Los escritos de contrición dirigidos a Stalin constituyen un verdadero género literario: el ansia de alcanzar el perdón de los pecados cometidos contra el amo y árbitro de vidas y haciendas es idéntica a la expresada por los sospechosos de herejía a los guardianes del dogma católico cuatro siglos antes, dice el escritor español.
POR JUAN GOYTISOLO
STALIN. En una típica pieza de la iconografía oficial soviética. A él estuvieron dirigidos los textos de contrición de Mandelstam o Babel.
Los asfixiantes poderes autocráticos que se suceden a lo largo de la historia de las diversas civilizaciones del planeta, fundados siempre en el miedo y la humillación de los seres humanos, inspiraron al gran escritor egipcio Gamal El Guitani las figuras contrapuestas, pero complementarias, de Zayni Barakat, el personaje que da el título a su novela (1), y de Zacarías Ibn Radi, servidores ambos del sultán El Guri. Mientras la “filosofía” de Ibn Radi, regidor de un averno de suplicios y ejecuciones de los sospechosos de desafección al déspota, se resume en su reflexión de cancerbero: “El cruce del umbral de nuestras puertas debe ser para el prisionero un límite entre dos períodos. Su vida se ha de dividir en dos partes, de tal manera que cuando un individuo salga de aquí, no habrá cambiado de nombre sino de alma”.
Su colega Zayni preconiza métodos más sutiles que el tormento, como el de la utopía del mundo virtual en el que hoy habitamos.
“Yo ya veo el día en el que el gran jefe de los espías podrá examinar la vida entera de una persona (...) Y, no sólo lo que es visible, sino también sus deseos, sus sueños, sus inclinaciones (...) De manera que podríamos predecir lo que va a hacer un individuo al llegar a la edad adulta (...) ¡Obremos juntos para alcanzar la conversión de la humanidad al espionaje!” El sueño de Zayni Barakat de una humanidad adepta del espionaje, en la que cualquiera que suspirara de modo distinto de los demás debía ser denunciado, cuajó en una siniestra realidad. La delación generalizada de vecinos, conocidos, amigos e incluso familiares próximos adquirió un valor ético tanto en la época de la Inquisición establecida en Castilla por Isabel la Católica como en la Rusia de Stalin. Los archivos del Santo Oficio, como los de la KGB, rebosan de documentos de toda índole sobre esa actividad promovida y ensalzada por las autoridades religiosas católicas y las del régimen soviético. Un cotejo de unos con otros resulta esclarecedor: los libros de Juan Antonio Llorente, Serrano y Sanz, Amador de los Ríos, Américo Castro, Sicroff, Domínguez Ortiz, Caro Baroja, Gilman y Jiménez Lozano reproducen una masa de documentos muy similares a los expuestos en la trilogía de Vitali Shentalinski (2).
La disimilitud existente entre el Santo Oficio y el NKVD estriba en que, a diferencia del primero, éste no se dejaba corromper. Con todo, el mecanismo seguimiento-denuncia-registro-detención-interrogatorio con tortura o sin ella-sentencia es idéntico.
En la noche del 16 al 17 de mayo de 1934 tres agentes de la OGPU irrumpieron en el apartamento moscovita de Osip Mandelstam y, tras un minucioso registro, requisaron sus manuscritos en presencia de su esposa y de Anna Ajmátova, casualmente venida de Leningrado, antes de llevárselo preso a la jefatura de los Servicios Secretos. En el interrogatorio al que fue sometido, el poema sobre el camarada Stalin, leído semanas antes a algunos amigos por su autor, centró el interés del comisario instructor: es el famoso texto de “el montañés del Cáucaso” cuyos “bigotes de cucaracha ríen y las cañas de sus botas refulgen”. Mandelstam reconoce la autoría y se ve obligado a redactar la historia de las personas ante las que lo recitó. En ella figuran Ajmátova y su hijo Leo Gumiliov. Los instructores del expediente contaban con la preciosa ayuda de delatores cercanos al círculo de amigos del poeta y de esos colegas mediocres, oportunistas y envidiosos que pululan en el Parnaso desde tiempos inmemoriales.
El juicio de Mandelstam parece listo para sentencia –la ofensa al camarada jefe no merece perdón ni conmiseración algunos– pero la valiente intervención de Pasternak –su llamada telefónica a Stalin– le salva la vida. Mandelstam fusilado, piensa éste, sería más dañino que atrapado sin remedio en la telaraña de los servicios secretos. El poeta será condenado tan sólo a tres años de exilio y, de vuelta a Moscú en 1937, detenido de nuevo y enviado a reeducarse a los campos de trabajo de Vladivostok y Kolyma. Su viuda, Nadiezhda, nos ha dejado un emotivo testimonio de su muerte lenta en 1940. Vitali Shentalinski reproduce la misiva desesperada que aquélla envió a Beria suplicándole su mediación y a la que el temido comisario no se dignó contestar.
Los escritos de contrición dirigidos a Stalin constituyen un verdadero género literario: el ansia de alcanzar el perdón de los pecados cometidos contra el amo y árbitro de vidas y haciendas es idéntica a la expresada por los sospechosos de herejía a los guardianes del dogma católico cuatro siglos antes. El poder absoluto del dios del Kremlin fascinaba a sus víctimas. Mandelstam, como Ajmatova, Bulgakov y Pasternak, no escapaban a dicha angustiada idolatría.
Como decía en 1663 Antonio Enríquez Gómez, autor de Vida de don Gregorio Guadaña , novela precursora –por la invención de la memoria intrauterina del héroe– de Tristram Shandy, Bras Cubas y Cristóbal Nonato extinto por judaizante en una cárcel secreta del Santo Oficio: “Ese tribunal es peor que la muerte, pues vemos que ella tiene jurisdicción sobre los vivos, pero no sobre los muertos”.
La opresión religiosa de la España inquisitorial y la ideológica al servicio del estalinismo se dan la mano: las incontables actas de los archivos del Santo Oficio son la mejor prueba de ello.
Al establecer una correlación entre el Santo Oficio y el OGPU-NKVD soviéticos no olvido claro está las diferencias existentes entre ambos en función de la época en la que desarrollaron sus actividades y de los principios que las sustentaban. La policía ideológica que encarnaban partía de bases antropológicas en el caso de la Inquisición creada para vigilar estrechamente a los judeoconversos mediante el escrutinio de sus palabras, costumbres y escritos. Su inquietud intelectual, producto de la constante presión a la que se hallaban sometidos, les inclinaba al racionalismo –“extravíos filosóficos”, dirá Menéndez Pelayo– que va de Fernando de Rojas a Spinoza y Uriel da Costa tan bien estudiado por Revah, y a partir de Lutero, al protestantismo que se extendía por Europa desde mediados de siglo. La amenaza de este último acentuó dicha presión, en especial al retorno de Felipe II de Inglaterra y Flandes. La Inquisición disponía de una red de malsines y espías de oficio amén del común de las gentes: la delación era un deber patriótico y religioso a ojos del “cuerpo sano de la nación española” y los centinelas de la fe católica disfrutaban de consideración social, privilegios económicos y promociones en el escalafón eclesiástico y administrativo.
Por dicha razón, el estudio de muchos autores del llamado Siglo de Oro, dejando de lado el contexto en el que se desenvolvió su labor, me parece tan prejuiciado y a fin de cuentas tramposo como sería leer las obras de Ajmátova, Bulgakov o Mandelstam omitiendo las circunstancias dramáticas en las que las elaboraron según nos revelan los archivos de sus acosadores expuestos en la trilogía de Shentalinski.
Mea culpa
Como admite el propio Menéndez Pelayo, a raíz del proceso a los protestantes de Sevilla y Valladolid, las cárceles se llenaron de gentes. Centenares de ellos fueron quemados en la pira. Los libros y manuscritos eran tan temibles por lo que callaban como por lo que decían. El “cordón sanitario” evocado por Bataillon al comentar la orden de regreso a España de quienes estudiaban en Flandes y otros países contagiados de herejía, cerró nuestras fronteras a cal y canto. El roce con extranjeros resultaba sospechoso. Los que manifestaban inquietudes espirituales, en especial los de origen judío, eran sometidos a una estrecha vigilancia mientras se les iniciaba expedientes por toda suerte de crímenes.
Las ambigüedades y contradicciones de quienes medraron bajo el poder soviético –el Gorki denunciador de los atropellos sufridos por los intelectuales en la época de Lenin, exiliado en Italia durante siete años y defensor a su regreso a la URSS de Zamiatin, Bulgakov y otros autores acosados por la policía política se convirtió luego en un tótem de ojos vendados en la etapa final de su vida– son las de numerosos escritores y artistas que abdicaron de sus ideales para acomodarse a una existencia holgada e incensada por los turiferarios del poder. Los ejemplos de delatores voluntarios y de quienes Cernuda denomina “vientres sentados” abundan tanto en la URSS como en la España inquisitorial o la de Franco y no cabe citarlos aquí.
Lo acaecido a Isaak Babel, autor de La caballería roja y de otros relatos publicados en los años veinte del pasado siglo, merece un capítulo aparte. Alejado voluntariamente de la literatura consagrada a la edificación del socialismo, vivió a continuación un largo período de ostracismo oficial similar al de otras grandes figuras de la literatura rusa (Bieli, Zamiatin, Ajmátova, Mandelstam, Bulgakov, Pasternak, etcétera). Cuando se inició la segunda oleada del gran terror, su vinculación con otros sospechosos de desafección al régimen y sus viajes al extranjero le convirtieron en objetivo preferente de la Cheka. Patética es la carta de Babel a la atención del comisario del Pueblo de interior de la URSS en la que confiesa la devastación interior causada por sus concomitancias trotskistas, sus escritos alejados de los intereses de la construcción socialista y del lector soviético. Como hizo también el poeta cubano Heberto Padilla treinta años más tarde, en una deliberada parodia de las confesiones al NKVD, Bábel escribe: “La liberación me llegó en la cárcel. Durante estos meses de encierro he reflexionado quizá más que en toda mi vida y he entendido muchas cosas. Ante mí han ido desfilando con una claridad estremecedora todos los errores y crímenes de mi vida, la corrupción y la podredumbre de todo cuanto me rodeaba, principalmente del círculo trotskista”.
Con todo, al final de la instrucción, el reo se desdice: “No soy culpable de nada, nunca fui espía, ni he realizado ninguna actividad contra la Unión Soviética. En mis declaraciones he mentido en mi contra. Les pido únicamente que me den la oportunidad de terminar mi último trabajo...”.
El 27 de enero de 1940, Babel fue ejecutado e incinerado en el crematorio de Moscú para borrar todas sus huellas. Días después serían fusilados igualmente Méyerhold y Kolstov, así como el feroz comisario de la Lubianka, Yezhov, quien, como aseguró en su mea culpa, “moriría con el nombre de Stalin en los labios”.
(c) Babelia y clarin (1) “Zayni Barakat”. Traduccion de Milagros Nuin Monreal.
(2) “Esclavos de la libertad”, Traduccion de Ricard Altes Molina.