LA GUERRA FEDERAL: GRITOS DEL ODIO (I)
-Alberto Hernández-
** El pueblo, traicionado por algunos de sus libertadores, encuentra en montoneros y pequeños caudillos a los que llenarán de sangre nuevamente el mapa de Venezuela.
El descontento social y económico fue considerado como la causa más importante para que se desatara la terrible Guerra Federal. “Este descontento se mantuvo atenuado a raíz de la desmembración de la Gran Colombia, ya que parte de la propaganda para ello se basaba en que la situación económica de Venezuela era resultante de su subordinación a Bogotá; y con la efímera bonanza de la oligarquía, gracias a medidas del hacendista Michelena y el mayor precio que los productos agrícolas adquirieron en el mercado internacional”, así lo escribe Siso Martínez.
La crisis apareció en 1840, cuando la oligarquía se divide y nace el Partido Liberal. Mientras todo esto acontecía, el país estaba sumido en desigualdades tan profundas que ningún plan de gobierno era capaz de sostenerse. La llegada al poder de Monagas profundizó más los problemas por tratarse de un gobierno totalitario, personalista. En su afán por mantenerse en el poder, la oligarquía conservadora -representada por lo más rancio de aquella sociedad producto de la pólvora y las arengas de las montoneras post independentistas- se apoderaba de las tierras baldías. Igual, con la ayuda del poder político malversaba los bienes públicos y hacía del peculado norma del gobierno dinástico. El pillaje, la persecución política, el abigeato y la concentración del odio empujaron la violencia, provocaron la explosión que en 1958 tuvo nombres en Medrano y González, quienes expresaron su descontento a través de asonadas y levantamientos armados.
Algunas regiones fueron escenario del pillaje mediante el caudillismo local. El comercio ilegal, el contrabando y el acaparamiento de las oportunidades dieron al traste con el comercio y trajeron consigo la rebeldía de un pueblo que consideraba que el país estaba siendo vendido al extranjero.
-Gritos de odio y justicia-
Portuguesa, Barinas y Apure concentraban la fiebre del alzamiento. Al grito de “¡Mueran los blancos¡ ¡Todos somos iguales¡ ¡Abajo los godos¡ ¡Hagamos la patria de los indios”, la llanura se incendió con los miserables a la cabeza. El ofrecimiento demagógico de tierras cegó a libertos, indígenas y habitantes pobres de caseríos y pueblos.
La insurrección comenzó el 20 de febrero de 1859 en Coro. Al frente de esta rebelión estaban Jesús M. Hernández y Tirso Salaverría, quienes acuden a Ezequiel Zamora para que conduzca el movimiento. De modo que se convierte en el músculo de este acontecimiento que pondría en jaque a la oligarquía conservadora, representada en algunos personajes de la gesta libertadora, con Páez a la cabeza. “En 1846, como en 1859, de nuevo las mismas montoneras de Boves y de Páez bajo el brazo vigoroso de otro gran caudillo de la misma fisonomía, del mismo empuje heroico, del mismo desprendimiento, de los mismos instintos oclocráticos y hasta podemos decir que de la misma raza del asturiano legendario”, deja escrito Vallenilla Lanz. La referencia al pasado sangriento toma aliento en esta guerra que convertirá sabanas, pueblos y valles en escenario de verdaderas carnicerías humanas.
Para reforzar su pequeño ejército, Zamora se interna en los llanos. Derrota a José Laurencio Silva, quien fuera cercano a Bolívar. Se trata del prócer con cuya una de sus camisas vistieron el cadáver del Libertador. Comienza entonces a correr la especie según la cual los conservadores conocerán el miedo.
Siso Martínez cita al general Soublette, quien relata: “Hasta ahora nuestras medidas han tenido un carácter de provisorias, que les daba la persuasión de que la guerra era momentánea...Pero las operaciones de Barinas nos han revelado una profunda y terrible verdad, que la guerra es duradera...Las provincias de Portuguesa y Barinas en masa hacen hoy causa común con Zamora y su facción, quien dueño de todo el territorio tiene en jaque al general Silva en Barinas...y a la mejor ventaja que adquiera lo tendremos sobre Barquisimeto y San Carlos”.
El mandato de Julián Castro comenzó a sufrir los embates de las acometidas de Zamora en los llanos. De José Antonio Sotillo, Julio C. Monagas y José Loreto Arismendi en Oriente. Fue Falcón quien quebró el régimen de Castro, por lo cual éste hace público un manifiesto en el que señala: “El gobierno se ocupa actualmente de los últimos acontecimientos con fe y lealtad. Si apareciese que la federación que se proclama es el voto de la mayoría de la nación, el gobierno le prestará todo su apoyo. Nadie sino la mayoría es soberana”. Castro defeccciona: nada lo diferencia de Falcón, lo que pone a dudar a los conservadores y quitarle su confianza al Presidente. Ese día, con su característico encendido modo de hacer periodismo, Juan Vicente González escribió: “Adiós, general: el hierro va a sonar en sus oídos en vez de mis débiles palabras. El cielo salve a la República y a usted”. Y en verdad, la República, siempre vapuleada por las ambiciones, comenzó a tambalearse ante los avances de los federalistas. Venezuela había salido de los españoles, a través de una guerra civil, para adentrarse en otra entre los mismos hermanos que duraría cinco largos años. Zamora se encargaría de incendiar el país mediante “guarimbas”, trampas y retrocesos que le valieron el reconocimiento de sus seguidores.
Caído Julián Castro, fue designado como Presidente Pedro Gual, pero fue sustituido por el vicepresidente Manuel Felipe Tovar. La ingobernabilidad agitaba el destino de un país que aún escuchaba el casco de los caballos, los sables y gritos de las carniceras batallas de Independencia.
-El comienzo: ¿pesadilla a pasitrote?-
El comienzo fue el final para Zamora. La batalla de Santa Inés, el 10 de diciembre de 1859, en la que ganan los federales, y la de Coplé, en la que sale derrotado Juan Crisóstomo Falcón por los hombres de León de Febres Cordero, confirman que el viento no estaba a favor de nadie. Muerto Zamora -un mes después en el sitio de San Carlos- la Guerra Federal se multiplica en muerte y desolación. El mismo Lisandro Alvarado afirmaría, a propósito del Decreto de Garantías que cierra la guerra, lo siguiente: “Incorrecto es quizás en alcance y redacción el decreto de garantías, no importa. Su oportunidad fue incontestable. Reconcilió a Patiño con Gil, a Costa con Vallenilla, a Mendoza con Romero, a Lugo con Olivo, al cabecilla desalmado con su implacable enemigo, hasta entonces reconciliados por la muerte. No es poco esto en los instantes del triunfo”. Pero, ¿quién triunfó, si no fue la muerte la que puso la mesa?, nos preguntamos hoy. (Continuará).
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