos en La Lechuza.
A todas éstas, Pérez Delgado sabaneaba. Enterado de la captura del anciano guerrero, no dejó de sorprenderse, como adivinando lo que a él le esperaba. Fue mandado a buscar por Febres Cordero. “Estaba en el baño desnudo cuando llegó la comisión”. Con un par de bolas de hierro lo pasaron para la cárcel de San Fernando. Arrastraba sesenta libras con los pies.
“Al otro día por la mañana se presentó el Mocho Payara ante la guarnición del cuartel, entregándose como preso voluntario para no abandonar a su general”. Así lo narra el escritor y cronista José León Tapia.
Imágenes tomadas de:
http://wilberareciodavila.blogspot.com/2009/02/las-lineas-de-chavez-no-8-la-maisantera.html
http://psuvelhatillo.blogspot.com/2009/11/hace-85-muere-pedro-perez-delgado.html