Daniel R Scott*
Una buena amiga me pidió que fuera a cuidar su casa. "Me voy de viaje por un par de días" me explicó. Asi que, como no tenía nada que hacer este fin de semana, eso hice. "Para esos somos los amigos" pensé yo. Pero cuando llegué a los umbrales de la vivienda, en medio de las pesadas penumbras de una noche de mito, me abrió la puerta mi esposa. Llevaba en la mano derecha un candil que apenas iluminaba la oscuridad con una luz amarillenta y mortecina. Mi sorpresa fue descomunal. "¿Que estás haciendo aquí?" le pregunté desconcertado y visiblemente molesto. "En esta casa viviremos a partir de hoy" me dijo, mientras me invitaba a entrar, mostrándome las habitaciones y los corredores de la estancia. Me hicieron creer que cuidaría por un par de días esta casa tan lúgubre y ahora me encuentro que por obra y gracia de una trampa piadosa este será mi nuevo domicilio. Según cuenta mi esposa mientras revisamos las habitaciones, nuestra amiga nos dió la casa exonerándonos de todo alquiler, lo cual es una prueba evidente de su buena voluntad y una oportunidad que no se debe desaprovechar. "Para eso estamos los amigos" dijo la presunta amiga, apareciendo repentinamente y sin anuncio a nuestro lado. A la luz del candil observo su rostro sin rostro. Pero, ¿quién es esta amiga nuestra? Realmente no la conozco. O no lo conozco como debería. Me avergüenza preguntarle quien es, cual su nombre. ¿Qué sucede con mi memoria? ¿Por qué me resulta tan difícil recordarla ahora? Tendré que ir al médico para que me recete algún fármaco milagroso. Lo único que le falta a la farmacología moderna es inventar las píldoras de la eterna juventud. Me sentí incomodo. Dije que me iba y abrí la puerta para salir. Mi esposa, candil en mano, ruega que me quede. "Este es nuestro hogar" insiste, pero a mí no me gusto ni la casa ni el sector tan sombrío donde se encuentra ubicada, asi que me marché de allí, sin armar escándalos pero sí muy pensativo. Al salir de la casa, en algún lugar del camino que no recuerdo, encontré tirados y magullados en el polvo los lentes de mi jefe, quien también es mi amigo de toda la vida. Son unas gafas diminutas, ridículas, insignificantes, muy parecidas a las que lleva puestas Simón Rodríguez en esos retratos que uno contempla en ciertos textos escolares. ¿Cómo llegarían a estos sitios? ¿Qué cuernos hacía mi buen amigo por estos parajes tan desagradables y despoblados? Cada día está más loco. Aquí las tinieblas son tan densas que ya me he golpeado y tropezado con ellas varias veces, dándome unos buenos porrazos; tinieblas opresivas de las que intento inútilmente huir porque se encuentran en todas partes y en cada lugar: en esta calle polvorienta, en aquella esquina atemorizada por el viento nocturno, en la silueta difusa de esas dos personas que salen de aquella casa. No veo ningún alumbrado público, no sale la luz por ninguna ventana. Solo a mi esposa se le ocurre residenciarse por aquí sin consultarme antes. Pero de todos modos debí hacerle caso; ya estaríamos los dos juntos en la cama, bajo las cálidas cobijas compartidas en común, acariciándonos y diciéndonos al oído palabras de amor. Tomé los lentes, les quité el sucio de los cristales e iba a telefonear a mi amigo para informarle de mi hallazgo cuando sonó mi teléfono celular. Lo atendí. Era mi esposa: Me expreso en breves y dulces palabras el afecto que me tenía, acompañado sus palabras con el delicado punteo de una guitarra española, y cortó la comunicación sin darme mas explicaciones."¡Que extraño!" pensé. Y que hermosa la melodía que realzaba el tono de esa voz que fue lo primero que me enamoro de ella. Es bueno saber que puedo contar con ella, que es incondicional, que me sigue teniendo paciencia a pesar que la dejé sola con aquel candil en la mano. Seguí mi camino y atravesé, no sé por qué razón, una tétrica necrópolis sobre cuyas tumbas se veían sin orden ni concierto cientos de maniquíes maltrechos y sin rostro. Me pregunté horrorizado que podría simbolizar todo aquello. Caminaba muy lentamente, cuidándome de no tropezar ninguno de aquellos maniquíes ni dañar lo que me parecía un "happenig" o cualquier otra de las últimas tendencias del arte moderno. Pensé que al mínimo roce de mi cuerpo estos muñecos despertarían y reclamarían mi presencia en la necrópolis. "¡Vete!" me gritarían, y yo saldría huyendo despavorido. Al salir de allí llegué a un edificio desconocido con una carga de yogures caseros para la venta, pero una amiga de pelo rubio que se encontraba presente y a quien tenía mucho tiempo sin ver me hizo notar llevando con impaciencia el dedo índice a su reloj de pulsera que apenas faltaba media hora para que se terminara el año viejo. "Lo mejor que puedes hacer es apurar el paso para ver si llegas a tiempo donde tu familia y recibir juntos el año nuevo", me dijo con un tono de reclamo que me apenó "Solo a ti se te ocurre estar vendiendo yogur cuando todo el mundo está pendiente de las hallacas, el ponche crema y el pan de jamón". Seguí su consejo. Quise darle las gracias pero ya había desaparecido de mi vista. Los yogures se esfumaron de mis manos como por arte de magia. Miré alrededor y no pude encontrar nada. Pero eso ya no importaba: tenía que ir a casa y llegar a medianoche a más tardar: la hora estaba muy avanzada. Caminé apresuradamente, atenazado por el temor de no llegar a tiempo. "¿Y si cuando llegue ya se han dado el feliz año?" me preguntaba angustiado mientras aceleraba cada vez más y más el paso. Las calles seguían solitarias y oscuras. Soplaba un viento frío y desagradable. Todos estarían ya en su casa esperando el cañonazo y bailando al son de la gaita y al ritmo de la Billos. ¿Será que llego a tiempo? La tradición familiar no me perdonaría jamás la impuntualidad Al entrar sudoroso a mi casa (que resultó ser un híbrido entre la casa del extinto Hato de papá y la casa de mi infancia ) solo encontré a mamá, a una prima de mi esposa y a dos personas más, totalmente desconocidas para mí. ¿Quienes son? Me llevé una gran desilusión: esperaba encontrar más personas, o al menos un espíritu más festivo. En medio de las pesadas penumbras de la medianoche, sin el acostumbrado estampido de los cohetes anunciando la llegada del año nuevo y sin música de ningún tipo, los abracé deseándoles un feliz año nuevo. "Feliz año nuevo mamá!" le susurre al oído con un beso. "Ya veras como este año que comienza será mucho mejor que el anterior". Pero no todo estaba bien: mi hermana mayor había tenido una reyerta con uno de sus hijos ( que es un muchacho modelo, que extraño) y en vez de disfrutar las festividades al lado de sus seres queridos decidió irse a la plaza del pueblo, a participar de unos vistosos y coloridos desfiles tipo carnaval de Río. Pero, ¿se volvió loca acaso? Todavía falta un mes para el carnaval. Decidí ir yo mismo a la plaza a verificar esta locura. Allí la vi, bailando al lado de otras mujeres, con un enorme y majestuoso penacho de un verde chillón demasiado pesado para que lo pudiera sostener su cabeza. ¿Que le sucede a esta doctora? A ella, tan formal y circunspecta. Debo averiguarlo. Debo ir y averiguarlo, sacudirla por los hombros, preguntarle que le pasa, por qué asumió esa actitud tan fuera de su epicentro habitual. Me abrí paso con dificultad entre el jubiloso bullicio de sambas y cariocas y...
Entonces desperté con la respiración agitada y el corazón galopándome. Miré el reloj: eran las dos y veinte de la madrugada. Me levanté, fui a la nevera, me empiné un vaso de agua fría y me senté un rato en un intento de calmar mi excitación. Minutos mas tarde, más sosegado, tomé la Biblia y, abriéndola al azar, me topé con el Salmo 80, que tiene la particularidad de repetir en su canto tres veces la frase: "Oh Dios, ¡haz que volvamos a ser lo que fuimos! ¡Míranos con buenos ojos y estaremos a salvo!"
"Por las noches, cuando nos dormimos y empezamos a soñar, entramos en realidad en otra vida, en una existencia paralela que guarda su propia memoria, su continuidad, su causalidad enrevesada" (Rosa Montero)
8 de Marzo de 2006
*Bibliottecario y escritor venezolano.