Narciso: Planta de flores blancas o amarillas con corona central acampanada.
Narciso discutió acaloradamente con su hijo, con su esposa, o con su madre, nadie lo sabe con seguridad. Igual da. El asunto es que discutió, y hoy lunes (¡comenzando la semana! ) esa fue la gota que derramo el vaso: la ira acumulada por meses de frustraciones y fracasos le estalló en el rostro como una bomba casera mal manipulada, y fuera de sí golpeó escaparates y volcó patas arriba sillas y mesas para luego salir furibundo de la casa, rumbo a una tarde que pronto se inhumaría dentro de la noche.
Caminaba apresuradamente, como hostigado por algún enemigo invisible, sin ver ni contemplar a nada ni nadie a su paso. El tráfico y la gente le eran indiferentes, ensimismado como estaba en el esfuerzo más mecánico que físico de caminar. Atravesaba calles infestadas de gente, o gente infestadas de calles. No oía ni veía el rumor de los mil motores, ni el asfixiante humo de los tubos de escape, ni el vocerío confuso de gente que vive vidas confusas en edificios confusos. Solo pensó que los espacios tranquilos donde conversar o darse un rato de esparcimiento son escondites raros y reguardados, simples reductos de los centros comerciales y zonas residenciales, lugares donde uno se esconde como protegiéndose de un bombardeo enemigo. Eso es su ciudad. Un estado permanente de sitio sin haber una previa declaración de guerra ni la inminente invasión de alguna tropa enemiga. Narciso no pertenecía al caos urbano ni quería toparse con ningún conocido para darle explicaciones inútiles de su caminar acalorado y su rostro transfigurado por la ira, la fatiga y la resignación. Era un autómata, un objeto sin alma ni identidad alguna. Era rostro sin rostro entre el vaho de las multitudes, tan solo un número anónimo de las estadísticas que nadie lee.
La noche sepultó a la tarde y Narciso seguía errante, ahora con el desencanto y la desazón amargándole el paladar. Se sentía una pobre vida biológica sin ningún propósito. Vida biológica sin su ecosistema. Eso somos. Eso soy. Al final, ya calmado, no hallaba que cosa hacer. A veces caminaba en círculos absurdos e irregulares las mismas cuadras, las mismas calles, las mismas casas, tanto que hasta pensó que alguien lo confundiría con algún maleante o ladrón y terminarían por arrestarlo. No no quería regresar a casa, no deseaba verle la cara a los suyos, a los que tanto amaba pero al lado de quienes a veces se sentía más solo que acompañado; pero tampoco se le ocurría a donde ir. Lo suyo, más que un caminar o deambular, era un arrastrar el alma por el polvo y los desperdicios de las aceras. Finalmente se hizo de unas latas de cervezas y se ocultó derrotado en la sombra solitaria de un recodo de aquel parque que siempre la había parecido tan absurdo, para tranquilizar y acallar sus pensamientos en el alcohol. Así era Narciso. Así son muchos: hoy y mañana siempre habrá un Narciso en cualquier metrópoli del mundo, marchitando y manchando pétalos en los basureros humanos. El corazón de Narciso es tu corazón y el mío...
El parque, según se lo habían dicho varias veces, era un lugar indeseable, peligroso, donde abundaba el atraco, las violaciones y la venta y consumo de drogas. No era un sitio donde alguien pudiera pasar un rato decentemente. "Una vez paseaba por allí y vi como un hombre se masturbaba a plena luz del día" le dijo una amiga la vez aquella que pasaron cerca del parque en un autobús. La pobre mujer quería trotar en las tardes para mejorar su condición física y ni eso se puede hacer. Pero ahora eso no le preocupaba. Había llegado a los límites de la paciencia. "Ya no me importa lo que pase, estoy harto de todo". El peligro, la vida, o la muerte, le parecían lugares comunes para establecerse. Una y la misma cosa: tres sitios habitables por igual. "Si nacemos, ¿por qué no habremos de morir? Nadie se queja de nacer, todos lamentamos el morir, pero ambas cosas son lo mismo". Al girar la cabeza de un lado al otro, no le encontró sentido ni originalidad a nada de lo que veía. Los arqueólogos nos hablan de las ruinas que albergaron civilizaciones hoy desaparecidas, pero ¡oh paradoja! Nuestra civilización, sin haber desaparecido, ya habita en ruinas, caso sin precedentes en la historia. Aquí de las fuentes no salta el agua cantarina, nace la hierba mustia del cemento agrietado, las bancas tienen desprendida las espalderas y los faroles no regalan su tenue luz a los enamorados de antaño. Aquí todo carece de sentido o de propósito; a nada se le descubre un contenido ni alguna función. ¿Qué arquitecto concibió, diseñó y ejecutó estas desagradables estructuras de cemento y metal que no comunican ningún mensaje coherente al entendimiento? ¿Por qué el alma suele estrellarse contra estos adefesios? Es como diseñar maquetas mortuorias para que la habiten los vivos; mausoleos para los que tienen ansias de vivir. Narciso echó hacia atrás la cabeza y miró en el cielo el frágil adorno de una nube iluminada por la luna. Le complacía saber que muy por encima de las urbes se pudiera ver todavía la pureza y la belleza en las cosas que aún no han sido tocadas por el dedo del hombre, entes milenarios que sin ser sensitivos poseían belleza y cumplían su misión sin la intención de dañar a nadie ¿Qué hacía él allí? En realidad nació y se crió en una provincia medio despoblada donde al llano le florecía el alma. Ráfagas de recuerdos remotos le conmovían el alma muy en lo hondo, como la de aquella donde se bañaba desnudo en una quebrada junto con otros niños de su edad, los mismos que hoy siguen ordeñando vacas y sembrando sorgo en los campos. Más le hubiese valido quedarse descalzo y bruto en esas santas soledades donde el progreso era desconocido. "¡Ah Dios!" exclamó como esperando que detrás de esas nubes que admiraba con ojo nostálgico brotara alguna voz divina. La voz divina no se dejó oír, pero en cambio se le acercó un joven enjuto de carnes, semblante macilento y sin afeitar. Saludó a Narciso con los modos y cortesías de un ejecutivo de alguna empresa importante. Lo que le faltaba era la corbata anudada al cuello y un reluciente maletín en la mano derecha. Narciso frunció el ceño, desconfiado y a la vez aliviado al saber que no tenía michos billetes en el bolsillo. Entendió que este hombre, en efecto, promocionaba un producto para la venta. Un ejecutivo después de todo. Un ejecutivo de los bajos fondos. Le ofreció a Narciso mercancía, muy buena, de comprobada calidad, de esas que surten efectos cuando te encuentras solo y abatido entre las sombras de un parque, o plaza, o esquina de la ciudad. Se trata de droga. "Son pastillas" le dijo. "Usted parece necesitarlas". Son muy buenas, él mismo se tomó tres esta mañana y mire usted como estoy, todavía bajo sus efectos, tan activo y despierto como cuando se las tomó, hace doce horas. Pero Narciso ni lo pensó: sabe y ha leído mucho para caer en una trampa tan evidente y mal puesta. Ni estúpido que sería. Además, algunos de sus compañeros de la secundaria (jóvenes brillantes y prometedores) la habían probado y probado y vuelto a probar y ahora andaban por allí convertidos en pobres despojos humanos cuyas neuronas habían naufragado irremediablemente en el vicio. Vidas podridas y quemadas por el abuso y la sobredosis. Otras flores que se marchitaron en su plenitud. "Lo que yo tengo me lo cura el Doctor Tiempo" pensó, sin embargo Narciso dejó hablar a este híbrido de traficante y consumidor a ver hasta donde llegaba con su labia. "Ah si esta inteligencia para persuadir estuviera puesta al servicio del bien" se decía hacia sus adentros. Pensó darle un buen susto diciendo que detrás de aquella estatua de ninfa reseca y mutilada se ocultaba un agente de la policía espiando todos sus movimientos, pero le pareció arriesgado. Al fin Narciso, sin manifestar temor pero sí muy extenuado, dijo: "No amigo, yo no consumo eso, gracias de todos modos y por favor, siga su camino". El traficante se puso repentinamente serio, masculló alguna disculpa apresurada y dijo: "Ah... Perdone... Ya sabía por su cara que usted no compra esta... estas cosas. Nada ha pasado. Hasta luego. Pásela bien" El hombre se marcho pero antes se detuvo unos metros más allá, frente a la pareja de la otra banca, de seguro para ofrecer lo que le ofreció antes a Narciso, solo que esta vez recibió un grito y un soberano empujón que lo hizo huir cojeando como una animal zaherido.
Pasaban las horas. Los pensamientos de ira e impotencia se durmieron por un momento en el alcohol. La luna sigue en el cielo pero la nube desapareció. En otra banca se instalan a conversar y a catar un licor barato con sabor a mil diablos dos personas. El uno mayor, el otro, más joven. Propiamente no conversan. El mayor habla y el otro oye. El que habla no habla en realidad, más bien vocifera con energía y convicción, como quien da un discurso político. Es una arenga política de esos borrachos que no han recibido nada del gobierno pero lo aman hasta el delirio. Su alocución está construida con oraciones tales como: "¡Que viva mi presidente! Él sí que ama a los pobres carajo! Los de antes eran corruptos, se llevaron la riqueza del país, y sus mujeres son unas putas!" Mientras más ron se le subía a la cabeza, más vehemencia y calor exhibían sus palabras. El otro calla, sin prestar mucha atención, más entretenido en manipular su teléfono celular en la mano derecha que en oír las razones del otro. Narciso suspira resignado y desengañado. Se siente con la suerte de ser un hombre lúcido, pensante, que no caería en la trampa de las promesas políticas. Durante años y años han ascendido al poder traidores a la patria que cuentan con el voto o el apoyo incondicional de estos pobres seguidores que luego mueren traicionados en la miseria y la decepción. Carnes de cañón. Es una manía o vicio de la nacionalidad. Los camposantos de todo el país está abonados con las cenizas silenciosas de los que una vez gritaron a todo pulmón: "¡Viva Páez!" "¡Viva Zamora!" "¡Que viva el ilustre americano!" Al menos a Crespo le metieron un balazo en la Mata Carmelera, pero entonces vino "La Restauradora" "La Libertadora" "La Rehabilitadora" y, para rematar, una larga dictadura de casi treinta años. Narciso no era político, no creía en la política: había leído mucho y desconfiaba de los mesías y de sus proyectos políticos de redención social. Perdida la timidez y envalentonado por los tragos que tenía encima, Narciso gritó: "¡Epa Don! Disculpe, pero... ¿Es que su amigo no responde ni opina? ¡Déjelo hablar!" El camarada parlanchín, hombre canoso y de gruesos lentes de carey, enmudeció abruptamente, lanzó una carcajada y lo invitó con un amistoso movimiento de mano a incorporarse a sus monólogos. Narciso no tuvo temor de acercarse. "Es una inofensiva y breve hermandad de la ebriedad" pensó. El del teléfono celular por fin habló. Despotricó como quiso contra el gobierno y refutó punto por punto los argumentos de su amigo, pero todo no pasó de allí. Ni golpes ni insultos. Tienen sus diferencias políticas pero eso no les impide profesarse una leal amistad. Eso le gustó mucho. Tras intercambiar ideas, opiniones, puntos de vista y un par de tragos con sabor a mil diablos Narciso consideró que era mejor marcharse y se despidió de sus amigos, dándole al tribuno un sendo abrazo fraternal, como si se amaran entrañablemente.
Se va. Se marcha. Lo ven irse dentro de la oscuridad. Pero es un peregrino que no tiene una tierra prometida al final del camino en donde clavar las estacas de su tienda "Nadie pertenece a nada, nada es nuestro, ni aún las ideas" piensa. Por eso, si apenas cree en Dios, aunque aquella estudiante de medicina le diga que Dios "no es funcional" Narciso viene de ninguna parte y se dirige a ninguna parte. Siente que no tiene a donde volver o que no vale la pena hacerlo. Se siente el inmigrante de un mar infinito que nunca tuvo puertos de salida ni de llegada. Por ahora es un ser perdido en el aturdimiento del alcohol. La medianoche de hoy es más medianoche que nunca. Medianoche que cala hasta los huesos. A esta hora nadie camina ya por las calles. Solo se oyen los sonidos de sus propios pasos pisando al silencio. Porque no camina: pisotea... Vuelve la ira y la impotencia. Es animal inofensivo trasladada a una época que no es la suya, una especie desarmada ¿o quizá un ángel? dentro de un hábitat que le es desconocido y hostil. Narciso, ebrio, camina guiado por un instinto animal que no despedaza presas. El es inocente, inofensivo.
Sin embargo ahora gruñe, lanza zarpazos al silencio y aúlla como un lobo contra los comercios cerrados y la luz neón.
2 de Septiembre de 2008
*Bibliotecario y escritor venezolano (San Juan de los Morros, estado Guárico)
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