Por: M Sc en Historia
Eduardo J. Anzola
Take me to the magic of the
moment
On a glory night
Where the children of tomorrow
dream away
In the wind of change
Rudolf Schenker, del grupo Scorpions
En la fría y
temprana oscuridad de una tarde otoñal en un poblado belga, el conductor del
transporte me dejó al pie de la entrada del modesto hotel donde me alojaba, concluida mi jornada de asistencia
a clases del programa de entrenamiento técnico al cual había sido seleccionado
desde mi país.
Teniendo ya
casi dos meses de estadía en Europa, esa tarde del 9 de noviembre, estando en
el lobby del hotel, estuve intentando
infructuosamente de hacer una llamada telefónica por cobrar a Venezuela, para
tener noticias frescas de mi esposa
Belkis. Ella estaba embarazada por primera vez de quien luego sería nuestro
hijo varón.
Para
distraer mi ansiedad, me quedé mirando junto a otros más, el noticiero que
transmitía la televisión. En el lobby,
al igual que durante los días anteriores, se apiñaba una pequeña multitud alrededor
del televisor, todos atentos al noticiero especial que se transmitía en lengua flamenca. En un
gesto de cortesía para quienes desconocíamos ese idioma, el recepcionista
cambió al canal que transmitía lo mismo en francés.
Por esos días
de noviembre de 1989, ya tenía una cierta
noción de la gravedad de los sorprendentes vientos de cambio que estaban
soplando en el clima político de los países comunistas del Este de Europa. Ya
yo estaba enterado de algunos sucesos, pero estando en Bélgica pude constatar
el impacto que estaba causando esta sucesión de inusuales hechos, en muchos
europeos habituados por décadas a las tensiones de cuarenta años de la Guerra Fría.
Al inicio de
1989, con casi cuatro años como premier soviético, Mikhail Gorbachov había
consolidado su base de poder y demostraba
ceñirse a métodos de gobernanza que no se fundamentaran en una política de coerción,
como se habían caracterizado sus antecesores, sino en los principios de perestroika (apertura) y glasnost (transparencia). Pero al no tener la presión de la constante
amenaza de la intervención con la fuerza militar soviética, esa política tuvo
consecuencias inmediatas en los países vecinos
que estaban bajo el férreo control del régimen comunista.
En junio,
Polonia, el país sede del Pacto de Varsovia, había realizado por primera vez
desde el final de la Segunda Guerra Mundial, elecciones libres que dieron paso
al triunfo del partido Solidaridad,
opuesto al régimen comunista. Habían elegido un primer ministro no comunista,
provocando una inédita crisis política. En agosto, más de dos millones de personas de Estonia,
Lituania y Letonia formaron una cadena humana de casi 600 km de extensión,
reclamando su independencia de lo que entonces era la poderosa Unión de
Repúblicas Soviéticas Socialistas (URSS), potencia que se había anexado esos
países Bálticos en un secreto pacto Nazi-Soviético en 1939, previamente al
estallido de la Segunda Guerra Mundial.
Acicateado por
conversaciones casuales con mis compañeros de clase y profesores, decidí saciar
mi curiosidad sobre lo que estaba aconteciendo en Europa desde poco antes de mi
viaje, mediante reportajes de prensa y noticieros.
Me enteré entonces que en Hungría, hacía poco más de dos meses, se había
convocado un picnic paneuropeo en las afueras de la ciudad húngara de Sopron, evento
patrocinado por varios grupos de oposición, como una celebración de las
relaciones de buena vecindad, ofreciendo mucha cerveza y lonjas de jamón
ahumado en fogatas justo en la frontera con Austria. Por otra parte, las autoridades comunistas húngaras y las austriacas
del Bloque Occidental, acordaron abrir la alambrada de púas instalada en el
paso fronterizo durante tres horas, para que los participantes en el picnic
pudieran explorar lo que sería una Europa sin fronteras. Fue esa la primera
grieta de lo que Winston Churchill había bautizado como la Cortina de Hierro
cuarenta años antes.
El 19 de
agosto de 1989, más de seiscientos ciudadanos de la Alemania comunista,
enterados del picnic paneuropeo, aprovecharon esa grieta para llegar hasta
Alemania Occidental desde Austria. Lo excepcional era que la policía fronteriza
húngara no movió un dedo al respecto y las autoridades comunistas de la Unión
Soviética tampoco mencionaron nada.
En septiembre,
el primer ministro húngaro, quien había comenzado a flexibilizar las
restricciones para viajar a Occidente en mayo,
ordenó desmantelar la valla de seguridad a lo largo de la frontera con
Austria, aduciendo los altos costos de su mantenimiento. Al abrirse por
completo esas fronteras, como si fuera un dique roto, el goteo de alemanes
orientales refugiados en Hungría desde meses atrás, se convirtió en una
incontenible inundación de gente huyendo hacia Alemania Occidental. Sin duda,
los sometidos alemanes orientales no se iban a conformar con el paseo de un
picnic.
En la época
cuando llegué a Francia y Bélgica, la fuente de noticias más inmediata lo era la
prensa escrita que divulgaba alarmantes informaciones sobre estos hechos.
En aquél entonces no había Internet, no existía CNN ni ningún otro canal que
transmitiera por televisión noticias diariamente durante las 24 horas, pero
pude apreciar que los noticieros y programas de opinión en todas las emisoras,
transmitían frecuentemente informes especiales dado lo inédito de los
vertiginosos sucesos que estaban conmoviendo a los atónitos europeos
occidentales, incluidos los propios periodistas, los políticos y los analistas
en geopolítica. No era para menos.
En la pequeña
habitación donde me alojaba, me impresionaba observar en la pantalla del
televisor, cómo día tras día, oleadas de familias de refugiados alemanes,
multitudes de jóvenes y niños, se desplazaban con premura, cargando las
pertenencias de todas sus vidas en los atestados vehículos Ladas o autos de
modelos pequeños; otros lo hacían en motocicletas, bicicletas, carretillas y pernoctaban en precarias carpas
frente al consulado de Alemania Occidental en Budapest. Aquellos que finalmente
escapaban del territorio comunista, si pasaban en sus autos, tocaban
frenéticamente el claxon, otros lloraban de gozo, se abrazaban o reían
nerviosamente sin poder creer lo que acababan de lograr.
Este caótico
éxodo no estaba ocurriendo en África o el Medio Oriente, sino en el propio
centro de Europa.
Al comenzar
octubre, recuerdo con claridad la cobertura de la cadena británica BBC durante
la celebración del 40 aniversario de la fundación de la República Democrática
Alemana, evento que contaba con la incómoda visita del entonces carismático
líder soviético Gorbachov, que se mostraba con su característico lunar en su
frente calva y su mirada apacible. Su
llamado a suavizar los métodos políticos de línea dura era ignorado por el
viejo líder alemán, mientras miles de
alemanes coreaban entusiasmados “¡Gorbi! ¡Gorbi!” Una vez que Gorbachov se
retiró de Berlín, una muchedumbre con antorchas encendidas se dirigió para
ocupar la extensa plaza central de Alexander (Alexanderplatz) cantando
consignas de cambio político.
En los días
posteriores, los corresponsales de las cadenas noticiosas de Europa Occidental
comentaban, en medio de las restricciones impuestas por las autoridades
policiales de Alemania del Este, sobre las audaces manifestaciones que
irrumpían en las calles de sus principales ciudades, demandando más libertades
y derechos ciudadanos. Una de las demostraciones más numerosas ocurrió en
Leipzig y los reporteros de la BBC
hicieron sobre la misma, una cobertura bastante completa. Ese 9 de octubre, se
aglomeró una multitud de decenas de miles de manifestantes pacíficos que osaron
pasar por la temida sede de la policía política STASI cantando ¡Wir sind das Volk! (¡El pueblo Somos Nosotros!).
Una semana más tarde, una multitud mayor aún abarrotó una vez más el centro de
Leipzig y el clima de las protestas pronto se contagió por toda Alemania
Oriental.
Después se
supo que el anciano líder alemán, había ordenado una brutal represión con
fuerza militar de toda forma de disidencia, pero esa medida fue derogada por
otros miembros del politburó gobernante. La lucha de poderes que se generó en
las altas esferas acabó por destituir a los pocos días al viejo premier, pero
el caótico clima político ya desatado en ese nivel, prosiguió sin pausa. El
líder sustituto intentó mostrarse más flexible que su antecesor, al permitir
que la gente se manifestara con la condición que les diera participación en la
tribuna a representantes del partido oficialista. Cuando éstos hablaban, la
muchedumbre le respondía con rechiflas de rechazo.
El 4 de
noviembre, otros cientos de miles de personas se manifestaron de nuevo en Alexanderplatz,
en Berlín, exigiendo reformas democráticas y solicitaban que se les permitiera
cruzar a Alemania Occidental. Esa fue una de las movilizaciones más importantes
ocurrida hasta entonces. Para el estremecido gobierno comunista fue cada vez
más difícil rechazar esos llamamientos.
En la
memorable noche del 9 de noviembre, un alto funcionario del gobierno comunista
anunció en una conferencia de prensa que las restricciones de viaje para los
ciudadanos del Este se levantarían de inmediato, sin mayor demora. Esas simples
palabras precipitaron la caída del Muro de Berlín.
Yo había
subido a mi habitación y volví a encender el televisor para continuar viendo lo
que pasaba. Desde poco después de las 9
y media de la noche, los noticieros occidentales de televisión comenzaron a reportar en vivo cómo miles de
personas de Alemania Oriental que se fueron hacia el Muro, exigían a los
guardias fronterizos que abrieran el paso de Bornholmer a todos los que
quisieran cruzar al otro lado. Mientras una muchedumbre exultante de alemanes
del Este atravesaba la frontera abierta, cientos de personas de Alemania
Occidental los esperaban del otro lado y todos celebraban con euforia ese
momento mágico. Las cámaras de los reporteros mostraban rostros plenos de un
sentimiento de alegría que reflejaban una feliz
conmoción por lo inesperado del sorprendentemente pacífico y
trascendental suceso.
Yo nunca
estuve físicamente en medio de esos acontecimientos, sino que fui un espectador
virtual, pero de alguna forma marcaron mi existencia al igual que a todos, porque
hace treinta años, el mundo se
transformó drásticamente. El Muro de Berlín, símbolo de la tensión entre dos
bloques de poder fue derribado, los
gobiernos comunistas europeos siguieron colapsando. En menos de dos años la Unión
Soviética se fragmentó en 15 repúblicas, las dos Alemanias se unieron en un
solo país y la Guerra Fría acabó, abriendo un camino de esperanzas y
oportunidades distintas para nuevas generaciones. Para mal o para bien de unos
y de otros, esos acontecimientos inesperados impulsaron la transformación
global para las actuales formas de vida. Pero sin duda, en 1989, durante un
breve período de meses, 70 años de historia comunista se diluyeron en medio de
un vertiginoso remolino de cambios políticos, sorprendentemente sin sacrificio
de vidas humanas.
Nuestro hijo
que mi esposa esperaba por nacer hace 30 años, vive hoy casualmente en Alemania
y recientemente me envió un programa de los actos que se celebran en ese país
para conmemorar la reunificación de las dos Alemanias.
Aquel
sentimiento que se vivió colectivamente entonces, lo recogió muy bien la letra de la balada
“Vientos de cambio” del grupo musical alemán Scorpions, ya convertido en un himno emblemático del suceso, cuya
traducción dice:
Transpórtenme al momento mágico
De una noche gloriosa
Donde los hijos del mañana
Se pongan a soñar
Con el soplo de los vientos de cambio