Caballero andante soy, sin cabalgadura ni armas, vestido de civil, pero con la vocación aun intacta, ennobleciendo mi alma de otros tiempos. Pienso a la orilla de los ríos: siete largas Eras históricas me separan de mi Edad de Oro, y me digo, viendo correr mansas las aguas: "¡Mira que si me ha dolido!" Suelo vivir en la etéreas ruinas del castillo de esa Edad Dorada. Jamás me imaginé la falta que me haría, no sabía el espacio único y vital que ocuparía en mi vida. Calor en lecho de sedas, tazón de pócima vivificante en las auroras del medioevo, el beso al polvo de las estrellas y de las galaxias, paseos por empedrados coloniales, caricia oculta que exploraba la profundidad de la roca femenina, visita a los ancestros de los ancestros,
Pero las Eras avanzan y vino derrumbe repentino y universal que fue dolor, que fue tortura. La efigie de gloria escultórica se dejó agrietar por los lados del corazón; el semblante se hizo aterrador, desconocido, materialista, de un duro mirar que nos castigó aquellas madrugadas sin nombre en donde las festividades y algarabías tribales extinguieron mi existencia. Las doncellas que otrora creyeron en la bella simplicidad de la vida en los apacibles días de la Edad de Oro ignoraron la existencia gallarda de nuestro linaje. Fueron madrugadas de pagar mil condenas de crímenes no cometidos tras las rejas de la soledad.
Entonces en la triste y silenciosa tarde donde todos los pobladores de la ciudadela decidieron morir hasta el día siguiente para no ver lo que sucedería, la efigie se desatomizó en el aire, con su manto real y su recién adquirida condición de diosa mortal, embriagada con los licores que se extraen de las bodegas de la materia y de lo efímero. El dolor usurpó los derechos de la lágrima y luego vino la calma, calma resignada, como la que sintió la humanidad el día aciago que murió el primogénito de los dioses y se nos fue en el misterioso cofre de la noche el último de los patriarcas bíblicos.
Manos místicas y devotas dedicadas al arte oculto de tejer los sagrados cultos milenarios trataron de volver todo a la normalidad circundando a los de mi linaje con el incienso de la fe y de la predicción. "Caerán las cadenas del sortilegio" y lo creímos. "La Deidad retornará a la efigie al lugar santísimo del santuario" y lo creímos.
Pasaron las Eras, desfilaron las Edades, el tiempo mostró la triste corona de sus canas, pero nada cambió, todo siguió igual. Glosas escritas en bronces semienterrados en desiertos señalaban en sus letras que la Edad de Oro ya no regresaría, que ya no me pertenecía. Brazos de hiedra pestilente, eterna asaltante de fidelidades, rodearon aquel cuerpo que era mi cuerpo, desecandolo. Pero no me importó. Hasta la sensibilidad se gasta con el uso o pasa de moda.
¿Qué de esta última Edad? ¿Cambiamos el oro del ideal por la piedra de lo común y sin valor? Así es: el mundo cambió. O más bien desapareció bajo los escombros de la ambición de los hombres y las doncellas. Dimensión pigmea ésta a donde a todo se le asignó funciones y nombres nuevos que no que no sirven para nada. Los soles y las luces de la buena costumbre y lo cotidiano que te hacía grande y hermoso se apagaron por completo. El glacial lo cubrió todo con su blanco hielo y escarcha dilatada. El brioso corcel de la Esperanza y el gallardo jinete del amor extraviaron la ruta de la fe: los unos murieron bajo la helada y los otros se ocultaron en cavernas, a la espera de días mejores.
Ahora escribo en este recoveco de alegres hombres de alma moribunda, llevando a mis labios el ámbar de cristal colmado del brebaje que posee el poder secreto y mágico de insensibilizar los corazones o exaltar hasta la furia el alma y la neurona. Rincón este diseñado para la risa falsa o el llanto sincero. Lugar para visitar mas no para quedarse vivir. Vocerío confuso. Humo del cigarrillo que se fuma la vida de los hombres. Melodías roncas y sollozantes que vienen como de muy lejos, enredadas en los corpúsculos y la telaraña de lo antiguo y de la nostalgia. Aquí los instrumentos y las mejores voces perdieron las ganas de cantar y de sonar. Corazón que anhela y llora por lo que no volverá. Para los moradores de este lugar ( tarde lo entendieron ) el presente les fue copa frágil que se les acabó en un primer y único sorbo.
A mi no me importa. Lo que vale es que estoy derramando mi alma integra como una ofrenda en la tinta de este pergamino que ya me sabe a escritura cuneiforme.
6 de Juniode 2009
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