Obituarios de un no-país — video a Alejandro Aguilar

viernes, 18 de noviembre de 2022

PERRAS Y ESCORPIONES

Jeroh Juan Montilla

(Dedicatoria en memoria de los míticos barberos de la vieja barbería Iberia de San Juan de los Morros: de izquierda a derecha, José Liborio Orellana (Buche), Emilio Villalobos y Anibal (los tres de la foto), extensiva al nieto de Buche, Carlos Orellana, mi barbero de hoy en día)

¿Una guerra secreta? Dos palabras, dos situaciones imposibles de conciliar en la realidad. Una guerra por sí misma no puede ser secreta, puede estar cruzada, inundada de secretismo, pero ella en su manifestación no tiene nada de oculto, es guerra por su mismo obsceno exhibicionismo. Definitivamente no hay guerras invisibles, ni mudas, ni sordas, no hay guerra que pueda sustraerse al fisgoneo de los sentidos y mucho menos existe una guerra que no sea entre los hombres ¿Qué quiso decir el señor Orio con éso?
Me explico: el señor Orio es uno de los barberos de enfrente. Son dos en realidad, pero Orio es quien me afeita. Usted es mi exclusivo cliente profesor, son sus palabras. El otro barbero es el señor Po. Él nunca me ha afeitado, dice que por nada en el universo va traicionar la exclusividad que tengo con el señor Orio. Ahora, no es exactamente enfrente donde se ubica la barbería, es diagonal al edificio donde está mi apartamento. Son dos pisos y una planta baja, mi apartamento ocupa por completo el último piso, tiene balcón hacia la calle y hacia atrás. Realmente barbería y edificio están esquina contra esquina. Confieso que a la barbería no solo asistía por un servicio de corte de cabello, me gustaba también, por lo menos dos veces a la semana, ir a conversar con estos barberos, oírles hablar de las historias más disparatadas de sus correrías de inmigrantes, eran historias como en clave, salpicadas de raros nombres de pueblos de los cuales yo jamás había oído. Parecían suceder en territorios que estaban fuera de este mundo, con una geografía increíble y en un tiempo impreciso, nunca daban fechas y todos los términos y nombres no aparecían en ninguna enciclopedia o diccionario por mi conocido. Pero hasta cierto punto, no sé por qué, estas historias estaban cubiertas de cierto inexplicable manto de credibilidad. Ellos sabían darle verosimilitud y chispa a sus curiosos relatos.
Decía al principio algo sobre la guerra. Todo sucedió entre una tarde y una madrugada. Esa tarde me tocaba mi afeitada mensual, y mientras esperaba mi turno, ya que había un cliente delante en la silla del señor Orio, leía un voluminoso libro de mi biblioteca personal. Soy profesor de historia universal en postgrado, y esa vez estaba preparando una clase magistral sobre las guerras de la realeza anglosajona. Llevé a la barbería ese libro sobre la Guerra de las Dos Rosas, me hastiaba la espera, y ya el montón de viejas y amarillentas revistas de la barbería habían perdido mi interés.
El señor Orio me dedicó esa vez miradas interrogativas, mientras chasqueaba acompasadamente su tijera. Pasaba una y otra vez su mirada de la cabeza de su cliente al libro abierto sobre mis piernas. Yo espiaba con gusto sus movimientos por el rabillo del ojo, su curiosidad me parecía algo cómica. De repente, no aguantando la curiosidad, me preguntó: -¿Qué lee usted profesor?
Levantado los ojos del libro, le respondí: -Leo sobre la guerra entre la Casa Lancaster y la Casa York, La Guerra de las Dos Rosas.
El señor Orio rio quedamente. -Ah, sí. La de la rosa roja contra la rosa blanca y viceversa. El mismo cuentico de siempre, la rivalidad familiar, sangre contra sangre, toda guerra en este planeta es de los hombres contra los hombres, una misma especie contra sí misma, algo insólito fuera de la Tierra. En esta que usted investiga no ocurre nada distinto, ambas casas son hijas de la casa Plantagenet, la casa de la retama. Mi madre tenía una enorme retama en el patio. Lo único que combatía con ella eran los cálculos renales de mi padre.
Confieso que me asombró que el señor Orio conociese esa historia. Ante su última frase solo me quedó fue sonreír. De inmediato añadí: -Una guerra fratricida de casi 72 años-.
No dijo nada, solo colocó su tijera sobre la mesa de utensilios y lentamente comenzó a inspeccionar la cabeza del cliente mientras giraba la silla. Al final dijo: -Listo- El cliente se levantó, le pagó y se despidió, entonces el señor Orio me hizo una señal con la barbilla, me levanté, dejé el libro sobre un mueble y me senté en su silla de barbero. Del otro lado de la estancia estaba el señor Po, un barbero gordo e italiano, muy silenciosamente se dedicaba a limpiar su instrumental de trabajo. El señor Po parece como de setenta años, su aspecto, a pesar de lo robusto, es casi inmaterial. El señor Orio en cambio es de nacionalidad siriaca, cabello encanecido, pero aspecto más vigoroso, según el mismo ha dicho en una ocasión tiene sesenta años, de esos, cuarenta en el país.
Al sentarme, el señor Orio colocó sobre mí su capa de barbero, un trozo de tela negra que cubrió mi cuerpo hasta la cintura, por delante y atrás. De inmediato la perra, llamada Anunciante gruñó hacia la calle, unos segundos después las otras dos perras hicieron lo mismo, todos le dedicamos una mirada a cada una. Olvidaba decirlo, estos dos barberos traían diariamente consigo a la barbería a tres inmensas perras. Una dálmata de manchas negro azuladas llamada Anunciante, una robusta buldog, de pelambre amarillenta llamada Pesante y una pastor alemán llamada Virgin. Esos extraños nombres aun no entiendo a que respondían, nunca lo pregunté. La barbería tiene dos entradas, una hacia la calle tres y la otra hacia la carrera cuatro. Anunciante siempre se echaba en la que da hacia la calle tres, mientras que Pesante lo hace en la otra, Virgin siempre estaba en un rincón, agazapada en su propio silencio. Allí pasaban toda la jornada, por lo menos en la que a mí me tocaba participar mensualmente. Las tres semejaban guardianes míticos que en sus perennes posiciones dibujaban un triángulo donde Orio y Po parecían resguardarse. Al rato, después de otear y husmear hacia un punto impreciso de la calle, Anunciante bajó las orejas, lo inquietante al parecer se había alejado, se echó de regreso a su silenciosa mansedumbre. Otro tanto hizo Pesante en la otra puerta y Virgin al fondo de la barbería.
-Anunciante, hace honor a su nombre- dijo misteriosamente el señor Po.
-Andan por allí, las tres perciben cada vez más cerca el olor de esas alimañas. La constelación parece estar entrando a su tiempo de desafío. Es triste pero ya era tiempo-Riposta Orio. Tras esto se desató un silencio tenso.
La tijera del señor Orio reanudó su chasquear sobre mi cabeza y el crujido del cabello comenzó a inundar mis oídos. La atmósfera entonces como por arte de magia perdió la tensión. Orio y Po volvieron a ser los mismos. El señor Orio, reanudando el tema de la guerra de las dos rosas, con un dejo de arrogancia dijo: -Setenta y dos años es nada profesor. Hubo y hasta hay guerras más largas, de milenios, hasta de millones de años. ¿Verdad Po?
-Umjú.- Respondió éste, agregando: -Esas guerras que cuentan esos libros suyo profesor son solo un remedo ruidoso, una simple escaramuza. Le repito, un remedo, un remedo de otro enfrentamiento que las modela, las trasciende, la guerra verdadera, la que nosotros conocemos. La guerra de las dos rosas fue reflejo, profesor. Todo y todos comenzamos y terminamos en un reflejo.
Orio remató diciendo: -La verdadera guerra, la única, es la gran guerra secreta, y esa no es de hombre contra hombre, es de una especie contra otra distinta, y esa no sale en ningún libro de historia de este mundo. Ella es de un tiempo donde no existía el tiempo. Fue y aun es entre los venenosos zubenitas y los canis, los grandiosos cazadores.
¿Canis y zubenitas? Nunca había escuchado o leído sobre esos nombres. La curiosidad me llevó a preguntar: -¿Esas son etnias sirias o de Italia?-El señor, dejando de afeitarme comenzó a reírse, otro tanto hizo el señor Po.
-Le dije que es una guerra secreta, el mundo no tiene conocimiento de ella, aunque hay que admitir que de vez en cuando padece sus efectos, los cuales hombres comunes y científicos explican erróneamente cómo catástrofes naturales.
Los barberos volvieron a cruzar de modo cómplice y risueño sus miradas. No los comprendía y no me quedó sino sonreír con ellos, atascado en mi ignorancia, consolándome para mis adentros con la idea de que este par de viejos nuevamente estaban tomándome el pelo con sus extrañas historias.
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Esa noche avancé bastante en la lectura del libro. Leí y releí sobre la enfermedad mental del rey Enrique VI de Lancaster. Locura y ambición, dos ingredientes que nunca faltan. Definitivamente esta era una guerra, en verdad nada extraordinaria, una guerra más, el acto histórico más rutinario de los hombres. Sin embargo, tanta veces leyendo en estos libros el mismo proceso de matanzas, bajo las mismas excusas me llevó esa noche a una sospecha: Tal vez Orio y Po tengan razón sobre la conspiración que nos trasciende. Cerré mi libro y, después de realizar unos apuntes, me fui a la cama, pero antes me tomé tres vasos de vino moscatel, y algo mareado caí entre las sábanas, eso me rendiría como un lirón pensé, pero tuve un dormir agitado. Soñé que estaba en medio de un jardín de apelmazadas plantas de rosas blancas y rojas, yo corría huyendo de unos ladridos y gruñidos invisibles, y en mi carrera sentía como las espinas me rasgaban, parecían las cuchillas de unos feroces soldados que me atacaban sin piedad. Por un momento, ya sin aliento me detuve, y entonces percibí que los ladridos y gruñidos surgían de todos lados, y cada rosa fue transformándose en unas fauces locamente atestadas de colmillos puntiagudos y pétalos como pinzas.
Me desperté sudoroso. Vi instintivamente el reloj, las tres de la madrugada. Por un inexplicable impulso me levanté, crucé la sala y salí al balcón y por una loca analogía me acordé de la suerte de Enrique VI de Lancaster en la Torre de Londres, asesinado en medio de uno de sus ataques mentales. Sacudí esa imagen respirando el aire fresco de la madrugada, miré con alivio hacia el cielo, la constelación de Orión brillaba con fuerza, parecía huir por el firmamento, sin embargo la de Escorpio atenazaba con rabia uno de sus talones más luminosos. Me maravilló ver como la fanfarronería del cazador podía ser derrotada por un minúsculo aguijón. Luego bajé lentamente mis ojos hacia la esquina de la barbería y casi me caigo por la baranda del susto. Ante las dos puertas de la barbería había dos enormes cosas de un azul luminiscente, cada una semejante a una especie de aparato mecánico de complicada tecnología, con un par de brazos mecánicos terminados en tenazas. Estas cosas llevaban en la parte trasera otro brazo rematado en una especie de punzón al rojo vivo. Se apoyaban en cuatro patas a cada lado. La visión comenzó a marearme. Las tenazas hurgaban en las puertas. Pero de repente se aquietaron. Entonces percibí una quietud y un silencio absoluto en la noche. Aquellas cosas no emitían ningún ruido. Era como si el espacio de la ciudad había sido sacado del cauce ruidoso del tiempo. Comencé a sudar nuevamente. Aquellas cosas azules intensificaron su luminiscencia, sentí que sabían que las observaba, se dieron vuelta y sus tenazas me señalaron. ¿Sería que pronto vendrían por mí? Sería una víctima ajena a esta guerra que no me corresponde, la secreta, la verdadera. Todo comenzó a oscurecerse, me sentí en un negro túnel, al fondo veía dos puntos azules de luz apagándose con lentitud, ¿Acaso esto mismo no fue lo último en ver Enrique VI de Lancaster mientras cortaban su garganta? Entonces todo se volvió negro.
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¿Una guerra secreta? Dos palabras imposibles de conciliar en la realidad. Una guerra por sí misma no puede ser secreta. Eso dije al comenzar este relato. La verdad es que la luz del sol dándome en rostro fue lo que me despertó al día siguiente. Estaba asquerosamente untado de mi propio vómito. Ese día los barberos no abrieron, ni al siguiente ni los posteriores, ya han pasado tres meses. ¿Qué habrá pasado con ellos? Todo esto es tan misterioso. He realizado averiguaciones y la casa donde estaba la barbería no tiene dueño. Nadie sabe dónde vivían los señores Orio y Po junto con sus perras. ¿Sería una alucinación lo que vi esa noche frente a sus puertas? ¿Serían los efectos del moscatel? ¿Y mi sueño con aquellas rosas mordientes, llenas de tenazas y pinzas? ¿Y eso de la guerra secreta entre los canis y los zubenitas? ¿Perros y escorpiones? ¿Cómo puede una guerra ser algo secreto? Un secreto entre bandos, para serlo, necesita por lo mínimo complicidad. Como profesor de historia desde hace tiempo sé que los seres humanos no somos dueños del curso de nuestro destino, si es que puede llamarse así esas sucesivas reiteraciones que llamamos historia. No somos responsables de nuestras acciones en el pasado ni en el presente, y el futuro solo es la expectativa de la misma redundancia. Esto puede sonar cómodo o mejor dicho cínico. Pero mi sospecha de una conspiración de orígenes desconocidos se ha fortalecido con mi visión de aquella madrugada y el gruñir de las perras aquella tarde. Algo se está librando bajo el pesado manto de la ignorancia humana ¿Quiénes en realidad eran Orio y Po? ¿Qué querían confesarme entre líneas, siempre bajo el matiz absurdo y jocoso de sus historias? ¿Eran esos enormes escorpiones azules lo que inquietaba a sus perras…? ¿Eran?

(Este relato fue publicado originalmente en la página de Internet de la Revista Letralia el viernes 27 de mayo de 2022)

sábado, 4 de junio de 2022

EL OTRO LADO*

Francisco Rodríguez Sotomayor
“Remembering speechlessly we seek the great forgotten language, the lost lane-end into heaven, a stone, a leaf, an unfound door. Where? When?”
Thomas Wolfe (Look Homeward, Angel)


Fue un miércoles de enero. Mi tío Guillermo manejaba la ranchera camino al hospital. La abuela adelante, Fernanda y yo atrás, y el auto olía a guardado, sonaba incoherente, la calle puesta ahí asoleándose en la claridad de un mediodía traspuesto.

Metiendo yo un pie en la ducha los gritos de mi abuela resonaron en toda la casa. Se murió, se murió, exclamaba al teléfono. Yo estaba desnudo; agarré la toalla y saqué la cabeza por la puerta. Se murió, decía. Quién se murió. Tu tía Edna, me dijo entre lágrimas. Cerré la puerta del baño y ahora sí me supe desnudo, inerme. En eso me tocan la puerta y me apuran: báñate rápido para irnos. Murió la tía Edna, me dije, y pensé en el liceo lejano y ridículo.

Luego nos montamos en el carro. Fernanda viendo por la ventana, ambos vestidos con el uniforme. La prueba de biología, organismos unicelulares y pluricelulares, perdida. Y Fernanda nada que hablaba. Nadie hablaba en realidad, al menos no unos con otros. Sentía que el tío Guillermo me veía por el retrovisor, cada vez que ponía los ojos allí tenía la impresión de que iba a decirme algo, pero no, seguía conduciendo. La única voz era la de mi abuela Genara: avisando a tal o cual de que Edna había muerto con un mismo monólogo fatal de que se complicó con el apéndice y no hubo manera pues de la noche a la mañana se fue, tú sabes cómo es, sí, ya vamos para allá, aquí andan los muchachos. Sin muchas variaciones transcurrían los diálogos telefónicos; del otro lado de la línea suponía monosílabos, huecos de silencio. Desde entonces asocié su tono de llamada con la muerte.

Ellos eran una trinchera, un fortín, dos muros infranqueables. Porque uno estaba acechado en el ajetreo.

En el estacionamiento del hospital distinguí autos familiares. Mi tío Guillermo aparcó y nos bajamos. Un ir y venir de abrazos, de llantos reventando. Fernanda y yo nos sentamos en la acera frente a la ranchera. Ella cargaba el uniforme beige y la mirada que evitaba la mía. Llama a mamá y papá, le dije. Ya lo hice, ya vienen. Y siguió naufragando su atención por el hospital; los veía a ella y al tumulto más allá de la familia.

Al rato llegaron mamá y papá. Parecían tranquilos. Fernanda y yo no nos separamos de ellos hasta que todo pasó. Ellos eran una trinchera, un fortín, dos muros infranqueables. Porque uno estaba acechado en el ajetreo. Las enfermeras, los médicos, las camillas, el hedor a hospital; la idea de que alguien faltaba en el montón y el inagotable tono de llamada de la abuela Genara. Era un acorralamiento de no saber a qué mirar.

Papá mantenía su silencio. Los brazos los posaba en los hombros de Fernanda y míos. Todavía era más alto que yo. Le pregunté que qué hacíamos. Hay que esperar, me respondió.

—¿Esperar qué? —pregunté.

—Que saquen el cuerpo.

No quería salir de las simples frases y no lo obligué. Traté de imaginar el rostro dormido de la tía Edna; la única similitud que pude hallar, porque una cara muerta jamás la había visto. Figuré su cuerpo tendido, inmóvil, esperando salir. Aunque la verdadera espera latía de este lado, en la inquietud de la abuela Genara, en el no sé qué de papeles que digan si Fulana ya dejó atrás el mundo y nadie la vio más, que ayer era una seguridad sólida y hoy es una imagen dormida atrapada tras una pared.

En eso el tío Guillermo se acercó. No deben tardar en sacarla, la vamos a velar en La Milagrosa, dijo. Papá le contestó que, ah, bueno, nosotros vamos y venimos entonces. Sentí un ligero empuje de papá hacia el bululú de la familia. Algo en mí se resistía a ir, pero terminé aceptando. Nos acercamos a la abuela Genara, cuya faz hallé enlodada, difusa, innombrable. Y la abracé sin decir. Un lenguaje inefable entre los dos, un magnetismo, el camino de regreso a su casa, el olor de la ranchera, la ducha corriendo y perdiéndose en el laberinto, los veinte dedos sosteniendo otra espalda. Con eso dije bastante.

—Nosotros vamos y venimos —le dijo papá.

La abuela asintió.

—Vayan ustedes y me traen agua, yo me quedo —dijo mamá. Fernanda se mantuvo lejos, viendo todo a través de un cristal ignoto.

Nuestra visita a la casa fue apresurada. Por segunda vez tuve que ducharme; me sentía sucio, y en el recorrido a la funeraria tuve la certeza de que esa suciedad no logré quitármela. Faltaban un par de horas para que se apagara el sol; una llama se enciende desde otro lado y la única certeza del fuego es que vive a merced de algo más allá que es su principio y su fin para siempre. Había mucha gente en el velorio, y la mayoría eran desconocidos para mí. Al entrar vi un cúmulo alrededor del ataúd, a Cristo en su cruz. No llegué más lejos, no di un paso más. Papá permanecía detrás de mí, le vi y me hizo señas de salir. Mejor estar afuera.

Nos sentamos en un banco. Fernanda estaría tal vez con mamá o quién sabe. Me asombró la cantidad de gente que había. De todas las edades. Cada uno de los que estábamos allí giraba en torno a un recuerdo, pero yo no lo conseguía. El sitio era un retorcer de estómago y una suciedad persistente. Era una falta de enfoque. Alzaba mi cabeza tratando de dar con algo. Me fijé en la puerta y no se cerraba nunca. Siempre alguien saliendo o entrando. Uno de esos fue mi tío Guillermo. Él también escudriñaba, luchaba por un poco de aire. Noté que nos vio a papá y a mí. Se acercaba, tanteaba. Llegó hasta nosotros pesado.

Es mejor que nos quedemos aquí, hijo, es mejor que te quedes con la última vez que la viste.

—No entiendo, hace poco estaba bien, de repente anoche palo abajo y nada la levantó, y listo, ahí está.

Nos dijo esto vacilante. Se notaba atento a la periferia, de su voz emanaba un jadeo de gato entre cuatro paredes.

—¿La vieron? —nos preguntó.

Quizá era eso lo que estaba perdido.

—Yo quiero verla —le dije.

—Es mejor que nos quedemos aquí, hijo, es mejor que te quedes con la última vez que la viste —me dijo papá.

Volteé a ver a mi tío Guillermo.

—Es verdad, es mejor —dijo apoyando a papá.

Entonces en la puerta seguía el movimiento, ese abrir y cerrar, el ir y venir de la gente. Busqué dando tumbos, hice fuerza, unas arrugas se me hicieron de recordar. Y esa última vez no salió por ningún lado.

*(Publicado originalmente en Letralia el jueves 2 de junio de 2022, https://letralia.com/letras/narrativaletralia/2022/06/02/el-otro-lado/?fbclid=IwAR3HlXZYq4dL72_6oUIj8GeI3u3-U1wBJ9yLMRPbSGcKpbRRXy5jL8PsySg)