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martes, 3 de diciembre de 2019

MEMORIAS DE UN TELEVIDENTE: LA MÁGICA NOCHE DE NOVIEMBRE


Por: M Sc en Historia Eduardo J. Anzola

Take me to the magic of the
moment
On a glory night
Where the children of tomorrow
dream away
In the wind of change

Rudolf Schenker, del grupo Scorpions


En la fría y temprana oscuridad de una tarde otoñal en un poblado belga, el conductor del transporte me dejó al pie de la entrada del modesto hotel  donde me alojaba, concluida mi jornada de asistencia a clases del programa de entrenamiento técnico al cual había sido seleccionado desde mi país.   
Teniendo ya casi dos meses de estadía en Europa, esa tarde del 9 de noviembre, estando en el lobby del hotel, estuve intentando infructuosamente de hacer una llamada telefónica por cobrar a Venezuela, para tener noticias frescas de  mi esposa Belkis. Ella estaba embarazada por primera vez de quien luego sería nuestro hijo varón. 
Para distraer mi ansiedad, me quedé mirando junto a otros más, el noticiero que transmitía la televisión. En el lobby, al igual que durante los días anteriores, se apiñaba una pequeña multitud alrededor del televisor, todos atentos al noticiero especial  que se transmitía en lengua flamenca. En un gesto de cortesía para quienes desconocíamos ese idioma, el recepcionista cambió al canal que transmitía lo mismo en francés.
Por esos días de noviembre de 1989, ya tenía una cierta  noción de la gravedad de los sorprendentes vientos de cambio que estaban soplando en el clima político de los países comunistas del Este de Europa. Ya yo estaba enterado de algunos sucesos, pero estando en Bélgica pude constatar el impacto que estaba causando esta sucesión de inusuales hechos, en muchos europeos habituados por décadas a las tensiones de cuarenta años de la Guerra Fría. 
Al inicio de 1989, con casi cuatro años como premier soviético, Mikhail Gorbachov había consolidado su base de poder y  demostraba ceñirse a métodos de gobernanza que no se fundamentaran en una política de coerción, como se habían caracterizado sus antecesores, sino en los principios de perestroika (apertura) y glasnost (transparencia).  Pero al no tener la presión de la constante amenaza de la intervención con la fuerza militar soviética, esa política tuvo consecuencias inmediatas  en los países vecinos que estaban bajo el férreo control del régimen comunista. 
En junio, Polonia, el país sede del Pacto de Varsovia, había realizado por primera vez desde el final de la Segunda Guerra Mundial, elecciones libres que dieron paso al triunfo del partido Solidaridad, opuesto al régimen comunista. Habían elegido un primer ministro no comunista, provocando una inédita crisis política.  En agosto,  más de dos millones de personas de Estonia, Lituania y Letonia formaron una cadena humana de casi 600 km de extensión, reclamando su independencia de lo que entonces era la poderosa Unión de Repúblicas Soviéticas Socialistas (URSS), potencia que se había anexado esos países Bálticos en un secreto pacto Nazi-Soviético en 1939, previamente al estallido de la Segunda Guerra Mundial.
Acicateado por conversaciones casuales con mis compañeros de clase y profesores, decidí saciar mi curiosidad sobre lo que estaba aconteciendo en Europa desde poco antes de mi viaje,  mediante reportajes de prensa y noticieros. Me enteré entonces que en Hungría, hacía poco más de dos meses, se había convocado un picnic paneuropeo en las afueras de la ciudad húngara de Sopron, evento patrocinado por varios grupos de oposición, como una celebración de las relaciones de buena vecindad, ofreciendo mucha cerveza y lonjas de jamón ahumado en fogatas justo en la frontera con Austria. Por otra parte,  las autoridades comunistas húngaras y las austriacas del Bloque Occidental, acordaron abrir la alambrada de púas instalada en el paso fronterizo durante tres horas, para que los participantes en el picnic pudieran explorar lo que sería una Europa sin fronteras. Fue esa la primera grieta de lo que Winston Churchill había bautizado como la Cortina de Hierro cuarenta años antes.
El 19 de agosto de 1989, más de seiscientos ciudadanos de la Alemania comunista, enterados del picnic paneuropeo, aprovecharon esa grieta para llegar hasta Alemania Occidental desde Austria. Lo excepcional era que la policía fronteriza húngara no movió un dedo al respecto y las autoridades comunistas de la Unión Soviética tampoco mencionaron nada.
En septiembre, el primer ministro húngaro, quien había comenzado a flexibilizar las restricciones para viajar a Occidente en mayo,  ordenó desmantelar la valla de seguridad a lo largo de la frontera con Austria, aduciendo los altos costos de su mantenimiento. Al abrirse por completo esas fronteras, como si fuera un dique roto, el goteo de alemanes orientales refugiados en Hungría desde meses atrás, se convirtió en una incontenible inundación de gente huyendo hacia Alemania Occidental. Sin duda, los sometidos alemanes orientales no se iban a conformar con el paseo de un picnic.
En la época cuando llegué a Francia y Bélgica, la fuente de noticias más inmediata lo era la prensa escrita  que divulgaba  alarmantes informaciones sobre estos hechos. En aquél entonces no había Internet, no existía CNN ni ningún otro canal que transmitiera por televisión noticias diariamente durante las 24 horas, pero pude apreciar que los noticieros y programas de opinión en todas las emisoras, transmitían frecuentemente informes especiales dado lo inédito de los vertiginosos sucesos que estaban conmoviendo a los atónitos europeos occidentales, incluidos los propios periodistas, los políticos y los analistas en geopolítica. No era para menos.
En la pequeña habitación donde me alojaba, me impresionaba observar en la pantalla del televisor, cómo día tras día, oleadas de familias de refugiados alemanes, multitudes de jóvenes y niños, se desplazaban con premura, cargando las pertenencias de todas sus vidas en los atestados vehículos Ladas o autos de modelos pequeños; otros lo hacían en motocicletas, bicicletas,  carretillas y pernoctaban en precarias carpas frente al consulado de Alemania Occidental en Budapest. Aquellos que finalmente escapaban del territorio comunista, si pasaban en sus autos, tocaban frenéticamente el claxon, otros lloraban de gozo, se abrazaban o reían nerviosamente sin poder creer lo que acababan de lograr.  
Este caótico éxodo no estaba ocurriendo en África o el Medio Oriente, sino en el propio centro de Europa.
Al comenzar octubre, recuerdo con claridad la cobertura de la cadena británica BBC durante la celebración del 40 aniversario de la fundación de la República Democrática Alemana, evento que contaba con la incómoda visita del entonces carismático líder soviético Gorbachov, que se mostraba con su característico lunar en su frente calva y su mirada apacible.  Su llamado a suavizar los métodos políticos de línea dura era ignorado por el viejo líder alemán,  mientras miles de alemanes coreaban entusiasmados “¡Gorbi! ¡Gorbi!” Una vez que Gorbachov se retiró de Berlín, una muchedumbre con antorchas encendidas se dirigió para ocupar la extensa plaza central de Alexander (Alexanderplatz) cantando consignas de cambio político.
En los días posteriores, los corresponsales de las cadenas noticiosas de Europa Occidental comentaban, en medio de las restricciones impuestas por las autoridades policiales de Alemania del Este, sobre las audaces manifestaciones que irrumpían en las calles de sus principales ciudades, demandando más libertades y derechos ciudadanos. Una de las demostraciones más numerosas ocurrió en Leipzig y los reporteros de la  BBC hicieron sobre la misma, una cobertura bastante completa. Ese 9 de octubre, se aglomeró una multitud de decenas de miles de manifestantes pacíficos que osaron pasar por la temida sede de la policía política STASI cantando ¡Wir sind das Volk! (¡El pueblo Somos Nosotros!). Una semana más tarde, una multitud mayor aún abarrotó una vez más el centro de Leipzig y el clima de las protestas pronto se contagió por toda Alemania Oriental.
Después se supo que el anciano líder alemán, había ordenado una brutal represión con fuerza militar de toda forma de disidencia, pero esa medida fue derogada por otros miembros del politburó gobernante. La lucha de poderes que se generó en las altas esferas acabó por destituir a los pocos días al viejo premier, pero el caótico clima político ya desatado en ese nivel, prosiguió sin pausa. El líder sustituto intentó mostrarse más flexible que su antecesor, al permitir que la gente se manifestara con la condición que les diera participación en la tribuna a representantes del partido oficialista. Cuando éstos hablaban, la muchedumbre le respondía con rechiflas de rechazo.
El 4 de noviembre, otros cientos de miles de personas se manifestaron de nuevo en Alexanderplatz, en Berlín, exigiendo reformas democráticas y solicitaban que se les permitiera cruzar a Alemania Occidental. Esa fue una de las movilizaciones más importantes ocurrida hasta entonces. Para el estremecido gobierno comunista fue cada vez más difícil rechazar esos llamamientos.
En la memorable noche del 9 de noviembre, un alto funcionario del gobierno comunista anunció en una conferencia de prensa que las restricciones de viaje para los ciudadanos del Este se levantarían de inmediato, sin mayor demora. Esas simples palabras precipitaron la caída del Muro de Berlín.  
Yo había subido a mi habitación y volví a encender el televisor para continuar viendo lo que pasaba.  Desde poco después de las 9 y media de la noche, los noticieros occidentales de televisión  comenzaron a reportar en vivo cómo miles de personas de Alemania Oriental que se fueron hacia el Muro, exigían a los guardias fronterizos que abrieran el paso de Bornholmer a todos los que quisieran cruzar al otro lado. Mientras una muchedumbre exultante de alemanes del Este atravesaba la frontera abierta, cientos de personas de Alemania Occidental los esperaban del otro lado y todos celebraban con euforia ese momento mágico. Las cámaras de los reporteros mostraban rostros plenos de un sentimiento de alegría que reflejaban una feliz  conmoción por lo inesperado del sorprendentemente pacífico y trascendental suceso.
Yo nunca estuve físicamente en medio de esos acontecimientos, sino que fui un espectador virtual, pero de alguna forma marcaron mi existencia al igual que a todos, porque  hace treinta años, el mundo se transformó drásticamente. El Muro de Berlín, símbolo de la tensión entre dos bloques de poder  fue derribado, los gobiernos comunistas europeos siguieron  colapsando. En menos de dos años la Unión Soviética se fragmentó en 15 repúblicas, las dos Alemanias se unieron en un solo país y la Guerra Fría acabó, abriendo un camino de esperanzas y oportunidades distintas para nuevas generaciones. Para mal o para bien de unos y de otros, esos acontecimientos inesperados impulsaron la transformación global para las actuales formas de vida. Pero sin duda, en 1989, durante un breve período de meses, 70 años de historia comunista se diluyeron en medio de un vertiginoso remolino de cambios políticos, sorprendentemente sin sacrificio de vidas humanas.
Nuestro hijo que mi esposa esperaba por nacer hace 30 años, vive hoy casualmente en Alemania y recientemente me envió un programa de los actos que se celebran en ese país para conmemorar la reunificación de las dos Alemanias.
Aquel sentimiento que se vivió colectivamente entonces,  lo recogió muy bien la letra de la balada “Vientos de cambio” del grupo musical alemán Scorpions, ya convertido en un himno emblemático del suceso, cuya traducción dice:

Transpórtenme al momento mágico
De una noche gloriosa
Donde los hijos del mañana
Se pongan a soñar
Con el soplo de los vientos de cambio