Daniel R. Scott
Suena en el bar de los suburbios una vieja canción mexicana de amor y de despechos. Frente a la barra, simétricamente ordenados, hay ocho taburetes de madera gastada por mil culos de mil borrachos anónimos que han desfilado cada uno en su momento y día por este recinto de opaca luz. Unos viven aún, otros ya han muerto. Muchos sin un hijo o una esposa que le cerraran los ojos, como aquel señor ya mayor de abdomen inflamado por la cirrosis hepática que leía revistas y periódicos: pasó vaya usted a saber cuántos días en la morgue antes de que su hijo al fin se presentara para identificarlo.
Uno de los taburetes está ocupado por un hombre de mediana edad de gafas maltrechas y gastadas. Escribe algunos garabatos de amor sobre un papel arrugado que tomó del suelo. Cerca de su mano derecha, como musa, dos cervezas vacías y una tercera a medio terminar. Pronto ira por la cuarta. Dos chiripas diminutas aparecen de la nada y exploran cautelosas el codo derecho del poeta que escribe su ridícula esquela de amor. Justo atrás de él, en una de las cinco mesas de fórmica, el dueño del bar se sienta en pétreo y fastidiado silencio, esperando que alguien diga el ya gastado "Me das otra". Se ha sentado junto al sempiterno bebedor tocado de sombrero blanco que noche tras noches se bebe y fuma la misma cantidad de cervezas y cigarros.
Un gato negro camina sobre la barra, ahuyenta a las chiripas, salta al piso de granito y se detiene hierático ante la reja azul que protege al negocio del hampa incontrolada que azota la zona, observando con proverbial impavidez gatuna a los transeúntes y al tráfico automotor copioso a esas primeras horas de la noche.
Suena otra canción. Esta vez el cantante informa que "Villa está sepultado en los suelos de Chiguaguas". Pero a nadie le interesa. Más tarde entran a la taberna unos dos o tres parroquianos con sus rostros de nacimiento cansados no de las sanas labores del día a día sino de los duros e inmisericordes avatares de los años amontonados. Este es un lugar de evasión donde se intenta suprimir la desilusión, el dolor y los desengaños. Cada botella vacía encierra una historia, un suceso, un pesar.
El poeta deja de escribir y fija su mirada en una pared empotrada con viejas botellas de licor cubiertas con el rocío del polvo sin limpiar. El hombre de sombrero blanco sale del local dando tumbos y traspié, total y definitivamente ebrio. Todos se han preguntado cómo hará este buen hombre para que sus pasos tambaleantes lo hagan llegar a su casa sin que lo asalten por el camino.
Cesó la música. Se produce un breve y hondo silencio. Entonces, y solo en ese instante, una garganta suelta un inconfundible quejido etílico que encierra en su brevedad todo el cansancio y todo el hastío de todos los hombres que han existido sobre la faz de la tierra. Se trata del quejido de un hombre apesadumbrado y su sueño roto.
Dejé de escribir, hice pedazos la nota de amor y abandoné el lugar.
Abril de 2009
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