Jeroh
Juan Montilla
Las
fotos de “El Chino” Víctor Valera Mora son insuficientes para un encuentro con
seres como él, son necesarios un juego de naipes o una moneda, mucho azar para desfondar
las puertas de la muerte. Le conozco miseria, apenas aquí o allá el jirón de
algún poema, o por boca de Adolfo Rodríguez, la historia de un tipo jugador de
pelota, un hospitalario que cantaba serenatas y bebía cervezas desde los
tiempos de la botella verde.
En realidad esto es preciso, pero es bien poco para
desatar mi lengua, y el problema es que ya “El Chino” se marchó de un infarto,
a la loca, como el caballo que fue, dispuesto a preñar yeguas santas, a salir
de bala tras los glúteos de una quimera. Entonces yo, hombre de a pie, desde
este callejón solo puedo zambullir la nariz en los ochenta kilos de poemas que
son su más vivo rastro. Allí me tropiezo con esta invitación:
“Pero
recoge las páginas/ donde los enamorados escriben cortando con navajas/ revisa
los libros/ busca en las grandes piedras talladas en los manuscritos del mar/
desde Gutenberg hasta las Dos Declaraciones de la Habana/ busca, acumula,
reúne, clasifica/ sal a la calle con la balanza y metro, pesa y mide/ blanco y
negro, amor y olvido, agua y fuego/ filos geográficos y campanadas celestes. /
Al final todo más claro.”
La poesía de “El Chino” es un chorrerón de alambre, de
ese que hinca cuando saltamos la cerca para remojar la boca y las manos en
mujer, y robar así la antigua guayaba que los dioses nos prohíben.
Su poética desaforada es un cerco a las cosas del cemento
y la piel, citadina de pies a cabeza, hecha a ritmo de semáforo mientras el
café de las tres refresca el bochorno y el amigo más próximo nos sepulta en
comentarios hípicos o políticos, sin embargo, allí está el verso de Víctor para
salvarnos de la dentellada del tormento cotidiano, y darnos en sus límites la
tregua increíble. Porque la paradoja está en que tanta preciosa verborrea de
seiscientos kilómetros por hora pueda ofrecernos un nirvana donde la
revolución, la mujer desnuda sobre la estera, y las groserías del vecino,
tengan la misma moldura para apaciguarnos. Nos declara, que a fuerza de descargues,
se sobrelleva la ciudad más el momento que nos compromete, y que con un pie en
el estribo y el otro donde mejor nos parezca, estamos listos para irnos. Por
eso admite que:
“A
seiscientos kilómetros por hora cuestiono todo/ me dejo llevar me gusta cuanto
me sucede/ el animal que soy sobre las catedrales husmeando/ mi desmedido
desenfado mi boca salvaje/ cerrando y abriendo puertas espantosas.”
Y detrás del furor contestatario, la sonrisa del que ha
descubierto que el nudo de la contradicción no nos abandonará jamás, que este
hoy y el mañana serán otra oportunidad para renovar la rebelión contra la
fuerza de la luz o la pesadez de las sombras. Por eso sentencia que:
“Hace
bastante tiempo un incendiario/ absoluto/ fue llamado EL OSCURO/ desde entonces
con algo más que/ fuego se sacian los hombres.”
Arriba dije que “El Chino” era un caballo, debí haber
dicho un centauro, uno de esos que come carne de mujer enamorada, porque estas míticas bestias arrebatadoras de doncellas a
punto de casarse, se meten en la poesía a masticar la suave carne de la amada;
la que abre y cierra un libro de poemas, la mujer que suda en la grupa, la luna
que duerme en nuestra cama y le decimos “querida” junto a tantas cosas
irrenunciables.
“Esta
mujer bocarriba desnuda en la estera llamada adiós llamada vuelta de la
esquina.”
Y así como ancla la mujer en la vida del poeta, otra
figura, plenamente fémina, se cuela trazando frases maduras: la muerte. Llega
con su pompa de conquista, seduce, arrastra con su aire de dama gentil, viene
por él, le ahorra el esfuerzo metafísico de buscarla, y el poeta cede, se
marcha con los ojos nostálgicos y el pecho alegre.
“Si
sale el sol mañana partiremos/ partiremos con la implacable luna/ la hermosa
luna en el puño de la gasa/ la gasa que siempre está a la orden.”
En otro orden, en los textos de “El Chino”, también la
mujer pasa, de excusas y ganas de ella, a copar palabra tras palabra las
cuadras del poema; la revolución sucumbe bajo el eje verdadero de la bohemia,
la “mujer en estrictos paños menores”.
La rockola nivela el despecho cuando el estribillo mexicano hace un sabroso
boquete en la iracundia. Valera Mora es conocido como miembro radical del grupo
“La Pandilla de Lautreamont”, que Caupolicán Ovalles bautizó como “el brazo
armado de la República del Este”. Horda de cañeros dispuestos a la protesta en
el tino de mantener la ebriedad (libertad) en un mundo de sobrios amordazados.
No es gratuito que Elena Vera ubique a “El Chino” en el ámbito de la poesía
“apocalíptica”, “La Pandilla de Lautreamont” es un fiel vástago de ese otro
grupo de los años 60 conocido con el nombre de “El Techo de La Ballena”. Aquí,
en “El Techo de La Ballena”, según Elena Vera, “la poesía es un instrumento de implacable crítica social. Usan el
lenguaje de manera directa, revestido de implicaciones políticas o, por el
contrario, los subvierten mediante la utilización de una sintaxis arbitraria y
desordenada.”
También Juan Liscano, acota el papel predominante del
lenguaje en su sentido más radical en el mejor momento de “El Techo de La
Ballena”, a Valera Mora lo califica de extrovertido, pop, desmesurado,
político, erótico, discursivo, asegurando que, junto al poeta Caupolicán
Ovalles, representan “con rasgos bien
precisos, la posición más extrema en el campo de una poesía de compromiso
político y social”. Valera Mora se destaca por su simpatía hacia un modo de
concebir el mundo, concepción que, en la década de los 60, conoce en los montes
del país su efervescencia, frustración y derrota, difícil es de precisar el
grado de compromiso y de identidad real de este poeta con el movimiento
marxista venezolano. La militancia en el caso de los creadores, casi siempre es
visceral, llena de matices, con una distancia que va de lo amable a la
malcriadez o el divorcio. En Víctor, a ratos, se palpa ese distanciamiento
amoroso sin prescindir de la sospecha, la cosa es hacer uso del arma más a mano
y más evidente para darle duro a la injusticia, la constante ganadora en los dominios
de este mundo. En “Canción del soldado justo” escribe:
“No
voy a pediros/ ¡CAMBIAD DE POLÍTICA!/ No estoy para hacer bromas, / porque en
este país/ los niños son muy hombrecitos/ y el mes de la masacre, Octubre, / lo
llevo atravesado en la frente/ de sien a sien/ como un clavo al rojo vivo.”
En “Con un pie en el estribo” afirma:
“Porque
una noche senté a la/ Tribuna Popular en mis rodillas/ y la sentí amarga y la
mandé al carajo.”
También
en “Cantares Romanos” escribe:
“…el
internacionalismo proletario es un burro de papel/ y con reumatismo para más
vaina.”
Gabriel
Jiménez Emán, califica de especialmente sacrílego el trato de “El Chino” hacia
los valores morales e ideológicos. En sus libros comprobamos una emocionada
disposición a denunciar la injusticia social, a cantar y celebrar la posible
revolución, pero sin cegar su pluma, sin comprometerla en la ambigüedad del
grupo político que le obligue a oscuras solidaridades o tramposos silencios.
Visualizando
rápidamente la parte formal, nos encontramos con el peso verbal de algunos
libros como “Con un pie en el estribo”, o “Amanecí de bala”, donde el lenguaje
oscila entre lo orgásmico y el agotamiento feliz, aquí la sintaxis asume un
rítmico desorden donde el corte brusco de lo temático se logra con la inclusión
del panfleto y del collage. Por ejemplo, una imagen de la mujer amada es
desatendida repentinamente para retomarla luego tres versos más abajo mientras
se habla del imperialismo o de los burócratas. En Víctor se observa de modo muy
claro, elementos de la poesía beat norteamericana, que tienen en Allen Ginsberg
su más idóneo representante, lo cual es mostrado en la recurrencia desesperante
de lo discursivo, con el fin de refrendar un lenguaje marginal donde el mensaje
consiste en el relajo de posturas y roles convencionales. Personalmente
encuentro correspondencia de forma y contenido entre El Chino y Ginsberg, en
versos de este último como los siguientes:
“Estoy contigo en Rockland/ donde abrazamos y besamos a los Estados Unidos bajo
las/ sábanas los Estados Unidos que tose
toda la noche y no/ nos deja dormir.”
Y es que Víctor, no sé, si directa o indirectamente, bebe
como muchos otros de esa corriente de la poesía norteamericana contemporánea,
que hace del poema una barricada contra la hipócrita escala de valores de
nuestras “democráticas” sociedades de mercado.
Ya para concluir, reitero mi complacencia por este
encuentro nuestro, la cita del lector y el escritor. El Chino fue y es un poeta
atado de pies y manos a la rueda de su tiempo, ejerció la vida sin medias
tintas, franco, dispuesto, como buen whitmaniano, a contradecirse si al corazón
le era preciso. Este es el hombre que hoy conozco en esta necesariamente accidentada
lectura de sus textos, la misma no pretende concluirse. Cierro estas palabras
recordando su más rotundo anatema poético:
“de
posteridad seré llamado/ el impecable caballero de las tinieblas.”