Rafael
Lara-Martínez
Tecnológico
de Nuevo México
Desde
Comala siempre…
Esta
gente es la madera afro-americana… Miguel
Ángel Ibarra
La
lectura de Cafetos en flor
(1947) de Miguel Ángel Ibarra sugiere una doble enseñanza. No hay
historia sin supresión de archivos. No hay testimonio sin mirada
retrospectiva de un pasado revocado.
Ibarra
nace en Atiquizaya, en el departamento de Ahuachapán en El Salvador
en 1902. En la década de los veinte y treinta, se desempeña como
líder sindical en la Federación Nacional de Trabajadores de El
Salvador (FNTES y en la Federación Regional (FRTES)). Participa en
la Universidad Popular de Ahuachapán y también milita en el
Socorro Rojo Internacional (SRI), donde conoce a “Augusto Martí”.
Empero,
su militancia “democrática y popular” no le basta para que la
historia del siglo XXI escuche su deposición testimonial. Para
hacer ciencias sociales, hay que tachar. La historia es bastante
selectiva sobre los sujetos con derecho a testimoniar sobre un suceso
histórico. Ibarra no aparece mencionado en ningún trabajo sobre
1932.
Su
experiencia de vida en Ahuachapán, su lucha por los derechos de los
trabajadores en el occidente del país, su exilio guatemalteco y su
cárcel a la víspera de los sucesos de enero de 1932 y años
siguientes, los escribe en el México pos-cardenista. Hay un desfase
del hecho vivido (1932) a su recopilación (1947). Toda experiencia
de vida se conjuga en el pretérito sin ninguna “urgencia por
testimoniar”. “Mis ojos vieron mucho”.
II.
La
excusa para suprimir su auto-biografía de todos los libros de
historia será simple: su difícil acceso. La novela de Ibarra sólo
la catalogan El Colegio de México y la Universidad de Calgary en
Canadá. Pero tal pretexto valdría si se tratara de un caso
excepcional.
La
cuestión crucial para la historia del siglo XXI es que la quema
sistemática de los archivos define su práctica acostumbrada. Como
sección privilegiada de las ciencias sociales, la historia obra
según una convención rigurosa. Hay que tachar toda documentación
primaria inconveniente. Interesa ofrecer una visión coherente y
elegante del pasado. Interesa acomodarlo a la política de la
memoria en una actualidad antojadiza.
Para
el período que comenta la autobiografía de Ibarra —el despegue
violento del martinato (1932)—la convención de la historia
salvadoreña resulta sencilla e implacable. Hay que suprimir todas
las publicaciones oficiales y las revistas culturales autónomas de
la época.
Los
periódicos más obvios —el Diario
Oficial y La
República. Suplemento del Diario Oficial—
los censura la historia del siglo XXI. El pacto científico habla
del general Maximiliano Hernández Martínez (1931-1934; 1935-1939;
1939-1944) sustituyendo las fuentes primarias por los prejuicios
actuales. Hay que hablar del martinato sin Martínez.
La
misma supresión afecta a las revistas culturales de la época. De
una veintena de publicaciones culturales —tachadas adrede por la
historiografía del siglo XXI— sobresalen Cypactly.
Tribuna del Pensamiento
Libre de América, y el
Boletín de la Biblioteca
Nacional. Su inclusión
obligaría a considerar que el arte nacional salvadoreño legitima la
Matanza o, al menos, le resulta un hecho sin infamia ni recuerdo
Hay un
imperativo categórico de las ciencias sociales en El Salvador. Hay
que borrar todas las declaraciones teosóficas como las dos citas
siguientes:
Quienes
deciden “lanzarse a desantentadas rebeldías obedeciendo
azuzamientos subversivos [de los comunistas] sólo les dejan saldos
de miseria y muerte” (Cypactly,
No. 19, 31 de julio de 1932).
“Matan
a sangre fría […] los peores asesinos. Por eso merecen condena
eterna todos los hechos sangrientos hace algunos meses ejecutados por
forajidos […] es una dolorosa equivocación creer que el comunismo
se practica segando vidas y arrasando propiedades. Esas doctrinas
que tuvieron origen en el Sermón de la montaña, no son de
destrucción sino de conservación […] Esto lo han ignorado […]
nuestros campesinos por eso han delinquido […] y se dejaron llevar
al sacrificio de su vida” (Eugenio Cuéllar cuyo cuento lo ilustra
Pedro García V., quien diseña varios “cuentos de barro”.
Cypactly,
No. 17, 22 de junio de 1932).
De lo
contrario, “Francisco Gavidia, Salarrué… cuántos y cuántos,
todos los ungidos, las almas luminosas de nuestra patria, [que] ungen
y consagran con sus plumas estilistas las páginas de Cypactly“
(Lydia Valiente, Cypactly,
No. 13, 20 de marzo de 1932). Todos los ungidos serían cómplices
de un régimen que el siglo XXI condena por la Matanza.
Que
condena sólo por sus actos militares, ya que la colaboración
artística —tal cual lo demuestra Cypactly—
el siglo XXI la juzga una manera de resistencia. En palabras de
Salarrué, la resistencia significa acusar a los insurrectos por su
“levantamiento de venganza”, en vez de aceptar “la resinación
del venado indefenso […] el sacrificio” prescrito por “la raza”
(“Balsamera”, 1935).
Sus
“cuentos de barro” más radicales —la restauración de la
comunidad ancestral por el entierro de “botijas”— inauguran la
publicación oficial del Boletín
de la Biblioteca
Nacional en 1932. Se
trata de la obligación del “intelectual en el amplio sentido de la
palabra”, según Quino Caso, miembro del Directorio Militar en
diciembre de 1931. Su publicación oficial consigna el compromiso de
la literatura teosófica e indigenista con el despegue de un nuevo
régimen militar.
“Fue
preciso que la tragedia surgiera, para que supiéramos […] los
hombres de letras […] sugerir ideales” de identidad nacional.
Por un pleonasmo en crasa paradoja, los “naturales” engañados
por el comunismo se naturalizan como salvadoreños gracias al arte
que los re-presenta.
III.
Por
tal razón, la exclusión de Ibarra denuncia una coartada adicional
de la historia del siglo XXI. Hay que suprimir toda militancia de
izquierda indeseable. Su vindicación del estalinismo —luego del
asesinato de León Trotsky (1940)—desluce la imagen que se anhela
recrear del pasado. Ibarra hace de Farabundo Martí un “estalinista”
y de la revuelta una “venganza” contra la represión “burguesa”.
“Yo
conocí al camarada Agustín Martí […] el orientador que nos puso
en contacto con el gran país de Lenin y de Stalin. {Por él aprendí
que] el marxismo es una ciencia y los grandes hombres, creadores de
él eran personas cultas que se ligaron al pueblo: Engels, Marx,
Lenin y Stalin. El comunismo es la perfección de la sociedad humana
[…] entonces [todos] amarán a Stalin”.
“Vi
levantarse la figura justiciera y vengadora de un campesino […] los
campesinos por ese instante vengaron la sangre de sus hermanos […]
Ese fue, el principio, de la revolución […] La noche era negra
olía a tragedia y a sangre […] porque nos persiguen y nos asedian,
nos quieren convertir en criminales” (Miguel A. Ibarra).
Ni
la imagen de un líder de la izquierda salvadoreña, Farabundo Martí,
como maestro del leninismo y estalinismo, menos aún, la de un
levantamiento como reacción “justiciera y vengadora” se adecúan
a la memoria que se aspira recrear del pasado. Por tal motivo la
decisión científica resulta implacable. Hay que borrar. De otra
manera, todos “amarán a Stalin”.
IV.
Asimismo,
para despecho de un país sin grupos étnicos, Ibarra evidencia el
legado de una población afro-descendiente. Más que un país
mestizo, El Salvador se halla dividido en grupos étnico-raciales
cuya filiación determinan la jerarquía social de un individuo.
“Los nativos [son] tratados como esclavos”; “la madera
afro-americana” de Atiquizaya alimenta la etnografía local,
mientras “la mezcla de alemanes […] europeos aventureros”
controla las haciendas.
A la
hora de la revuelta, su descripción cobra un giro inaudito que
resalta el linchamiento colectivo de un “negro” y de su perro
guardián. La “venganza” no sólo se ejerce contra el opresor.
Se practica también en una violencia horizontal, contra otro
oprimido de distinto color de piel: un afro-descendiente.
La
auto-biografía de Ibarra no se ciñe a las exigencias de la historia
científica del siglo XXI. En vez de describir en detalle la
revuelta y el “hay que matar indios y bolcheviques”, relata la
anécdota de una amigo emblemático: Regino, un herrero huérfano de
“origen negro” y su perro Quindinduy. La muerte del
afro-descendiente y el linchamiento de su mascota simbolizan la
colaboración popular, vergonzosa, con la Matanza.
V.
Que el
propósito de la historia sea el olvido y el tachón de la
documentación primaria es obvio. Cito sólo cuatro omisiones
flagrantes que revelan la imagen de un martinato sin Martínez, según
la convención de las ciencias sociales en el siglo XXI: Diario
Oficial, La
República. Suplemento
del Diario Oficial,
Cypactly. Tribuna
del Pensamiento Libre de
América y Boletín
de la Biblioteca Nacional.
Existe una veintena de revistas tachadas adrede que se añadirían a
la lista.
Pero
en nombre de lo objetivo, las publicaciones deben ocultarse. Antes
que la consuma la hoguera de una nueva inquisición, rescato la
experiencia de un afro-descendiente. Esta censura Ibarra la llama
linchamiento de su amigo Regino y de su perro Quindinsuy, en los
albores de 1932. Para la memoria del sindicalista, el emblema de la
negritud sacrificada realiza los hechos.
Hay
que quemar las fuentes primarias para crearse una credibilidad
científica en una historia sin memorias incómodas. En nombre del
pueblo, ni siquiera la experiencia de un sindicalista ahuachapaneco,
militante del SRI, merece una mención. La lapidación de su
“camarada” ciego, “de origen negro”, amerita un olvido más
profundo.
La
historia como ciencia es el teatro de lo reprimido. La escena de lo
suprimido…