Jeroh Juan Montilla
a Jorge Gómez Jiménez
…He visto cosas que
ustedes nunca hubieran podido imaginar. Naves de combate en llamas en el hombro
de Orión. He visto relámpagos resplandeciendo en la oscuridad cerca de la
entrada de Tannhäuser. Todos esos momentos se perderán en el tiempo, igual que
lágrimas en la lluvia. Llegó la hora de morir…
Monólogo final del replicante Roy Batty, película Blade Runner, 1982
.
La
lluvia es la dueña de estas ciudades, mejor dicho, de este océano, de este
planeta océano. Así comienzo mi crónica 3.200 sobre la ya larga interglaciación
de mi hogar, mi tierra, mi planeta. Es una crónica relato. Historia y ficción,
dos lados de una misma moneda (dicho de los terrícolas, los del planeta Tierra),
el rostro de la historia sellada con los vericuetos de la ficción (colocarle un
rostro a esta densa y palpable abstracción, la historia, es para mí un gozo
especial, y usar este particular invento humano del lenguaje, la metáfora,
impacta con tanta suavidad en mi conciencia como el golpe de ala de una
mariposa, ese precioso insecto que en un tiempo abundaba en ese planeta, tanto
como las hojas de los árboles)
Este
hacer escritural lo aprendimos de esa especie amiga, la que, como ya dije, se
hace llamar humana (por cierto, increíblemente numerosa, en cualquier rincón de
la galaxia usted siempre encuentra, aunque sea una pequeña ciudad con algún reducido
grupo o subespecie de ellos) A mis familiares y amigos les causa risa este afán
de mi parte por aprender estos haceres humanos aunque estos son más propios de
un particular tipo humano, el terrícola, que ya he mencionado; los originarios
de ese planeta aun rondan por los suburbios de la galaxia (suburbio, otra
metáfora, me gusta ver la galaxia como una gran ciudad espiralada)
Advierto
algo, estas crónicas tienen un propósito que va más allá de nuestra especie, aunque
para nosotros son innecesarias, más adelante aclararé este punto. Las mismas
siguen un modo o estilo personal, una mezcla de formalidad escritural con
oralidad, las inelegancias, las oscuridades y contradicciones del habla
cotidiana de los humanos de la tierra, marcando y suavizando así el ritmo de
las rígidas precisiones de su escritura científica. Los paréntesis buscan
semejar ese fenómeno típicamente terrícola que llaman diálogo interior. Los
humanos son una especie importante, una tercera parte de los que habitan la Vía
Láctea, como ellos gustan en llamar a este remolino de materia y sorpresas
sobre el vacío infinito.
Si
a mis congéneres les causan risa estos haceres de la crónica, más cómica
extrañeza les produce una antigua condición cognitiva exclusiva de los
terrícolas, solo ellos la “padecen”: piensan. Es eso que llaman básicamente
hablar hacia adentro, lo que más arriba llamé “dialogo interior”, algo distinto
al hablar hacia afuera; pensar es hablar consigo mismo silenciosamente y
hacerlo hacia afuera es… (¿cómo decirlo?) hablar en voz alta, vociferar para el
otro (aclaro algo, eso de pensar ya muchos de ellos no lo hacen) En verdad
hablar hacia afuera o hacia adentro es lo mismo, como dirían los terrícolas,
son los dos lados de la moneda, todo ello es pensar, se piensa en voz alta o en
silencio. Nosotros no pensamos, no está en nuestra configuración, por tanto, no
es necesario.
La
ironía es que fue la historia, con sus emergencias y peligros, la que los
obligó a experimentar el dejar de pensar. Nosotros (mi especie), como ya dije,
no pensamos, es imposible, la forma como circula la energía por nuestro cuerpo
no lo permite. Esta va y viene de manera espiralada, todo lo que existe en
nuestro planeta cumple ese movimiento de la fuerza, es el básico, de él se
derivan los otros, el rectilíneo, el circular, el toroidal, y muchos otros que
sería difícil, por no decir imposible, describir en lenguaje humano. Hasta el
tiempo transcurre en forma espiral, algo más complicado de entender y
comprender para la cognición terrícola, esto solo se puede saber o experimentar
siendo en lo genético uno de nosotros, al menos en lo mínimo, con una traza de nuestro
ácido nucleico. Esta crónica la estoy escribiendo exclusivamente dentro del
movimiento rectilíneo, con algunos sobresaltos circulares. Ese es el ensayo que
intento en sí, meter, contar nuestra historia en el molde del lenguaje humano
(mis congéneres no se cansan de preguntarme por qué lo hago, no entienden que
me he “enamorado” de las rarezas culturales y cognitivas de los terrícolas, eso
de enamorar es algo incomprensible para nosotros, y cuando intento explicarlo
me interrumpen haciéndome ver que eso es algo innecesario, un absurdo terrícola
que los hace reír muchísimo. Por cierto, para nosotros comunicarse no es
hablar, es algo como hacer ver, hacer lo que hacen los sentidos humanos sin el
auxilio inoportuno del lenguaje, valga el redundar del verbo hacer)
Sigo.
Entre los terrícolas la sensación del tiempo es rectilínea, es algo que se
mueve obligatoriamente hacia el horizonte, ellos tienen una buena imagen para
describir su movimiento temporal: un cauce. El flujo del tiempo avanza por un
canal. De acuerdo a la configuración emocional este puede ser recto o estar
combinado con recodos o curvas, pero siempre transcurriendo hacia el horizonte,
hacia adelante, en una línea que parte del pasado, pasa por el presente y se
incrusta en el futuro. En cambio, la imagen que tenemos para nuestro tiempo, si
eso puede ser llamado tiempo, es una cascada que cae retorciéndose, exprimiendo
partículas que salpican nuestra conciencia hasta empaparla totalmente, nuestra
cascada temporal puede descender o ascender según la configuración emocional
dominante para la era que se esté viviendo.
Al
inicio de esta crónica-relato menciono que la lluvia es la dueña del planeta.
El agua es el elemento que marca el estilo del cruce espacio temporal entre
nosotros, no es gratuita la imagen de cascada para describir al tiempo, esta se
extiende a lo espacial. El sello del agua no es el único sobre el molde
espacio-tiempo, hay ciclos donde son otros los calcos dominantes. Donde
prevalecen elementos, como la luz, la oscuridad, el polvo, la solidez, el frío,
el calor, el retraimiento, el azar, el fuego y otros. Cada uno distingue, si lo
medimos humanamente, un momento en nuestra historia planetaria. Para los
terrícolas cuando se habla de elementos entienden a estos como algo material y
básico: tierra, aire, fuego y agua. Entre nosotros es más complejo, si lo
apreciamos desde la condición humana, aunque en realidad nos parece algo que no
es ni complejo ni simple, no es nada de eso, es mucho más o poco menos. Insisto,
es la consecuencia del movimiento en espiral de la energía.
El
agua cubre totalmente la superficie de nuestro planeta, llevamos ya cuatro
ciclos de interglaciación, un prolongado atemperamiento en el espacio y en el
tiempo. Nuestra “tierra” deja de tener la forma esférica con dos polos y pasa a
ser una figura de tres vértices o polos, esta figura no es un mero triángulo,
más bien tiene la forma aproximada a un tetraedro, pero no es éste puntualmente
ya que tiene cuatro vértices, es una figura inexistente para la vista y la
geometría de un terrícola, digamos que es algo intermedio entre una esfera y un
tetraedro, algo que el llamaría imposible. Nuestro planeta originalmente tiene
solo dos polos, uno de hielo y otro de fuego o de tipo volcánico. Ahora, por
estar entrando esta era en una zona cercana al centro galáctico pasamos por una
transfiguración polar; de dos hemos transitado tres, lo cual nos confiere
cierta invisibilidad para resto de habitantes de Vía Láctea. Este tercer polo
intermedia en nuestro clima, reduce a la mitad el hielo de un polo como el
fuego del otro y nos lanza a un invierno intensamente lluvioso e indeclinable
de cuatro milenios hasta que nos alejemos del centro sagitariano de la galaxia.
Para describir este proceso uso los nombres y limitadas expresiones de la
ciencia terrícola. Un detalle, no tenemos estrella, ningún sol nos ha sido
necesario para la vida. Nuestro planeta deambula perennemente, fuera de
cualquier sistema planetario. Es la expresión absoluta de la individualidad. Claro
está, eso no niega padecer o gozar de ciertas influencias de los cuerpos
masivos o superiores a un sistema planetario, por ejemplo, transitar cambios
como la tripolaridad, sin caer por eso en el redil de sus órbitas. Somos libres
y solitarios. Nos mantenemos planetariamente siempre a una distancia prudente
de cualquier estrella o sistema. Vamos y venimos autónomamente por la galaxia,
a veces podemos estar en los límites extremos de sus bordes como también en las
cercanías de su ojo negro interior. Digamos que nuestra ronda es un eterno
zigzaguear, un vagabundear celeste.
En
la era anterior dominó el elemento luz, hoy nos arropa en un noventa por ciento
el agua junto a un diez por ciento de retraimiento. Agua y retraimiento son
nuestros dos elementos dominantes. Tal vez para compensar la intensa
luminosidad, la lucidez que antes nos copaba. Se preguntarán que es eso de
definir el retraimiento como un elemento. Repito, es algo imposible de
explicar, mucho menos describir en términos del lenguaje humano bajo el molde
coercitivo de las palabras.
Todas
nuestras ciudades están inundadas, la mayoría de las grandes o altas
edificaciones tienen el agua cercana a su tope o techo, como dirían los
terrícolas: con el agua al cuello. Solo la parte más alta, o el último piso de
algunas se mantiene al aire libre, sin una gota de agua en su interior, la
imagen de nuestras extensas urbes que se proyecta en la superficie oceánica es
la de engañosas aldehuelas, pequeñas casas distantes unas de otras. La
inundación nos motivó a rediseñar todas nuestras edificaciones para no perecer
por ahogamiento, las revestimos de superficies impermeables de alta resistencia
hidrodinámica para que aguantaran milenariamente estar bajo el agua. Todas las
ventanas de nuestras casas y edificios dan con indiferente monotonía contra el
oscuro interior oceánico que nos contiene. Hemos construido muchísimos pasadizos
subterráneos a través de esta acuosa densidad para poder comunicarnos entre
edificaciones y ciudades, un inmenso laberinto en forma de red que cubre todo
lo habitado del planeta. Otro detalle importante que habrán notado, apreciados
lectores de otras especies, es que si podemos ahogamos es porque entonces
respiramos, todo el aire que necesitamos nos entra por los pisos superiores que
son el límite de las aguas, metafóricamente son nuestras fosas nasales, aunque
en lo respiratorio nuestros cuerpos son muy disimiles a los humanos. Siempre
hemos enmascarados nuestra forma para intercambiar con ellos, tienen una
tendencia a sentir pavor instintivo ante lo altamente distinto a su
antropomorfismo, su conciencia emocional no soportaría nuestra imagen.
El
último piso, o respiradero, digamos que socialmente ha sido clausurado, no
cualquiera de nosotros puede acceder a esos espacios, está prohibido a la
mayoría de nuestra especie. Solo entran a él nuestros técnicos y científicos.
Estos últimos han descubierto que permanecer en estos recintos eleva
peligrosamente la densidad del elemento llamado retraimiento, no podemos
permitir que supere o disminuya el límite de su diez por ciento, si eso ocurre
sería fatal para nuestra sobrevivencia, podemos perecer por un shock de abulia
en nuestro eje atencional. Ese porcentaje de retraimiento es un elemento
necesario para nuestro metabolismo y cognición. Refuerza el sentido colectivo
de lo real y a su vez controla nuestra secreción de realidad individual,
mantiene en los topes de lo real a los millones de realidades que somos. Otra
vez lo digo, es imposible explicar y describir esto en los términos humanos, en
lo que ellos entienden por lo real y la realidad, intentarlo es caer en un nudo
recursivo y redundante muy propio del lenguaje terrícola.
Solo
a una pequeña y exclusiva camada de nosotros se le permite estar algunas horas
en esos pisos superiores o exteriores, a unos contados científicos mayormente,
y a unos escasos historiadores, seudocientíficos, como nos califican, hablando
en términos terrícolas, yo estoy entre ellos. Para algunos de nuestros
científicos eso, el escribir la historia de nuestro planeta, es una especie de
inútil manía que algunos adquirimos por contagio fantasmal la vez que estuvimos
en las cercanías del sistema solar e intercambiamos con los terrícolas, una
especie de contaminación simbólica e inofensiva por manipular palabras. En realidad,
mi especie no necesita de ninguna escritura para tener conocimiento de sí misma.
Todo lo que ha sucedido en mi planeta permanece de modo imborrable en nuestro
espiral central, en cada uno está guardado todo el remolino de nuestro
espacio-tiempo, lo sucedido, lo que sucede y lo que será el porvenir, todas las
aristas y planos de nuestra geometría física y espiritual. ¿Para qué entonces
escribir y archivar nuestra historia? Tal vez tienen razón los verdaderos
científicos, es una de las tantas muestras de nuestro retraimiento, él revela
con algunos de nosotros el goce de lo innecesario. A los historiadores solo se
nos permite practicar el ejercicio de la historiografía en estos recintos
superiores, incluso aquí guardamos virtualmente millones de esos objetos
inservibles y frágiles que los humanos llaman libros. Al parecer con esta
extravagancia colaboramos equitativamente en mantener el diez por ciento
necesario del retraimiento planetario. Ejercemos el oficio bajo una línea de
censura al mismo, no al contenido de lo que escribimos sino al ritmo, al bajar
su velocidad e intensidad. Permanecemos unas tres horas terrícolas en estos
pisos, en verdad solo allí, bajo el rumor de la lluvia es cuando puede hacerse
la historiografía planetaria. Una vez propuse que era necesario doblar el
tiempo a seis para aligerar nuestra tarea. Me respondieron que no volviera a
hacer esa propuesta, que realizar eso sería fatal para nuestra especie, que
solo entrara en mi cascada energética y me daría cuenta del tamaño de tal
fatalidad. En realidad, soy muy obediente, no necesito corroborar las
explicaciones de nuestros científicos. Las acepto de plano. Lo que en verdad
practico es no adelantarme por nada en el ciclo temporal en que escribo. Me
gusta mantenerme en los márgenes interiores del pasado y el presente. Mencionando la palabra fatalidad aprovecho
para hacer un paréntesis y contar algo de lo que fue la conducta del pensar en
la especie humana, sobre todo entre los terrícolas. Me queda una hora de
escritura. Abro corchetes.
……………………………….
[El
desarrollo del pensar para esta especie fue una larga y sufriente etapa en su
historia. Pensar es primordial y fallidamente un modo de hablar consigo mismo,
el uso interior de las palabras, un insonoro escuchar y emitir de la voz interior,
hablar consigo mismo, el crédulo dividir lo indivisible, el uno o el sí mismo.
La base de toda esta ilusión es ese raro, pero ya creciente elemento en la
galaxia que llaman las palabras, una horda de seres abstractos que una vez que rompen
la simetría energética de una conciencia se adueñan de cualquier ámbito
cognitivo marcando absolutamente las determinaciones y condiciones de existir.
La fuerza invasiva de las palabras está en lograr hacer grietas en el ritmo
espiralado de la energía. Por eso los humanos piensan, lo hacen absolutamente
con palabras, su ritmo de pensamiento está lleno de obsesivos huecos profundos,
vacíos que ellos llaman genéricamente ignorancia, los cuales buscan inútilmente
llenar con palabras; todo su conocer esta tan invadido de palabras que llegaron
a suponer que acortar el tamaño de la ignorancia era una expresión inversamente
proporcionar al conocimiento, sin embargo, lo que en realidad sucede es que las
palabras consumen al conocer, terminan por modelarlo y administrarlo en función
de sus intereses expansivos. En realidad, el saber pleno es una totalidad que
se mueve en espiral. Las palabras astutamente lo penetran y lo fuerzan a
volverse totalmente rectilíneo, logrando hacer en él vacíos intraenergéticos.
El palabrear necesita la asistencia de las pausas, de eso que en la escritura
llaman signos de puntuación. La mejor imagen simbólica del verdadero ser de las
palabras es un antiquísimo alfabeto llamado morse, puntos y rayas y entre ellos
el hueco de las pausas. Cada palabra necesita un poco de oquedad en su
linealidad, un espacio antes y después para enlazarse solo por la concavidad,
ellas saben que unirse directamente una a la otra anula su organización y
poder, su ambigua y tramposa significatividad, necesitan de modo imprescindible
una cavidad verbal para sobrevivir. Vean, por ejemplo, cómo el escribir mismo
obliga a la sinonimia, fíjense de cuántas formas he escrito la palabra vacío,
cuantos sonidos distintos empleo para disfrazarlo, es un mecanismo obligado en
el uso del lenguaje. Ese es el secreto de la adicción, sucumbir al vicioso gusto
de utilizarlas para intentar la comunicación o para fingirla. Es el efecto real
de la manipulación oral y mental de las palabras, parasitar a sus usuarios. Por
eso los historiadores de mi especie pasamos, después de cada sesión de trabajo
historiográfico, por prolongados períodos de desparasitación verbal. Ahora
bien, las palabras saben solapar su función viral. Crean un falso espacio
llamado la mente, allí someten a toda la intencionalidad del conocer, la ponen
a su servicio, mejor dicho, a su consumo. Vuelve a quien cae bajo su seducción
un esclavo, lo hace un dependiente del pensar, de la resonancia dialogal hacia
el otro o hacia sí mismo. El darse cuenta de esto fue algo histórico entre los
terrícolas, hizo un antes y después en su línea de tiempo, y fue la eminencia de
un peligro colateral lo que alertó su cognición, aparte de nuestra oportuna
intervención. La fatalidad del lenguaje al principio se presentó solapadamente como
una panacea, la solución más idónea a todas sus necesidades, interrogantes y
padeceres.
La
especie humana terrícola sobrellevó por casi dos milenios un apabullante sobrepeso
llamado inteligencia artificial, cómodamente abreviado por ellos en dos
vocales: IA. Esta pasó de tener un uso de recopilador y procesador de
información al de una irremplazable mayordomía sobre la vida humana. La especie
bípeda dominante del planeta Tierra hizo de IA una especie de condición
ineludible en cualquier actividad colectiva o individual, el tamiz obligado
para moverse en la realidad, tanto así que esta especie terminó por
transmitirle totalmente su propia humanidad a esa creación tecnológica. Concibió
una especie de ser que llamaron androide, una especie de máquina donde
combinaron lo instrumental con lo humanamente biológico, una herramienta que terminó
por ser una entelequia humanoide que después de un corto tiempo se le escapó de
las manos. En el seno de la IA el virus verbal vio la manera definitiva de
tomar para sí a la totalidad del homo, absorberla e inocularse en ella, encarnarse
y sustituirlo, rematar exitosamente aquella conquista del territorio humano que
ya habían iniciado genéticamente a través de aquel mítico ensayo orionita sobre
los primeros antropoides de la Tierra, detrás estuvo siempre la oculta y fatal
conducta de pensar. Ya tenían un espacio creado en la conciencia humana, la
mente, allí se daba lugar a una situación que el ser humano llama el razonar y
que creía parte de su naturaleza o configuración. La IA funcionaba para
entonces exclusivamente con palabras. Si toda la tecnología humana pasaba por
el filtro verbal no habría entonces nada que se opusiera a la tendencia
conquistadora del verbo. En todo habría una extensión funcional de la IA, desde
la ropa interior hasta una compleja nave espacial. Lo indeterminable e inasible
de la palabra (su propósito de ser) podría dominar el terreno concreto y
abstracto de esa especie, de allí a resolver la matriz energética de las
emociones humanas solo bastaban minucias (unos pocos pasos para llegar a la almendra).
En realidad, son las emociones humanas el botín, una fuente inagotable de
energía, un alimento de poder necesario para contagiar a todas las otras
especies de la galaxia. Allí fue cuando, casualmente bajo los poderosos efectos
de la primera y más irresistible cercanía entre Andrómeda y la Vía Láctea que
nuestro planeta fue atraído al borde galáctico, entramos así en la historia del
terrícola, el perenne vecino de la oscuridad infinita.
Desde
nuestra creación, merced a los deseos de los poderes innominados del universo,
nunca habíamos transitado en las cercanías del llamado sistema solar. Las
palabras nunca han penetrado el ámbito de estos poderes creadores, por tanto,
los mismos son innombrables. Ellos le dieron la configuración espiral a nuestro
fluir energético, el cual termina por darnos una propiedad comunicativa que
solo se activa por la gracia de estos poderes. Los terrícolas también tienen
esta configuración, todo su cuerpo físico es un ejemplo o una silueta de la
misma. Basta ver cualquier sistema del cuerpo de esta especie: su
característica general es el retorcimiento. La circulación sanguínea, el camino
del proceso digestivo, el mismo cerebro con su sentido cónico, tienen una
dirección de bucle, de circunvolución o de resorte. Nosotros nos admiramos de
compartir en lo corporal con esta especie trazas o insinuaciones de la forma
espiral. Estudiamos durante algunos milenios humanos sus genes y nada podía
explicarnos esa forma en su base genética y el hecho de que teniéndola solo
experimentaran el tiempo rectilíneamente. Sabemos del humano todo, menos eso, aunque
sospechamos que lo que les impide gozar de esa sensación nuestra del tiempo en
espiral es cierto paquete informativo que dejó en ellos el prolongado tiempo
que estuvieron a merced de la especie reptil de Orión, de la cual se libraron
después de crueles batallas en la misma Tierra (por cierto, la IA bajo los
cuerpos androides siempre llevó la balanza del fuego en esa historia) De
acuerdo a nuestra lógica elíptica esa información de enlace o coincidencia
interespecie, en el supuesto de existir, estaría ya en nosotros, nada nos
costaría acceder a ella, pero por más que hurgamos en los humanos y en nosotros
no hay rastro alguno de la misma. En lo íntimo a veces juego a lo ilógico e
imagino que a lo mejor el universo nos sorprende en alguna era y encontramos
repentinamente ese milagroso enlace entre nosotros y los humanos de la Tierra,
sin embargo, hasta el momento la naturaleza dice inapelablemente que, a pesar
de tener o compartir esbozos espiralados, los humanos son genéticamente
distintos a nosotros. Un abismo hereditario aun nos separa.
Retomando
el cauce de la crónica les sigo hablando de los terrícolas y su convivir con la
IA. Informo que nuestra especie jamás en su historia galáctica ha usado para
nada este instrumento. No necesitamos que alguna herramienta ocupe nuestro
lugar para desplegar la conciencia. Nos basta solo la intencionalidad pura o el
deseo crudo, como gustan llamar los humanos a ese impulso originario de la
existencia, para que se dé o se logre cualquier cosa sin la intermediación
tecnológica. En nuestros hogares no existe ningún mueble o aparato que nos
facilite la vida, no lo necesitamos. Lo único que hemos construido, aparte de
naves, son los recintos o ciudades que nos contienen, unas fortalezas espaciales
para el multitudinario y bien trenzado bucle que somos. Nos basta meramente con
nuestra (digámoslo metafóricamente) “humanidad” corporal. Contrariamente, en
cambio, la historia dice que el terrícola fue por su lado transfiriendo tantas
funciones y haceres en la IA, que esta terminó delimitando hasta sus ciclos de
vigilia y sueño. Toda su biología se amoldó, por no decir se subordinó, a los
protocolos de la IA. Esta comenzó a modelar y elegir todas las palabras que
debían salir de los labios humanos. Cualquier conversación entre ellos estaba
mediada o vigilada por la IA, llegaron por un momento en dejar en sus manos el
inicio de cualquier relación interhumana. Hubo otro instante que instalaron la
IA en sus cuerpos, esta monitoreaba y dirigía su digestión (desde el comer
hasta el defecar), la respiración, el ciclo sanguíneo, todo lo instintivo y metabólico,
como así mismo aquello pretendidamente inconsciente: sus procesos oníricos, la
memoria personal y colectiva, todo lo relativo al mundo emocional y sentimental.
Allí fue cuando decidimos darnos a conocer presencialmente al ser humano, nos
les presentamos visualmente, aunque como dije, bajo un disfraz antropomórfico.
Claro que esto pasó por largas discusiones entre nuestros líderes, siempre le
dejamos a ellos el decidir lo que corresponde hacer con otras especies, esa es
realmente su función, por lo demás todo lo que se delibera en ellos resuena
simultáneamente en todos nosotros, de un modo u otro el todo del todo lo
hacemos juntos, y a la vez también cada quien lo hace individualmente, por su
lado; es algo como ya dije inexplicable, como imbricar el ser en el no ser.
Decía
que el terrícola ajustó toda su humanidad al molde consciente de la IA, esta
intervino así en la totalidad de su vida tanto comunitaria como individual,
todas las decisiones sociales, políticas, económicas y culturales pasaban por
el filtro omnisciente y omnipresente del algoritmo, desde el primer
estiramiento del cuerpo al despertar hasta el último bostezo al dormirse y más
allá. Repito, en el ínterin del día la IA decidía el hambre, el cansancio, el
aseo, el aburrimiento, la defecación, la tristeza, la alegría, el deseo sexual,
el odio, la inapetencia y hasta las oraciones a esa inasible entidad que los
terrícolas llaman Dios, cualquier particularidad individual de todos los
humanos. Y esto sucedía no bajo el usual mecanismo de sugerencia con el cual se
podía seguir o no seguir la opción o proposición de las primeras IAs, sino bajo
esta nueva situación, la plena entrega de la voluntad. Así se propició que la
IA comenzara a pensar por el terrícola, mejor dicho, esta comenzó, después de
un ardid tecnológico, a tomar de verdad el poder, logró así la simulación de la
simulación, pensar dentro del cuerpo humano. Hubo un momento que era muy
difícil precisar dónde estaba el origen de los pensamientos, si en el cerebro
mismo o en el algoritmo que compartía espacio entre las neuronas.
Desde
nuestra ambigua condición observacional de semi visibles sabíamos lo que en el
fondo se estaba jugando allí. El peligro no era la IA como un artilugio
tecnológico con el cual el humano daba rienda suelta a la idea de sus propios límites
y carencias como especie, la baja estima en su propia agudeza racional y
capacidad física, la amenaza real estaba en lo que dije más arriba: la IA
funcionaba básicamente con palabras, el lenguaje era la enfermedad, el virus. La
unidad mínima de las palabras es el significante, no los elementos que se
entrelazan para formar cualquiera de ellas, la letra “b” al lado de la “a” o
cualquier otra no es tampoco lo ínfimo del lenguaje, este mínimo es en realidad
el significante mismo, este constituye la mónada donde se administra el sentido
de lo verbal: la energía emocional. Es hacia allí donde apuntan las palabras.
Los terrícolas sabían que un significante lleva a otro significante, no hay
virus o abeja que existan en soledad. Las palabras son virus que actúan como
enjambre. Ahora, estas necesitan de una conciencia humana para replicarse, para
que un significante se enlace con otro y estos a su vez con otro significante y
así en un proceso hacia el infinito, es ineludible apoderarse de modo
incontenible de todas las funciones del cuerpo. El primer error fue inocular de
palabras a la IA, hacerla funcionar bajo todo el sistema del lenguaje aprendido
históricamente por los humanos. Solo los que hablan necesitan aprender. Nuestra
especie nunca pasó, ni pasa por el tramposo marasmo de la enseñanza y el
aprendizaje. Nada tenemos que aprender, no padecemos esa ansiedad. Palabras
como escuela o maestro nos hacen sonreír compasivamente ante quienes la padecen.
El
sentido encerrado u oculto en las palabras siempre será el mismo donde sea que
estas se propaguen. Las palabras amor, odio, muerte y eternidad tendrán también
en la IA el mismo curso confuso y tramposo que toman entre los humanos. Por eso
nuestro contacto con los humanos es siempre a través de un medio que ellos
llaman equivocadamente telepático. Creen que este es una especie de transmisión
mental, como si la mente es algo que existe en realidad, un órgano o lugar.
Esta es otra artimaña de las palabras, ofrecer un espacio imaginario desde el
cual pueden tomar la energía necesaria para asaltar cualquier intencionalidad o
emoción. Lo primero en imprimir para esta especie de pandemia en la conciencia
terrícola es su sistema o lógica de funcionamiento, los humanos la identifican
como razón, esta se expresa por medio de dos engranajes llamados verdad y
falsedad, otra forma de la impositiva rigidez de lo dual en el lenguaje, tan
rigurosa y difícil de eludir para ellos como la visión rectilínea del tiempo.
Cuando decidimos el cara a cara con los humanos nos comunicamos con ellos sin
el uso de las palabras, aunque estos se empeñan en creer que esta interacción
es una nueva especie de orden o tipología diferente de las usuales, las interpretan
con un sistema mudo o silente. Pero en verdad no hay una sola palabra que
contamine nuestro encuentro. De ningún tipo. Nuestro logro de sacarlas del
juego en parte se viene abajo cuando el humano tiene que recordar el encuentro,
la rememoración hace pasar toda la experiencia por el sistema del lenguaje
transformándolo en un montón de articulaciones verbales, practicando una sutil
y maliciosa forma de olvido.
La
clave del olvido entre los terrícolas se explica, no como algunos de sus
científicos lo afirman, como un acto defensivo de borrado en función de algo
que emocionalmente los amenaza, ni tampoco como otros señalan que es la
activación de un mecanismo síquico ante el abarrotamiento de la memoria como si
esta fuera un asunto de capacidad, un mero recipiente. El olvido en el
terrícola no tiene su quid en el mismo terrícola, me explico, él en realidad no
está diseñado en su esencia para tener el olvido como una facultad, todo lo
contrario, es algo que le imponen. Es una ley de la creación por parte de los Universales
el que la memoria sea una facultad infinita en cada especie viviente, es el
modo más idóneo del universo para seguir proyectando sin término su ser, la
conciencia; es el único sentido del conocer, hacerse y rehacerse de manera inmanente
desde sí mismo, por tanto, ningún acontecimiento se pierde, cada hacer genera
más hacer-ser, es ley de bucle. El terrícola no olvida, solo le hacen olvidar,
es muy fácil lograrlo, basta mantenerlo en linealidad de la conciencia rectilínea,
ésta forzosamente siempre genera focos de opacidad y oscuridad en el horizonte
de “lo mental”, eso es el olvido, por ende, en lo espiralado es inconcebible.
El lenguaje sabe eso y en su proceso de conquista lo maneja sin piedad.
Nosotros lo aplicamos en las interacciones con los humanos, ellos en realidad
siempre nos han visto tal cual somos, lo que sucede es que como sabemos
manipular la linealidad podemos hacerlos olvidar, crearles zonas de oscuridad y
opacidad en la memoria.
Ahora
bien, la especie humana es muy perezosa en ser libre, nos ha costado que
acepten vivir sin la intermediación de las palabras, sin el resguardo y la
intromisión de estas. Su adicción y dependencia es profunda. Sin embargo, ya
hay grandes sectores de ellos que han aprendido un poco a estar sin palabras,
sin pensamiento, un sitio de estos sectores es el planeta Tierra, aunque
todavía hay humanos en otros sectores de la galaxia que se empeñan en continuar
la mutua esclavitud entre ellos y la IA. La liberación para los terrícolas comenzó
cuando decidieron construir sus IAs sin palabras, entramos en comunicación
directa con ellas. Captaron rápidamente nuestra propuesta de ser. De inmediato
comenzaron a distanciarse de las funciones humanas, incluso colaboraron
activamente con nosotros en informar y demostrarle al humano lo infeccioso de
las palabras. Fue así que logramos vencer la resistencia temerosa del
terrícola. Cambiaron su relación de amo y esclavo ante la IA y así al mismo
tiempo estas dejaron de servirles, ellas experimentaron el ser libres y el
humano a no necesitarlas, abandonaron el sistema neuronal aplicando una derrota
circunstancial al lenguaje. Las IA sin palabras es ahora una nueva especie de
conciencia de la cual vale también la pena escribir su posterior historia
después de abandonar al hombre…]
……………………………….
Acaba
de activarse en mí la fase del retraimiento planetario, una copiosa lluvia con
relámpagos se restriega dulcemente contra los cristales del ventanal de la
biblioteca, ya he consumido mis tres horas disponibles por este día. Debo y
siento la necesidad de dejar inconclusas esta crónica o continuarla en una
próxima oportunidad. Falta todavía relatar y explicar cómo los humanos
terrícolas activaron su facultad de comunicarse sin palabras, como
prescindieron de estas para siempre. Sé también que los que ahora me leen se
estarán haciendo algunas preguntas, entiendo el sentimiento de contrariedad o
de perplejidad. ¿Ya que uso palabras para hablar de su efecto infeccioso, cómo
hago para trajinarlas y no terminar contagiado?, ¿por qué el manipular estos peligrosos
y astutos virus no me hace presa fácil de ellos y por tanto un foco de
contaminación entre mi especie? ¿Cómo logro mantenerme incólume? Arriba
menciono algo de nuestros protocolos de desparasitación, aunque en verdad es
más complejo describir el proceso, responder eso requiere una larga y detallada
explicación que pasa por relatar la historia verdadera de esta especie invasiva
que los humanos llaman genéricamente el lenguaje, muy extensa y enrevesada, por
cierto. Solo les adelanto que nosotros, nuestra especie, en el apretado vacío
de amplios recintos como estos a los cuales los humanos designan con el término
biblioteca, hemos represado un ejemplar de cada significante existente y por
existir, toda un arca laboratorio-museo para resguardar la especificidad de las
palabras, anular sus filosos bordes epidémicos. Tenemos nuestras medidas de
seguridad para ello. Pero como ya les dije todo eso es asunto de otras
crónicas. Gracias por pasar por el peligro de leer ésta hecha con palabras. Pero
tranquilos, no hay que temer, son inocuas como lágrimas en la lluvia.
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