Eduardo
J. Anzola
Desde
finales de 1781, todos los moradores de San Felipe El Fuerte están poseídos de
un verdadero frenesí colectivo de preparativos tan espléndidos como ostentosos
para el engalanamiento en pleno de la ciudad. Creen los habitantes que esos
días de enero será una de sus más memorables fechas. Es su oportunidad de
demostrar al ilustrísimo visitante quien llegará a comienzos del año entrante, que San Felipe El Fuerte es una
auténtica ciudad; que es muy merecedora de ese título de ciudad que le fuera
otorgada por el monarca español, el rey Felipe V, en 1729; que después de esos
poco más de cincuenta años, ya sus habitantes no vivían en aquel poblado que se
había llamado Cerrito de Cocorote, tan despreciado y atacado por las abusivas
autoridades de La Nueva Segovia de Barquisimeto (Rodríguez, 1979).
El tan
esperado e importante visitante es nada más y nada menos que el máximo jerarca
de la Iglesia Católica en Venezuela, el
muy severo Obispo Mariano Martí. Este alto prelado, de origen catalán, ejerce
su cargo desde 1770 y al año de haber llegado, inicia un incesante peregrinaje a lo largo de prácticamente todo el territorio
de la Venezuela colonial y alcanzará a recorrer 350 pueblos, villas y ciudades
durante un lapso de doce años, tres meses y veintidós días. Cuando le
corresponde visitar a San Felipe El Fuerte, ya lleva más de diez años en su
inspección pormenorizada de cada lugar donde llega, en un agotador periplo
atravesando caudalosos ríos y polvorientos caminos, en canoa y coches
arrastrados por animales de tiro, ya sea bajo un sol inclemente o una lluvia pertinaz.
Monseñor
Mariano Martí, tiene reputación de ser un sacerdote muy culto y preparado. Al
parecer mantiene también rígidas
concepciones sobre la moralidad y es muy dedicado a las funciones que les
corresponde, que muchas veces van más allá de lo específicamente religioso.
El
encarnado prelado, provisto de sus accesorios litúrgicos propios de su
encumbrada investidura, va custodiado por un séquito de familiares,
secretarios, ayudantes y monjes franciscanos. Dondequiera que vaya la caravana
que le sigue, la vida cotidiana del pueblo, villa o ciudad donde llega, se
suspende a su paso. Todos quedan a merced de edictos y mandatos pontificales
que el prelado emite con una profusión intimidante.
En el
proceso de sus recorridos, Martí va escribiendo incesantemente un memorial de
cada visita, día tras día, año tras año. Cuando finalmente logra terminar sus
giras, registrará en siete densos tomos, el mayor inventario que se haya hecho
jamás en algún otro lugar de las colonias españolas (Garmendia,
2009).
Para el
momento del arribo a San Felipe El Fuerte del ilustrísimo visitante, los
pueblos cercanos envían sus representantes y son numerosos los vecinos de esos
lugares que se confunden con los de la ciudad para tributarle una apoteósica
bienvenida.
En los
primeros días del mes de enero del Año 1782, llega a la ciudad de San Felipe El
Fuerte el Obispo Mariano Martí en su visita pastoral. La comitiva se dirige al
Templo de Nuestra Señora de la Presentación dando comienzo a los actos de
rigor. Caballeros regionales, clérigos, oficiales de tropas y milicias van
acompañando al cortejo del dignísimo prelado,
quien bajo palio y aferrado al báculo pastoral, hace el recorrido por las
calles, ornamentadas de flores, palmas y damascos que penden de las ventanas (Perazzo,
1981).
Llegado al
templo, se dirige en procesión al altar
mayor, acompañado por las voces del coro entonando el himno “Te Deum Laudamus” y al concluir los
compases de la música sacra, el obispo ordena dar lectura al edicto pontifical,
expone solemnemente los motivos de su visita pastoral y emite las ordenanzas
religiosas a las cuales todos deben someterse a partir de entonces (Martí,
1969).
Durante su
estadía en San Felipe El Fuerte, al igual que hace en cada población a la que
arriba, el obispo Martí efectúa un reconocimiento e inventario de estudios y
títulos obtenidos de los curas locales; de las alhajas, ornamentos y pinturas
religiosas en las iglesias, de su estructura, arquitectura y campanarios; del
padrón y matrícula de las viviendas; de los sembradíos, tipos de cultivo y
cifras de producción agrícola y ganadera; de la cantidad de habitantes
estratificados en grupos étnicos y castas sociales; de su sistema educativo; de
los límites de la jurisdicción de la vicaría y de muchos otros datos que
describen la vida de la gente durante el período colonial de su visita
pastoral.
El obispo
Martí comprueba que los sacerdotes atienden
cuatro templos: Nuestra Señora de la Presentación, el de la Santísima Trinidad,
el de Nuestra Señora de Candelaria y el de Nuestra Señora de Altagracia. Hay un
convento de franciscanos y se construye otro de dominicos. También hay un
hospicio regentado por monjes dominicos y un hospital para enfermos sin mayores
recursos.
Según su
registro, el templo de la iglesia principal, bajo la advocación de Nuestra
Señora de la Presentación, “era muy nueva
y fuerte” y “esplendorosa.” Tiene una fachada compuesta de pilares y cornisas
de ladrillo con tres ventanales, cuyas paredes son de mampostería y partes de
ladrillos y su piso enladrillado. La iglesia consta de tres naves, una más
ancha, la mayor, y dos colaterales divididas a cada lado por cinco columnas y
arcos de ladrillos, con techo entejado y reforzado con tirantes dobles de
madera labrada de las cuales penden siete arañas de madera pintada, con varias
luces cada una. El altar mayor cuenta con un retablo de madera labrada en dorado,
encima del cual está un sagrario grande, dos nichos de santos y tres grandes
cuadros al óleo con marcos decorados e imágenes de Nuestra Señora de la
Presentación, y de los apóstoles Santiago y Felipe.
También
tiene tres entradas, una mayor y dos colaterales, con puertas de madera de
doble hoja y un Coro elevado sobre la entrada principal, rodeado de una baranda
de balaustres y allí se encuentra un gran órgano que el Obispo Martí ordena
reparar.
A la
entrada de la iglesia, a un lado del Evangelio se ubica el bautisterio,
enrejado y en cuyo centro está la pila bautismal de mármol que sostiene un
platón conteniendo el agua bendita. También el Obispo ordena que se acabe de
levantar sobre el bautisterio una torre para las campanas, aún sin terminar. También
del lado del Evangelio hay una capilla erigida en honor a la Virgen de
Montserrate y del lado de la Epístola, otra en proceso de construcción,
dedicada a la Virgen del Carmen. De ese mismo lado se halla, resguardado por
cerca, “un buen cementerio […] con varias
almenas de ladrillos por la circunferencia…”
Para 1764, la
zona de la jurisdicción de San Felipe ocupaba una superficie de 70 por 80
leguas (casi 174 mil Km2). Diecisiete años después, el Obispo
registra que en la pujante ciudad de gran actividad comercial, hay cinco mil
veinte personas censadas, “toda especie
de gente y de todas clases” conformados por 1.307 blancos y mestizos, 232
indígenas adoctrinados, 3.281 mulatos,
zambos y negros libres y 200 esclavos (Duarte, 2009).
Describe
Martí que “en la plaza de esta ciudad hay
una fuente con algunos chorros de agua encañada del río Yurubí […] Todas las
tierras inmediatas a la ciudad son buenas […] y producen cacao, maíz, tabaco
[…] plátanos, frijoles, algodón y cuanto se siembra o planta, porque acá llueve
mucho y este terreno es cálido…” Las lluvias se repiten “por la mayor parte del año con rigurosas tormentas de truenos y
relámpagos”.
También
Martí destaca que los valles de Aroa y San Felipe están separados por un cerro
de donde “salen ríos y quebradas que dan
bastante agua para regar gran parte de todo el valle de San Felipe, a más del
río Yaracuy, de que también pueden valerse para regar, pero los ríos y
quebradas de este cerro […] vienen de alto y tienen grande corriente y pueden
tomar la agua y conducirla por donde quieran y hacer grandes haciendas de cacao
y otros frutos” (Martí, 1969).
En su descripción de la sociedad colonial, la
obra del minucioso Martí no solo es una copiosa literatura costumbrista de su
época, sino un monumental compendio de información que va desde el dato más
relevante hasta la menudencia más bochornosa de la vida privada de muchos
habitantes de esta Provincia.
El obispo
continuamente conmina a los curas para que los pecadores enmienden sus
conductas escandalosas. A aquellos caballeros
que “viven mal” con mulatas les
ordena terminantemente que las deporten a otras ciudades más recatadas como El
Tocuyo o Caracas, pues San Felipe El Fuerte es uno de los sitios donde muchos
hombres de mayor rango social incurren con frecuencia en este reprensible “pecado”.
Por esta
razón, comisiona al vicario para que esté pendiente y le mantenga informado del
desarrollo del caso del matrimonio de Francisco Antonio Cerrano y Ángela María
Celis. Ella, siendo residente de San
Felipe, comete adulterio mientras él está en Barinas, por lo cual el marido
pide el divorcio. El Obispo Martí obliga entonces a la dama a convivir con su
legítimo esposo en Barinas. Pero estando a punto de emprender el viaje, “al mismo instante de montar a caballo, se
le escapó y se le escondió la dicha mujer.”
Luego de
varios días, la esposa fugitiva es capturada y detenida en prisión. El obispo
emite su sentencia: “…me parece
conveniente que no salga de la cárcel sino para vivir con su marido en Barinas
o en donde quiera su marido…” El amante de la adúltera, hombre soltero,
también “…se halla en la cárcel por este
delito…”
Por la
frecuencia de tales casos, el obispo Martí resuelve que por ser muy pequeña, se
ampliase la cárcel para “reclusión de las
mujeres de mala conducta”. A aquellas parejas que “malviven” amancebadas, les amenaza con prisión si no se casan.
Los fieles
informantes del obispo Martí, seguramente bien enterados por los inevitables
chismosos locales, le notifican del caso de don Benito del Rosal, mayor de
cincuenta años y con oficio de
escribano. En su casa recibe subrepticiamente al amparo de la oscuridad
nocturna a Dominga Rodríguez, una mulata libre. Pero otras noches recibe a
Amocha Baco, otra mulata. No satisfecho con ambas, además tiene trato carnal
con dos esclavas que ni siquiera le
pertenecen, una es Juana Dominga, de doña Rosa Montañéz y otra, cuyo dueño es
don Gerónimo Elizondo, es la que llega hasta don Benito entre dos y tres de la tarde.
Descubierto
en su promiscuo proceder por el obispo, don Benito ha prometido casarse en un
plazo de cuatro meses y mientras transcurra ese lapso, el cura de la parroquia
vigilará que el concupiscente escribano no tenga trato con ninguna de las
cuatro mujeres. El obispo estará atento para que se cumpla la palabra empeñada
según lo mantenga informado el cura.
Pero
tampoco los curas escapan de los edictos del obispo. El padre Juan José Vidal
de unos cuarenta años, se había entregado “al
vicio del juego y de la embriaguez”; luego de haberse enmendado bajo la
tutela de su padre, un alcalde de San Felipe El Fuerte, el cura vuelve a
emborracharse por lo cual el obispo lo devuelve a su reclusión y le colocan un
par de grilletes. Examinado para poder ejercer su ministerio, se le considera “inhábil para confesar y predicar por su
ignorancia.” También el obispo conoce que don Juan Tomás Fort, juez
eclesiástico de San Felipe aunque está muy enfermo y casi ciego, intenta decir
misas con notable dificultad. En consecuencia, el reverendísimo Martí ordena al
teniente de vicario, no le permita a Fort que continúe oficiando en la iglesia.
Se queja el
obispo Martí de que al ocurrir el fallecimiento de un infante, retrasan el acto
de enterramiento resultando en “danzas,
bailes, bebezones y otros lastimosos desórdenes”. Por ello ordena que los
entierros se efectúen antes de transcurrir 24 horas luego del fallecimiento.
Al
enterarse Martí que durante la reciente Navidad se organizaron festividades
religiosas, con el pretexto de celebrar
rituales de adoración en los altares y pesebres de las casas
particulares, el obispo, con un riguroso ánimo aguafiestas, ordena que “sin excepción de alguna, no se hagan ni de
día ni de noche danzas, visitas, músicas ni otros festines en que concurren
hombres y mujeres, con que se evitarán los exceso […] lo cual cumplan bajo la
pena de excomunión mayor…”
Del penetrante
ojo inquisidor del obispo en su visita a San Felipe El Fuerte tampoco escapan
los atuendos dominicales de muchas damas que asisten a misa pues “siendo como es la profanidad de los trajes
y el modo de uso más bien estímulo de la lascivia que de la modestia,
informamos de que muchas mujeres no solo entran a la iglesia con […] las sayas (faldas) altas, y pocos tapados los pechos sino […]
aún a la sagrada mesa de comunión eucarística: ordenamos que el cura de esta
Iglesia, en sus pláticas amoneste y reprenda severamente estos usos tan
impropios al recato, exhortando y anunciando a todos el pecado gravísimo que se
comete, así en el templo como fuera de él…” (Martí, 1969).
No sería
exagerado suponer que aquellos a quienes Martí considera una caterva de malvivientes,
fornicadores, juerguistas, jugadores y borrachos que moran en San Felipe El
Fuerte, al igual que muchas damas y hasta curas, todos habrán de respirar
aliviados cuando el inflexible obispo finalmente se despida de esta ciudad para
nunca más regresar.
CONSULTAS BIBLIOGRÁFICAS
DUARTE, C. (2009). La ciudad de San
Felipe. Tradiciones, Crónicas y tradiciones familiares. Caracas: Litografía
ImagenColor S. A. pp. 10 – 11
GARMENDIA, S. (2009). El libro secreto
del señor Obispo. El Desafío de la Historia. (10). pp. 87 - 90.
MARTÍ, M. (1969). Documentos relativos
a su visita Pastoral de la Diócesis de Caracas (1771 – 1784). Libro Personal,
Inventarios y Providencias. Caracas: Biblioteca de la Academia Nacional de la
Historia. Serie Colonial. Vol. 95 al 99.
PERAZZO, N. (1981). San Felipe El Fuerte. Caracas:
Talleres gráficos del Congreso de la República. pp. 83 – 90.
RODRÍGUEZ R., P. D. (1979). Origen y
desarrollo de San Felipe El Fuerte. Discurso de incorporación a la Academia
Nacional de la Historia. Caracas: Talleres gráficos del Congreso de la
República. pp. 15 – 32.
Imagen tomada de https://es.wikipedia.org/wiki/Mariano_Mart%C3%AD
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