Cifra treinta cuando nace Argenis y tendrá hasta diez hijos, más cuatro abortos, antes que el tétano tenga los ojos (parafraseando a Pavesse) del que llaman Rommel por el Zorro del Desierto. Y sin lucir estremecida aborda el viejo packard del hermano, seguida de tres camiones, conviniendo en los señuelos del petróleo, sin descuidar espejismos, la inopia reinante e incurias, que juzga “costra, paciencia o concha de no sé quien”, el pasto junto a los mechurrios y el dinero a manos llenas, que jamás fue objeto final para ella, Javier ni sus mayores. E instalan la pensión El Ramaje con sastrería para obreros, viandantes y moradores de más allá de los rastrojos, anotando con armoniosa caligrafía las medidas de aquella mansa clientela, mientras Javier confecciona sillas de montar. La honorable rutina ante el frenesí, pellas de barro y alquitrán, segura de transitar por buen camino, tras la máquina Singer de 7 de la mañana a 11 de la noche y el fogón desde la madrugada para las viandas de los trabajadores. Sin que falte el guarapo con pan de trigo antes de la escuela, caldo al mediodía, caraotas por la tarde, ropitas ahí ahí y arepas en el guardapolvo, sobrellevando los días en que alguno enferma y una pre-eclansia que la pasea por medicaturas, casas de familia de Valle de la Pascua, El Socorro, Roblecito, Calabozo, exponiéndonos a cada quien a tomar rumbo: Argenis los caminos, Alirio la escuela militar, Idilia la Normal, yo el liceo, los pequeños la primaria (José, Milagro, Felipe, Teresa, Frank). Hasta que nadie más viene por bordados ni fajas ni cartucheras y aparecen los formularios del 5 y 6, colmando de sancochos sábados y domingos, mustiando los lunes, aguardando que el telefunken farfulle otra vez las candilejas de los favoritos y el monto a pagar. Y viviendo la abuela el litro diario de leche que trae el tío, que es quien ordeña una bequita al gobierno, que agregamos al sueldo que el sabio Torrealba asigna por unas clasecitas. Y devenimos profesores o escritores, pero no “doctores” como el padre de ella o el abuelo bogotano, los gallos de raza fina, que unas espuelas cruzadas no lograrían superar. La vigilia con la que azuzó los rebullones del destino queriendo colarse entre las grietas de las once casas que habitamos durante cuatro años en San Juan y tres o cuatro covachas caraqueñas a punto de demolición. Nunca dejó de atisbar, hasta último momento, las señales del día y la prensa cavilando en cómo remediar supuestas carencias, más de los demás que de ella. El muro de contención, a que en gran parte, sus descendientes, más o menos, seamos mechas con luz propia, que ningún ventarrón hará desvanecer.
Esta es una de las galerías que se alquilaban a los pensionistas. Uno de ellos toma la foto a Idilia, Flor, Lucrecia y otras que no recuerdo. José juega en el armatoste y Adolfo sale del cuarto de la izquierda que daba a la bodega, donde hubo un camastro en el que Argenis leía y sudó una larga fiebre.
Un día de fiesta. Frente a la pensión El Ramaje en Las Mercedes del Llano, las luces de la Plaza Bolívar al fondo. De izquierda a derecha: doña Clara embarazada de Teresa, Lucrecia, una muchacha cuyo nombre ahora no recuerdo y trabajaba con la familia, el gordo Mill, fotógrafo cubano y don Javier con José.
Este es Alirio o Argenis, frente a la cocina un amanecer, quizá, posando como una estatua, el machete del arriero que trajo la leña, aprovechando que la cochina está atenta a su comida. Detrás el tambor para el agua que baja de la canal y, tras el pretil, la puerta de una de las habitaciones, uno de los pilares del corredor y, más al fondo, la puerta que iba a la sastrería.