Rosana Hernández Pasquier
Al abrir el libro cada lector creará sus propias metáforas. Re-creará el poema. Experimentará los duelos que le ha sido dado vivir. Al comenzar a hojear el poemario, leímos:
En esta hora…/Aly Pérez.
Sí, su nombre escrito en el envés de la página. Sí, el amigo entrañable, el poeta de tanta cercanía en el envés de los días que no existen más. El duelo por su ausencia me hizo apretar el libro contra el corazón. Recordé los días del taller de lectura con Igor en la sede de la Logia Masónica. A las cinco de la tarde lo esperábamos Aly y yo en la plaza Bolívar de Villa de Cura, sentados bajo la algarabía de los tordos enramados en los samanes del atardecer. Recordé los poemas del libro de Aly, Pasión según la casa. Las largas caminatas por el pueblo. Los sueños. Las lecturas compartidas. La evocación del Café Ayacucho, perdido o como dijera Pérez:
Vuelvo a este lugar / tal vez atraído por el sopor de la memoria / pero allí no está el lugar / todo el Café se ha ido, / sus pequeñas mesas.
Ahora Aly tampoco está, se ha ido y aparece de pronto en este poemario. Reconforta mucho el sonido de su nombre en esta escritura. Alienta saber que el desierto que atravesamos es sólo un espejismo. Celebro la palabra amistad que florece en estas páginas.
II
Los ojos de los caballos son un continente o el planeta entero. La vida se ve serena en ellos. Desde niños aprendimos a amarlos. El padrino Neptalí Ramos celaba a esos animales, les peinaba la cola antes de montarlos, los ataviaba muy bien, él arreglaba un caballo para papá cuando íbamos de visita. El libro de Igor hizo evocar aquellos momentos mientras pasábamos por la escritura de la finca llamada San Gregorio. Pero la historia se volvió muy triste. Robaron el caballo. Pensé al principio que era por el afán de poseerlo y hasta justifique el acto. Pero no, lo habían matado.
En el sitio se extendía una cuajada de sangre en medio de un claro de hierba rala, a ratos verde. Allí también enterraron sus restos, el entierro no lo hicieron a profundidad y la cola del caballo quedó afuera. Luego más adelante Me dicen que su carne la vendieron en un pueblo cercano. Germán es buen vaquero y el sentir que él tiene hacia los caballos es
Y sin signo de puntuación que medie, después de ese se estalla un espacio en blanco que esboza el vacío, o apunta a ese tragar grueso. El nudo en la garganta aprieta la voz hasta domeñarla como al caballo y los dos son uno dolido bosque de silencios.
III
Hay mucho de lo oscuro en este libro de Igor Barreto. El poeta no lo dice abiertamente, pero en el camino de la lectura pone crucecitas en algunas páginas, están encabezando, son en apariencia unas inofensivas viñetas, pero pueden estar allí para indicar la existencia de ese algo que acecha interiormente La sombra, ese flanco del que nos habla Carl Jung (aunque eso no quiere decir que allí habite sólo lo malo) ese lugar donde está lo reprimido. En la página 30, en el breve poema se lee
veo los caballos / y entiendo su miedo. / Son sentimientos /confrontados
Su espíritu de acuerdo, / a su afán / de confianza /y nuestro deseo de poseerlos/ con violencia ¿a qué amistad / nos llaman/ si somos carnívoros?
En el poema parece que los caballos despuntan hacia la claridad. Su miedo está hecho de humanidad, mas, muy a pesar de ello, muy a pesar del asalto, de lo violento nuestro, ellos vuelven a confiar, y, así en un eterno ritornelo de entrega que atiende a su naturaleza, a su instinto primario de espontaneidad. El libro escrito en versos y prosa poética, está hecho en un lenguaje sencillo. Adentro la lectura complica las situaciones. Por momentos nos sentimos señalados. Afloran inquietantes preguntas, después del poema La naturaleza es un caballo tordo/ espantado por un rayo. Podríamos afirmar que es una definición del miedo, pero el poeta nos dice
veo los caballos/y entiendo/ su miedo.
¿Ciertamente el miedo es de los caballos? o ¿Es el miedo nuestro el que espanta nuestra naturaleza y la del caballo? Después de la confiada entrega del caballo ¿Cuándo lo tasajeamos para vender su carne no sentimos temor ante nosotros mismos? Si el caballo despunta hacia lo claro ¿somos nosotros lo oscuro? O siendo los dos lo mismo ¿permanecemos en ese tránsito sin darnos cuenta de la transmutación? ¿La materia que hace al poema, es la misma que hace al hombre y al caballo?
IV
El Duelo contiene, desde nuestra modesta manera de ver, dos libros. Uno, el que escribe el poeta Barreto. Otro, el que hace el ojo de Ricardo Jiménez. En la parte final están a doble página algunas, un grupo de fotografías. Son fragmentos de lugares Un hombre y un caballo atravesados por la luz. Un mundo de hojas. El cuerpo de un caballo y su grandeza, tras la reja de algún establo. Un potrero. La solitaria calle de un pueblo. Todas escenas rurales de la vida sencilla de la gente que habita en esos lugares. El blanco y negro acentúa los contrastes. El claroscuro va haciendo otra escritura y una apacible nostalgia nos embarga. Después de este libro del entrañable poeta Igor Barreto, alguien tendrá que emprender la aventura de hacer una nueva antología del caballo en la poesía venezolana, porque allí, seguramente, habrá una selección importante de este hermoso y sustancial poemario.
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