Jeroh Juan Montilla
Entre los varios libros, en los cuales afano mí día a día lector en estos momentos, está la novela “Los caballitos de Tarquinia” de Marguerite Duras. Como grato y sagrado lugar común de toda su obra en esta también asistimos a percibir los celajes del fantasma de la autora, la vemos deambular sobreimpuesta por ráfagas narrativas en la carne y haceres de algún personaje, es un desdibujo fascinante, lúdico, para mí es como caer bajo el espejismo de Proust pero tres piso más arriba, no hay duda. Es el logro de la economía expresiva y argumental de la Duras frente a esa plenitud proustiana de selva vivencial, farragosa y adictiva. Un mismo acierto por caminos inversos. Ese hilado en zigzag sobre la trama de la memoria, el ir deformando o trastocando, a fuerza de ficción, lo biográfico, hasta reconocernos literariamente en lo irreconocible, eso nuestro que no compete a los marcos de la identidad. Mi enlace devocional con Marguerite Duras está en su decir, la manera en que frasea produce en mi los mismos estados de ánimo que me provocan las lectura de Heidegger y de Hegel. Paradójico, una novelista al mismo nivel de dos filósofos o viceversa. Mi asunto con estos tres autores no es cuestión de historias, argumentos o razonamientos en sí mismos sino que es la corteza formal de sus textos, es la piel, es la superficie de sus palabras. Es un auténtico encuentro con el arte perdido de la elocuencia, es percibir reveladoramente la textura de lo escritural sea para contar o argumentar.
Un detalle. El título de esta novela me remite a mis años adolescentes, de estudiante hurgador de textos y enciclopedias de historia del arte. El encuentro con aquellas grandes láminas, con su primerizo e inolvidable olor a tinta y la imagen de aquel par de caballos alados, el alto relieve de unos animales en ocre y en trote, con alas desplegadas, pero que dan la sensación de que nunca podrán abandonar la región del mármol, que era inútil su preciosa arrogancia, que aun el peso inexistente del frontón del templo del ara de la reina domaba irreversiblemente la altivez mítica de aquellos nobles caballos etruscos. Pero de todos modos hay que intentarlo, hacer como sí. Como si lo fragmentario pudiera concederles la libertad. Esa totalidad. Eso es el arte, solo una pretensión, la inevitable necesidad de lo infructuoso. Todos en la vida somos unos caballitos de Tarquinia, remitidos siempre al rigor de un conjunto, de una monumentalidad ya vencida por la nada. Mientras, al igual que los personajes de la novela, nos amparamos en las veladuras, en la mala fe del subtexto, el mentir a medias. ¿Qué sería la existencia si viviéramos expuestos a la intemperie de la franqueza, sin el cobijo de la más mínima subjetividad? ¿Es la elusiva conciencia humana una hechura realizada fuera de los territorios de la Naturaleza, su contraparte?
Ahora bien, en Caballitos de Tarquinia veo que Duras, en este momento de mi lectura, es Sara, un personaje atrapado en el puño caluroso de una playa italiana, la mano del Mediterráneo sofocándola. Tiene resquicios de la mujer de Lot, es una mujer salobre. El agobio de la canícula le proporciona un embeleso contemplativo, admira los ceremoniales y sabios giros del cuerpo de un pescador antes de lanzar una inmensa red sobre la palpitante fogosidad del mar. Cierro el libro y veo como la red se despliega, ya no hay un puño cercando a Sara sino la palma abierta de un Dios cayendo sobre el ondulante mundo de texto. Me doy cuenta, que de mi lado, el no literario, una densa lluvia asola con dulzura los vidrios del ventanal. Veo que Dios, al igual que el pescador ante Sara, ha dado un giro en el infinito y lanza una ilimitada red llamada lluvia, la fresca urdimbre del rey pescador que cae parsimoniosamente sobre la sed de las piedras, sobre la espesura de los árboles, sobre el sufrimiento de esta gente anónima que somos, una gente de entre líneas que verdadera y reiteradamente somos. Marguerite Duras, contigo me entero de una buena primera vez de aquellas palabras de Nietzsche que leí hace muchos años: “Puede ser que deseemos la verdad, pero ¿por qué rechazar lo no-verdadero, o la incertidumbre y hasta la ignorancia? ¿Ha sido el problema de la validez de lo verdadero quien se ha puesto frente a nosotros, o hemos sido nosotros quienes lo hemos buscado? ¿Quién es Edipo aquí? ¿Y quién es la Esfinge?”