Rafael
Lara-Martínez
Tecnológico
de Nuevo México
Desde
Comala siempre…
El
olvido quería abarcar el pasado [pues] es tan amargo el recuerdo
[que] ciertas cosas pertenecen al pasado. Y entonces, ¿a qué
recordarlas? Ramón González Montalvo
Resumen:
Notables historiadores certifican que en El Salvador no hay población
afro-descendiente. Por tal razón científica, sólo en la ficción
se escucha su voz. “Negritud y género” restituye la poética
como manera peculiar de escribir la historia y de concederle un
protagonismo a un segmento representativo de los habitantes
salvadoreños. Si el mito vasconceliano de un mestizaje perfecto
censura toda reflexión sobre “raza e historia”, una visión
puritana suprime toda “historia de la sexualidad” en un país con
una alta tasa de feminicidio. He ahí el dilema actual: acallar la
evidencia en nombre de lo político correcto.
Abstract:
The most classical historians certify that in El Salvador there is no
population from an African-ancestry. For such scientific reasoning,
only fiction represents their voice. “Negritude and Gender”
restitutes poetics as a peculiar manner of writing history and
conferring
a depiction
to an important segment of the Salvadoran people. If the Vascocelian
myth of a perfect mestizaje/melting
pot censures all reflection on “race and history”, a puritanical
foresight
suppresses any “history of sexuality” in a county with a high
rate of feminicide. Such is the current challenge that silences
evidence in name of the political correct.
0.
Historia y ficción
No hay nada
nuevo en la frontera que divide la historia de la ficción. En la
época clásica, el reparto lo establece la oposición de lo
“particular” y lo “general”. Se llama historia el decir “el
mango está delicioso (“qué hizo o le sucedió a Alcíbiades”)”;
ficción, “el mango es delicioso ( “a qué tipo de hombres les
ocurre decir o hacer tales o cuáles cosas”)” (Aristóteles,
Poética).
La primera
disciplina establece un hecho singular y único; la segunda, un
enunciado universal. En Aristóteles, la ley dual de la poética
regula el pensamiento. Lo regula de manera tan implacable que la
actualidad la recita sin citarla.
En el siglo
XXI, la distinción fronteriza la mantiene una policía de aduana en
términos dispares a los antiguos. En efecto, la discrepancia cobra
un sesgo diverso e inédito, pero conserva el antagonismo dual.
Se llama
historia a la verdad en pintura; ficción, a su subversión pese a
que el escritor sea conservador. Las temáticas que la historia
censura, la ficción las recobra como asuntos propios. Uno de sus
propósitos consiste en expresar el retorno de lo reprimido. La
ficción reinscribe la huella que los hechos históricos borran
adrede.
Un ejemplo
típico lo ofrece Pacunes.
Estampas campestres de Cuscatlán
(1973; ilustraciones anónimas) de Ramón González Montalvo
(1908-2007). El libro consta de una breve introducción —ishco,
acaso del náhuat-pipil ix
“ojo, semilla, brote”— y de dieciocho cuentos, dieciséis
nacionales y dos chapines.
Dos temáticas
que ignora la historia social destacan en los relatos, a saber: el
amor y la sexualidad, así como la cuestión racial. Si la raza la
oculta el mito vasconceliano de un mestizaje perfecto, el deseo
amoroso lo esconde el disimulo beato. En El Salvador no existe “raza
e historia”; tampoco existe una “historia de la sexualidad”.
Ambos tópicos
son ficciones para un determinismo sociológico que niega el cuerpo
humano sexuado. Si la raza aflora al revelar el emblema mismo de
Cuzcatlán, el amor lo hace en la relación naturaleza-cultura y en
la vida diaria. Surge en el quehacer agrícola del hombre en una
tierra feminizada que perfora al sembrar. Aparece cada madrugada con
la Nixtamalera, Venus en su versión de estrella matutina.
A la noción
de un cuerpo humano sexuado —“más filosófica que la historia”
(Aristóteles)— la ficción agrega la del mundo. No hay ficción
sin una mundanidad —corporal y terrestre— que siempre enmarca el
hecho histórico.
A
continuación, se desglosan la negritud como emblema de lo
salvadoreño y la violencia sexual como premisa silenciosa de lo
social. Según el epígrafe inicial, la historia en boga aboga
porque su memoria olvide “ciertas cosas” que “pertenecen al
pasado” (Barón Castro (La
población de
El Salvador, 1942/1978), “la
aportación negra no fue muy abundante”). Así se lo impone una
práctica científica selectiva de las fuentes primarias y de las
temáticas a investigar.
I.
Negritud
Para tres
grandes escritores clásicos, la negritud se halla a flor de tierra
en El Salvador. Los documentos primarios excluidos de la historia
social son tan obvios como el silencio que los esconde. Se trata de
Salarrué, Julio Enrique Ávila y el propio González Montalvo.
No importa
que el primero ingrese a la memoria histórica mundial, que el
segundo invente el nombre poético del país, el Pulgarcito de
América, ni que el tercero escriba la “novela campestre mejor
dispuesta técnicamente” (Juan Felipe Toruño, Desarrollo
literario de El Salvador
(1958)).
Importa que
el olvido de la negritud corone la memoria para que haya un hecho
histórico total. La triple referencia a lo africano la refrendan el
sandinismo de Gustavo Alemán Bolaños en El
oso ruso (1944) y el
sindicalismo estalinista de Miguel A. Ibarra en Cafetos
en flor (1947). Ambas novelas
sobre la Matanza o etnocidio de 1932 jamás las citan los más
célebres libros de historia.
I. I.
Salarrué
En primer
lugar, se halla el Salarrué de 1932 cuya única novela la tacha la
historia al referir los eventos ocurridos ese mismo año: Remotando
el Uluán. Si la lectura
habitual invoca una “alegoría esotérica o teosófica”, es
porque niega la presencia de una mujer afro-descendiente en la
mística del autor.
La
espiritualidad del hombre blanco la cimienta el cuerpo sexuado de la
mujer “negra”. He aquí la represión que la ciencia de la
historia le encomienda a la ficción.
“Abriendo
aguas vírgenes […] tras algunas caricias y mimos irresistibles [en
el] fumbultaje musical con Gnarda, perfectamente negra y
perfectamente bella [quien] iba desnuda como toda mujer”, la
coloqué acostada ”en la glorieta del deseo”. Salarrué remota
“el Uluán”; “encantador el viaje” de ingreso “a las
nebrunas sensuales y a las alectaras sensitivas” de “la minería”
femenina. “Se unieron nuestros labios y nos besamos […] desde
aquel día fue para mí doblemente encantador el viaje […] habiendo
llegado una mañana a […] una abertura circular [¿la vulva?] que
tenía el aspecto de laguna”.
La fantasía
consigna que el viaje astral del hombre lo impulsa el sexo de la
mujer. El espíritu viril lo promueve el cuerpo “débil”. Lo
blanco asciende en la medida en que lo negro lo sustenta, en una
obvia oposición complementaria: hombre-blanco-vestido-espíritu vs.
mujer-negra-desnuda-cuerpo.
La etnia,
afro-descendiente, y el género, femenino, son dos ficciones que
completan la historia de 1932. Existe la mujer; existe la
afro-descendiente pese a todo tachón que la memoria histórica
efectúa de los archivos nacionales.
I. II.
Ávila
En segundo
lugar, se halla el nombre literario del país que la historia-ficción
le atribuye a la poeta chilena Gabriela Mistral sin base documental.
Por una clara razón de prestigio literario, se le niega la autoría
a Julio Enrique Ávila, poeta de la primera vanguardia literaria
salvadoreña (Toruño, 1958, Gallegos Valdés, Panorama
de la literatura salvadoreña
(1981)).
Su alocución
poética la declama en la Radio Nacional el 15 de septiembre de 1937
en honor al “Benefactor de la Patria”: el general Maximiliano
Hernández Martínez. Se publica en La
República. Suplemento del Diario Oficial.
El texto lo
reproduce la revista Cypactly.
Tribuna del Pensamiento Libre de América (1939),
que defiende la matanza de 1932 en nombre del verdadero comunismo, el
teosófico, y de la soberanía nacional asediada por “el oso ruso”
(véase ilustración y Alemán Bolaños (1944)).
También lo
reedita Saúl Flores (Ed.) en sus Lecturas
nacionales (1938, más de quince
ediciones), dedicadas originalmente al general José Tomás Calderón
(véase: Toruño, Poesía negra,
ensayo y antología (1953), cuyo
apoyo intelectual al general Martínez denuncia Ibarra (1947) para
refrendar el enlace paradójico entre martinismo y negritud
literaria).
No sólo el
texto de Ávila reclama el símbolo del bálsamo —“el negro
elíxir”— como emblemático del país. Aún más, la edición de
Cypactly
se acompaña de una ilustración de Ricardo Contreras. Una mujer de
origen africano —por su color de piel y sus labios abultados—
personifica la patria salvadoreña.
Si la resina
del bálsamo a penas insinúa el matiz característico del país, la
figura plástica femenina lo vuelve patente. El Salvador no existe
sin una negritud silenciosa que lo exprese. He ahí una nueva
represión de la historia social que aflora en la ficción.
De una “negra
bella y desnuda” —quien le ofrece su “abertura circular” al
hombre blanco vestido— a un rostro ennegrecido y pelo “murucho”
trenzado, el motivo no varía. La mujer afro-descendiente concurre
como figura clave de lo salvadoreño en la ficción.
I. III.
González Montalvo
De los
indicios naturales de lo negro, la descripción transita haca la
huella patente de la negritud en el cuerpo humano según la narrativa
del autor.
I. III.
I. De los indicios naturales…
En tercer
lugar, este mismo atributo africano inaugura la narrativa de Pacunes
(¿sapindus saponaria?,
semilla tóxica) Como semilla y ojo a la vez, de su color “negro”
y “áspero” brotan todas las “estampas campestres de
Cuscatlán”. La negritud es el humus subterráneo que abona una
identidad campesina. Es la mirada furtiva.
La negritud
no sólo instituye el prisma ocular (ix)
que visualiza el campo salvadoreño: “el cristal con que se mira”.
No sólo fija la simiente (ix)
de su fertilidad. También describe a múltiples personajes que
afónicos circulan en ese territorio.
Desde el
principio se aluden indicios a manera de síntomas somnolientos. Hay
un toro cobrizo que desafía el límite de lo humano. Hay otro toro
que afirma la libertad animal ante la tortura que le impone la
civilización.
El “yugo y
la puya” le destinan la muerte en nombre del progreso y de su
rentabilidad. Hay cercos de piedras negras como las semillas de
pacunes.
Hay caballos
retintos oscuros quienes relinchan su protesta. Hay “espíritus
errantes de la noche” en “augurio escalofriante” del retorno
espectral de los antepasados muertos.
Existe una
noche lúgubre, tan oscura que jamás la ilumina la luz de la razón
histórica. Existe la noche y el sueño espeluznante, luego de la
fatiga bajo el sol abrasador en “la cochina carreta de la vida”.
I. III.
II. … Al cuerpo humano
Los indicios
originarios de una “vida negra” los completan los personajes
afro-descendientes, en su mayoría femeninos. La mujer de Toribio es
“prieta”, “negra” como azabache. No se trata de un uso
metafórico de la palabra.
Así lo
confirma “la negra que sacude a su hombre”. Es “morocha y
enfadada” y su “cuerpo sandunguero” se mueve a un ritmo musical
muy distinto a la cadencia de la esposa “blanca” del patrón.
Al son
melódico de “la negra” no se contrapone la utopía de una
sociedad sin raza. En “la negra”, la identidad biológica no
declara una cláusula invisible de los derechos humanos ni de su
libertad. Tal dispositivo bio-político proviene de una ciudad
letrada urbana que confunde la biología con la sociología.
**
Algo le
sucede al materialismo histórico al idealizar la fusión
étnico-racial —el mestizaje— como antesala de la liberación
social (Roque Dalton (El Salvador
(monografía),
1963/1965), “no existe pues en El Salvador un problema indígena”
ni afro-descendiente), A. D. Marroquín (Apreciación
de la independencia salvadoreña,
1974), “El Salvador […] sin pigmentación de piel” ni “pardos’
a la hora de la “emancipación” y J. Arias Gómez (Farabundo
Martí, 1996), “comunidad de
sangre o raza cultural”, etc.). Algo le sucede al diluir toda
problemática étnica y de género en una cuestión de clase.
Un movimiento
telúrico resquebraja los principios del marxismo salvadoreño
clásico al entremezclar lo orgánico con lo social (“marxismo
primitivo” lo llama A. García Linera (“El desencuentro de dos
razones revolucionarias: indianismo y marxismo”, 2007)). “La
doctrina racista a la inversa” presupone que “la tara de la
degeneración […] vincula[da] al mestizaje” se revierta hacia una
“una humanidad sin distinción de raza” (C. Lévi-Strauss (Raza
e historia, 1952)).
La extinción
de las razas y etnias se identifica a la extinción de las clases.
Pero rara vez, la “relación de causa-efecto” se aplica según el
“plano biológico” que haría de toda nación una “monotonía
uniforme” sin “optimum
de diversidad” (Lévi-Strauss).
Los
argumentos liberales de la igualdad racial —¿el mestizaje
absoluto/melting
pot?—
no contagia el ritmo de “la negra”. La negación de la
diferencia étnica tampoco se vuelve un ideal de libertad para los
afro-descendientes. La bio-política de la homogeneidad racial le
resulta ajena a su concepto de justicia social. A una nación (de
nacer),
casi nunca le corresponde una cultura, una lengua, una religión, una
raza, etc.
***
En González
Montalvo, “la negra” mantiene su cadencia y su sueño campesino
en “junio”, “como en enero” agregaría el poeta. Ella no
anhela tinte blanco alguno que le destiña la piel. Tampoco desea
alisarse el pelo crespo ni acentuar su color claro.
Tales
atributos corporales los exhibe la “esposa del patrón”. “Rubia.
Blanca. Primorosa. Toda ella delicada, frágil, como esas flores
traídas de países extraños”, a los ojos de los campesinos que se
remuerden al observar su cuerpo “lujuriante”. Pero a “la
negra” ese semblante físico la tiene sin cuidado.
El verdadero
sueño campesino imagina el derecho a una parcela. “La potranca,
la novilla que se hará vaca y más tarde, el de la yunta de toretes
para labrar la tierra”. La cuestión esencial la determina el
derecho inalienable a la tierra y a su cultivo.
De la
presencia acallada en el 32 —de cuyo liderazgo sindical-estalinista
testimonia Ibarra— a la insignia plástica del Pulgarcito de
América, la negritud culmina en lo cotidiano. La vida diaria
campesina transcurre por el cauce de una simiente afro-descendiente
imperceptible para la historia. Sólo la ficción se atreve a
reportarla. La escritura poética transcribe su afonía rítmica y
sus voces silenciadas (de González Montalvo, véase: Las
tinajas (1935/1956/1977/1994),
novela que de paso describe a campistos “mulato”, “negrito” y
“negro”).
II.
Violencia sexual
¿Y
dónde habís aprendido que una mujer no quiere fuerza? Aunque sea
de mentira le gusta sentirse dominada… la sumisión completa de la
hembra frente al macho que la desea y la disputa [define nuestra
identidad nacional]. Ramón González Montalvo, Barbasco
(1960).
El ideal del
amor lo expresaría “la negra que sacude a su hombre” guiada por
la utopía suprema de arraigarse en una parcela de tierra cultivada.
Empero, este modelo no siempre se realiza en los relatos. La
relación amorosa implica a veces que el olvido intervenga como
mediador de la pareja.
El epígrafe
inicial —la amnesia histórica— guía la reconciliación del
hombre con su esposa al efectuar una tabula rasa de su pasado
bochornoso. Sin esta tachadura, la pareja no cumple su cometido en
el presente ni se proyecta hacia el futuro. El recuerdo es el primer
escollo del amor; el olvido, su triunfo.
Si esa
violencia contra el pasado resulta peligrosa —pero necesaria— la
pasión se agrava al exigir que el hombre se jacte de su
masculinidad. “Los hombres nus curan”, declara una mujer
“prieta” y “negra” quien desafía a su marido a cambiar de
vestido ante su cobardía. “Te vua pasar las naguas y me das los
calzones”.
El
travestismo refiere a un hombre débil quien no desempeña su
quehacer de “luchar a brazo partido” por una mujer. La razón
femenina reclama que el hombre pelee por poseerla y guardarla a su
lado.
“Corvo en
mano”, Toribio defiende su bien más preciado: la mujer.
Exacerbada por la opresión social, la violencia viril entre iguales
acrecienta el desamparo campesino. “Necesito tu sangre”, le
grita a su contrincante, mientras su esposa confirma que “ése era
su hombre”: “macho cimarrón, vengativo y potente”.
La
masculinidad campesina sella la violencia entre iguales, así como su
entrañable amistad. A la lucha frontal por “acaparar las chicas
del valle” y sus “cuerpos morenos —“la crueldad con que la
vida nos ata” al machete vengador— le prosigue la camaradería al
percatarse del engaño seductor femenino.
El desquite
que trama Felipe contra El Cuico concluye en un cariño entrañable
entre los antiguos enemigos. Los reúne el desengaño amoroso ante
una mujer que “coqueteaba con todo el que le hacía el velorio”.
Otro caso
sintomático de amistad masculina —metafórico quizás— liga a
dos trabajadores en un vínculo de “padre e hijo” al “hacer
temblar la montaña”. “Pencón” y cachimbón”, el hijo
adoptivo aprende el oficio viril de talar la selva, de igual manera
que se conquistan mujeres.
No en vano,
“dar fuego a estos” terrenos designa a la letra el sistema
tradicional de roza que quema la vegetación antes de la siembra. En
sentido figurado, nombra el “enamorar mujeres”. “Naguas que me
encabritaban nuestaba a gusto hasta que las levantaba”, el
campesino hace alarde de su virilidad juvenil hoy en el recuerdo.
Presume de la violación sexual y del rapto.
Hay que
jactarse de las “heridas” y de las “cicatrices” impresas en
el cuerpo varonil para obtener un reconocimiento social entre los
hombres. No se es hombre por predestinación biológica. La cultura
imprime su huella indeleble en el pergamino de la piel.
En el cuerpo
vivo de cada habitante se descifra un libro de historia que la
historia llama ficción. “Burrunches de heridas, cada una me
arrecuerda un amor distinto”. En un país con un alto grado de
feminicidio, el abuso sexual constituye un rubro esencial de la
masculinidad.
A la mujer
seductora le corresponde la muerte; al hombre violador, “los
tostones del patrón”. Como lo remata el último cuento, en el
mundo trágico de Centro América, Eros y Tánatos se sueldan en
unidad indisoluble. En un mundo dual, el día y la noche, el goce y
el martirio, el amor y la muerte, etc. se reúnen en una conjunción
de los opuestos que estipula su choque violento y su transformación.
La historia
del amor —escrita en el cuerpo— la historia la olvida. La vida
es un cuento; su representación científica, la única verdad. Una
historia del cuerpo humano sin tapujos parece ser un quehacer de la
ficción…
III. Coda
Hay un olvido
múltiple; un olvido objetivo. Lo peor, hay que olvidar que se
olvida para que el simulacro de las ciencias sociales sea infalible.
Olvido del mundo. Olvido del cuerpo humano. Olvido de la diversidad
racial y étnica, ni indianismo ni negritud, etc. Olvido de todo
deseo. Olvido del amor. Olvido de la mujer. Olvido en la
denegación que olvida. Tales sin varios preceptos que la historia
le lega a la ficción.