Jeroh Juan Montilla
Los estados de ánimo son el piso del existir. Puedo sonar dogmático, pero esa condición me parece indiscutible. Los seres humanos son meramente un estado de ánimo, estamos reducidos a ello y no podemos evitarlo. El estado de ánimo nos determina tanto en lo objetivo como en lo subjetivo, filtra todas nuestras impresiones, dicta el camino de todos nuestros haceres. Los estados de ánimo son variadísimos, unos caen bajo el imperio de una emoción, otros bajo el dictado del sentimiento. En el lenguaje del filósofo Martin Heidegger a esta condición se le llama Stimmung. El límite humano donde lo ontológico y lo sicológico se vuelven una sola cosa, la puerta del mundo, en voz de otros intérpretes como Pilar Gilardi González: “un temple anímico que nos determina y antecede”
Quiero con esta nota dedicarle unas líneas a la tristeza. Decir cuánto debe la literatura a ella. El terreno de lo triste es el más fecundo para la escritura. Lo interesante es que en el cedazo de lo literario la tristeza pierde su consistencia original, esa crudeza que va de lo salobre a lo agridulce, lo literario la cuece hasta embellecerla, dándole una pátina de idealidad, volviéndola soportable y olorosa a nostalgia. Y es que la tristeza es tan pegajosa, tan envolvente que su proximidad termina contagiándonos. Nos ablanda y nos derrama.
Si usted, por comodidad u otro motivo, elude el detalle, el leer directamente a un autor, y se decide entonces por las visiones panorámicas, cuando abre un manual de literatura o un libro de historia de la literatura termina por creer que todo lo que aparece en esas páginas, escritas por un experto, revela toda la redondez de ese orbe, es la santa palabra de los breviarios explicativos. Pero esa es solo una fachada, el canonizado rostro que nos deja la mezquindad o la generosidad de la fama, ella, villana o heroína, es la que dicta casi todo lo que se reseña, critica o comenta literariamente. Pero eso no es únicamente la literatura, eso es apenas la superficie, el oleaje. Todo aquello que se ha editado no es toda la literatura existente o imaginable. Debajo hay mucho universo, hay más literatura en el anonimato que en las voluminosas enciclopedias o millones de títulos dedicados a vociferarla, esa clandestinidad creadora es un universo más inabarcable que todas las obras de cualquier género ya publicadas. Piense usted en el ingente número de escritores desconocidos, malogrados, ocultados por el férreo y circunstancial filtro del mercado editorial. Cuantos han sucumbido a la timidez. Figúrese la existencia innumerable de aquellos escritores cuyos textos quedaron atrapados en cajones y gavetas, enterrados y desaparecidos para siempre. No discuto que sean literariamente buenos o pésimos, sino me quedo en el propósito, el mero intento de volver palabras escritas un persistente estado de ánimo, gesto frustrado, opacado, ignorado para siempre por culpa del mismo escritor o del medio que le tocó padecer.
Luz Esther Ranuárez Balza parece estar en la interminable lista de este inventario. Tengo en mi mesa un libro único suyo, un solo ejemplar de factura artesanal, seguramente hecho por ella misma, hojas amarillentas transcritas a vieja máquina de escribir, recortadas y después pegadas en las páginas de un cuaderno tapa dura, de cubierta gris con el título “Aromas del camino” con recuadro y letras color oro. Un libro solitario de 61 poemas bajo la formalidad del metro y la rima, además de 8 textos en prosa. Todos escritos al parecer entre los años 40 y 70 del siglo XX, unos con su nombre, otros con sus siglas y algunos con un seudónimo, Violeta Imperial. Este libro llegó a mí como una rareza bibliográfica, un tesoro familiar impregnado del áspero olor de lo guardado por muchos años, fue, en un gesto de confianza, un préstamo que le hizo a mi curiosidad el dueño del ejemplar, mi amigo el cronista Argenis Ranuárez, sobrino de la poeta. Esta emotiva mujer nació en Zaraza, estado Guárico, en 1924, vivió muchísimos años en San Juan de los Morros, fue empleada del Banco de Venezuela y del Instituto Braille de Caracas, en los años de su ancianidad va a vivir a Barquisimeto donde a los 85 años de edad, en el 2009, fallece. Un ser humano de vida común, aparentemente sin las pretensiones de alcanzar las fulguraciones del prestigio público. Una fachada discreta que no delata ese tumulto pasional que se cocina a fuego lento en el silencio de llevar el poema como un diario personal. Todo su hacer poético se desarrolló meramente en su círculo de intimidad, un escribir para sí misma, sin ninguna manifestación pública de tal mundo, nunca publicó ninguno de sus poemas.
La tristeza es el estado de ánimo que une todo este poemario, la costura que le da cuerpo, una melancolía macerada en el desamor, aderezada con el gusto romántico por lo imposible, como si la autenticidad del amor solo puede medirse con la terrible vara del tormento, o el auto-tormento por lo que no tendremos nunca. Véase algunos títulos del poemario: Vano dolor, Traición y olvido, Triste mirada, De ti no quiero nada, Cuando no estás…, No sé qué anhelo…, Tu silencio, Volvamos al amor, Injusticia, Tu odio, Huyo de mí…, Abandonada, etc., etc.
Pregunto: ¿el dolor se padece o se cultiva? Padecerlo es lo evidente, basta tener sensibilidad. Ahora, cuando se cultiva se toma una ventaja, no es meramente que eres su presa sino que también eres su domador, no puedes desprenderte de él, es tu sombra, pero, paradójicamente, tienes el pulso necesario para educar tu dolor. Estos poemas dejan constancia de la educación de ese niño, de cómo una lacerante tristeza puede aprender cortesía, las buenas maneras del olvido y el rencor. Todo un aprendizaje para alcanzar la incertidumbre:
“No sé qué anhelo
No anhelo siquiera el vago secreto/ de tu alma, ni el porqué de tus horas…/ No pienso si ríes y menos si lloras/ Mi sentir, amigo, es pálido… discreto…// No pretendo ceñir a mis antojos/ tu sueño que va de prejuicio en prejuicio/ ni ansío siquiera el menor sacrificio/ y dejo que miren muy lejos mis ojos…// Prefiero silencio…amarga distancia/ y en mi soledad el frío y el invierno/ y en mi noche de pueblo escuchar en calma/ la voz imposible que acaso te nombra…/ Y cuando al fin mi recuerdo bese tu alma/ sienta que besa apenas tu sombra…”
Amigo o amiga lector, ¿has leído alguna vez los poemas de Christina Rossetti? Una de las voces más singulares del prerrafaelismo, inglesa (1830-1894) Mujer atormentada, de una fuerte devoción religiosa siempre bajo los embates tentadores y redentores del amor. Fuera de lo odioso u honorable de las comparaciones me atrevo a ubicar en el mismo espíritu escritural prerrafaelista el poema de Luz Esther que leímos más arriba. Seguro estoy que ella nunca leyó a esta inglesa, apenas es en 1997 cuando la editorial española Hiperión publica una primera antología en castellano de Christina Rossetti. La historia la mantuvo en el olvido hasta la década del 70 del siglo pasado cuando algunas feministas comenzaron a estudiarla. Los poetas no necesitan conocerse, ni leerse para vibrar en los mismos tonos. Por ejemplo, leamos este trozo del poema “Canción de la novia” de Rossetti: “¡Oh, es tarde para el amor, tarde para la alegría,/ tarde, demasiado tarde!/ has vagado en el camino por mucho tiempo,/ has dudado frente a la puerta:/ la encantada paloma sobre la rama/ murió sin un compañero;/ la encantada princesa en su torre/ durmió detrás de las rejas;/ su corazón se encogía de pesar/ mientras tú la obligabas a esperar.” Confrontadas ambas poetas vemos la misma finura afectiva ante las íntimas catástrofes del amor, un mismo estado de ánimo, igual excelencia escritural pero distinto destino, la inglesa, rescatada, publicada y colmada de elogios, ya un signo que marca rutas en el hacer literario de un siglo, en cambio la venezolana cayó bajo el duro destino de mucha de nuestra poesía, sobre todo la escrita por mujeres, el olvido, el encierro de la gaveta o la definitiva lápida de la inexistencia. Quiera Dios que sus familiares herederos puedan, alguna vez, publicarla completamente para beneplácito de la justicia literaria. Estas palabras que escribo pretenden lo mismo.
Para finalizar podemos concluir haciendo algunas consideraciones valorativas de estilo y forma sobre la poesía de Luz Esther, sobre la naturaleza de su intencionalidad, tanto emotiva como estética. Toda su escritura cuenta con el sello del drama, algo ajeno al gusto de estos tiempos, mas dados a la ironía y al cinismo. Yo, como lector, he aprendido a no leer exclusivamente desde mi tiempo, intento con más empeño el esfuerzo de ubicarme en otros zapatos, ahora transito con más frecuencia páginas de épocas muy lejanas donde los corazones y estados de ánimo se manifestaban de modo distinto, capaces de ingenuidades y malicias sentimentales hoy insólitas, de amar, odiar, alegrarse y entristecerse de modo tan diferente a como hoy lo hacemos. La poesía de Luz Esther está llena de mucha solemnidad romántica, sus lugares comunes e inusuales son otros, ella exprime el fruto del amor con la apropiada exageración de su tiempo, tiene un modo de entrega y arrebato cercano al vino de la desmesura y la piedad. Lo romántico es una tradición y como cualquier acervo tiene sus contextos propios que incluyen normas y artificios, todos volcados a reforzar lo característico de la práctica romántica, cuestiones como la obsesiva conciencia del yo, eje emocional simbolizado concretamente en esa víscera llamada corazón, centro y periferia de exaltaciones y retraimientos amorosos. Otro rasgo de la idiosincrasia apasionada es lo insuficiente que resulta el teatro de la vida para resistir los acosos imaginativos. También puede añadirse la disposición al mito como recurso paranoico para administrar las frecuentes recaídas en las bellas alucinaciones o deslumbramientos estéticos. En la poesía de Luz Esther podemos destacar tres vértices: el corazón, la muerte y la soledad. Del primero ella escribe: “y tenaz en la dicha que no alcanza/ persiste el corazón equivocado.” El ejercicio de lo inútil como el auténtico logro del ser obnubilado, o como sentencia en otro poema: “A lo largo del camino entristecido,/ fatigado se arrastra el corazón…” El segundo leimotiv, la presencia insobornable de la muerte: “Tu suerte no es mi suerte/ ni es la hora para amarnos/ pero si es para olvidarnos/ si es posible hasta la muerte.” Por lógica fatídica la vida es el ámbito donde se posterga el encuentro absoluto de los amantes. Y el tercer y definitivo vértice, la soledad: “En la amarga soledad de su aislamiento/ y en el vacío total de su esperanza.” El castigo como destino inexplicable, duro y paradójico, con la resignación a cuestas, “vagaré silenciosa en el desierto/ sin más tesoros que mis ilusiones.” Amar parece ser lo imperdonable. Confieso que uno de mis actuales afanes lectores es catar y disfrutar mucha literatura de este tipo, romántica y clásica, de sabor pesado o repelente a los paladares contemporáneos. Lo que ahora se califica como rimbombante y cursi, a mí me parece respetable y gustosa literatura, un delicioso descubrimiento. Solo hay que saber leerla. En si no existe, de modo absoluto, ni buena ni mala literatura, son nuestras inclinaciones lectoras que potestativamente las califican de ese modo, en verdad ella es como el amor y el odio, una cuestión de gustos. Cierro estas líneas con una epístola que la poeta le hace a su riguroso maestro de vida y escritura:
“A TI, AMIGO DOLOR….
!Oh, dolor!... soledad y misterio… caprichosa y fiera la vida me acecha y agobiada estoy, ya no sé por dónde voy y sufre también por mí la primavera deshojando pétalos y llanto… y fue mi cruz aquel cariño santo que el mismo dolor se lo llevó y es que tu dolor, no quieres nada, ni siquiera la burla compasiva de otro amor… sólo tú, fuerza invisible, ocupas mi corazón… porque ya mis labios no se espantan si te nombran.
Y es que tú, dolor, me enseñas la farsa funesta del alma y de las cosas y me deslizo contigo por el mundo, porque yo soy tuya como tú eres mío y así los dos en codicia gitana de la eterna espera, vagaremos por una senda sonámbula y oscura en la barca trágica de mi destino fatal…
Nunca más florecerán los campos, ni habrá celaje azul en la naciente aurora, no habrán arrullos de palomas, ni orquesta de alondras en los nidos, ni recuerdos sublimes y floridos, ni frescura en la vida de las rosas…Sólo tu, dolor estás en todo y me rindo a ti sumisa y muda, has de mí lo que quieras, dolor… arrástrame si es posible como un tronco derrumbado hasta el fondo de los áridos valles…
Pasa la tormenta, pasa el amor, todo se desvanece y hasta las dudas volaron con las aves del cariño… Porque tú, dolor, eres el grito amargo que en el fondo de mi silencio cubre de luto mis sueños… y me enseñaste a padecer callando en el sufrir… tú marcas la senda que habré de seguir y juntos los dos así marcharemos con la eterna promesa: ‘PERDONAR Y MORIR’…!”
Quiero con esta nota dedicarle unas líneas a la tristeza. Decir cuánto debe la literatura a ella. El terreno de lo triste es el más fecundo para la escritura. Lo interesante es que en el cedazo de lo literario la tristeza pierde su consistencia original, esa crudeza que va de lo salobre a lo agridulce, lo literario la cuece hasta embellecerla, dándole una pátina de idealidad, volviéndola soportable y olorosa a nostalgia. Y es que la tristeza es tan pegajosa, tan envolvente que su proximidad termina contagiándonos. Nos ablanda y nos derrama.
Si usted, por comodidad u otro motivo, elude el detalle, el leer directamente a un autor, y se decide entonces por las visiones panorámicas, cuando abre un manual de literatura o un libro de historia de la literatura termina por creer que todo lo que aparece en esas páginas, escritas por un experto, revela toda la redondez de ese orbe, es la santa palabra de los breviarios explicativos. Pero esa es solo una fachada, el canonizado rostro que nos deja la mezquindad o la generosidad de la fama, ella, villana o heroína, es la que dicta casi todo lo que se reseña, critica o comenta literariamente. Pero eso no es únicamente la literatura, eso es apenas la superficie, el oleaje. Todo aquello que se ha editado no es toda la literatura existente o imaginable. Debajo hay mucho universo, hay más literatura en el anonimato que en las voluminosas enciclopedias o millones de títulos dedicados a vociferarla, esa clandestinidad creadora es un universo más inabarcable que todas las obras de cualquier género ya publicadas. Piense usted en el ingente número de escritores desconocidos, malogrados, ocultados por el férreo y circunstancial filtro del mercado editorial. Cuantos han sucumbido a la timidez. Figúrese la existencia innumerable de aquellos escritores cuyos textos quedaron atrapados en cajones y gavetas, enterrados y desaparecidos para siempre. No discuto que sean literariamente buenos o pésimos, sino me quedo en el propósito, el mero intento de volver palabras escritas un persistente estado de ánimo, gesto frustrado, opacado, ignorado para siempre por culpa del mismo escritor o del medio que le tocó padecer.
Luz Esther Ranuárez Balza parece estar en la interminable lista de este inventario. Tengo en mi mesa un libro único suyo, un solo ejemplar de factura artesanal, seguramente hecho por ella misma, hojas amarillentas transcritas a vieja máquina de escribir, recortadas y después pegadas en las páginas de un cuaderno tapa dura, de cubierta gris con el título “Aromas del camino” con recuadro y letras color oro. Un libro solitario de 61 poemas bajo la formalidad del metro y la rima, además de 8 textos en prosa. Todos escritos al parecer entre los años 40 y 70 del siglo XX, unos con su nombre, otros con sus siglas y algunos con un seudónimo, Violeta Imperial. Este libro llegó a mí como una rareza bibliográfica, un tesoro familiar impregnado del áspero olor de lo guardado por muchos años, fue, en un gesto de confianza, un préstamo que le hizo a mi curiosidad el dueño del ejemplar, mi amigo el cronista Argenis Ranuárez, sobrino de la poeta. Esta emotiva mujer nació en Zaraza, estado Guárico, en 1924, vivió muchísimos años en San Juan de los Morros, fue empleada del Banco de Venezuela y del Instituto Braille de Caracas, en los años de su ancianidad va a vivir a Barquisimeto donde a los 85 años de edad, en el 2009, fallece. Un ser humano de vida común, aparentemente sin las pretensiones de alcanzar las fulguraciones del prestigio público. Una fachada discreta que no delata ese tumulto pasional que se cocina a fuego lento en el silencio de llevar el poema como un diario personal. Todo su hacer poético se desarrolló meramente en su círculo de intimidad, un escribir para sí misma, sin ninguna manifestación pública de tal mundo, nunca publicó ninguno de sus poemas.
La tristeza es el estado de ánimo que une todo este poemario, la costura que le da cuerpo, una melancolía macerada en el desamor, aderezada con el gusto romántico por lo imposible, como si la autenticidad del amor solo puede medirse con la terrible vara del tormento, o el auto-tormento por lo que no tendremos nunca. Véase algunos títulos del poemario: Vano dolor, Traición y olvido, Triste mirada, De ti no quiero nada, Cuando no estás…, No sé qué anhelo…, Tu silencio, Volvamos al amor, Injusticia, Tu odio, Huyo de mí…, Abandonada, etc., etc.
Pregunto: ¿el dolor se padece o se cultiva? Padecerlo es lo evidente, basta tener sensibilidad. Ahora, cuando se cultiva se toma una ventaja, no es meramente que eres su presa sino que también eres su domador, no puedes desprenderte de él, es tu sombra, pero, paradójicamente, tienes el pulso necesario para educar tu dolor. Estos poemas dejan constancia de la educación de ese niño, de cómo una lacerante tristeza puede aprender cortesía, las buenas maneras del olvido y el rencor. Todo un aprendizaje para alcanzar la incertidumbre:
“No sé qué anhelo
No anhelo siquiera el vago secreto/ de tu alma, ni el porqué de tus horas…/ No pienso si ríes y menos si lloras/ Mi sentir, amigo, es pálido… discreto…// No pretendo ceñir a mis antojos/ tu sueño que va de prejuicio en prejuicio/ ni ansío siquiera el menor sacrificio/ y dejo que miren muy lejos mis ojos…// Prefiero silencio…amarga distancia/ y en mi soledad el frío y el invierno/ y en mi noche de pueblo escuchar en calma/ la voz imposible que acaso te nombra…/ Y cuando al fin mi recuerdo bese tu alma/ sienta que besa apenas tu sombra…”
Amigo o amiga lector, ¿has leído alguna vez los poemas de Christina Rossetti? Una de las voces más singulares del prerrafaelismo, inglesa (1830-1894) Mujer atormentada, de una fuerte devoción religiosa siempre bajo los embates tentadores y redentores del amor. Fuera de lo odioso u honorable de las comparaciones me atrevo a ubicar en el mismo espíritu escritural prerrafaelista el poema de Luz Esther que leímos más arriba. Seguro estoy que ella nunca leyó a esta inglesa, apenas es en 1997 cuando la editorial española Hiperión publica una primera antología en castellano de Christina Rossetti. La historia la mantuvo en el olvido hasta la década del 70 del siglo pasado cuando algunas feministas comenzaron a estudiarla. Los poetas no necesitan conocerse, ni leerse para vibrar en los mismos tonos. Por ejemplo, leamos este trozo del poema “Canción de la novia” de Rossetti: “¡Oh, es tarde para el amor, tarde para la alegría,/ tarde, demasiado tarde!/ has vagado en el camino por mucho tiempo,/ has dudado frente a la puerta:/ la encantada paloma sobre la rama/ murió sin un compañero;/ la encantada princesa en su torre/ durmió detrás de las rejas;/ su corazón se encogía de pesar/ mientras tú la obligabas a esperar.” Confrontadas ambas poetas vemos la misma finura afectiva ante las íntimas catástrofes del amor, un mismo estado de ánimo, igual excelencia escritural pero distinto destino, la inglesa, rescatada, publicada y colmada de elogios, ya un signo que marca rutas en el hacer literario de un siglo, en cambio la venezolana cayó bajo el duro destino de mucha de nuestra poesía, sobre todo la escrita por mujeres, el olvido, el encierro de la gaveta o la definitiva lápida de la inexistencia. Quiera Dios que sus familiares herederos puedan, alguna vez, publicarla completamente para beneplácito de la justicia literaria. Estas palabras que escribo pretenden lo mismo.
Para finalizar podemos concluir haciendo algunas consideraciones valorativas de estilo y forma sobre la poesía de Luz Esther, sobre la naturaleza de su intencionalidad, tanto emotiva como estética. Toda su escritura cuenta con el sello del drama, algo ajeno al gusto de estos tiempos, mas dados a la ironía y al cinismo. Yo, como lector, he aprendido a no leer exclusivamente desde mi tiempo, intento con más empeño el esfuerzo de ubicarme en otros zapatos, ahora transito con más frecuencia páginas de épocas muy lejanas donde los corazones y estados de ánimo se manifestaban de modo distinto, capaces de ingenuidades y malicias sentimentales hoy insólitas, de amar, odiar, alegrarse y entristecerse de modo tan diferente a como hoy lo hacemos. La poesía de Luz Esther está llena de mucha solemnidad romántica, sus lugares comunes e inusuales son otros, ella exprime el fruto del amor con la apropiada exageración de su tiempo, tiene un modo de entrega y arrebato cercano al vino de la desmesura y la piedad. Lo romántico es una tradición y como cualquier acervo tiene sus contextos propios que incluyen normas y artificios, todos volcados a reforzar lo característico de la práctica romántica, cuestiones como la obsesiva conciencia del yo, eje emocional simbolizado concretamente en esa víscera llamada corazón, centro y periferia de exaltaciones y retraimientos amorosos. Otro rasgo de la idiosincrasia apasionada es lo insuficiente que resulta el teatro de la vida para resistir los acosos imaginativos. También puede añadirse la disposición al mito como recurso paranoico para administrar las frecuentes recaídas en las bellas alucinaciones o deslumbramientos estéticos. En la poesía de Luz Esther podemos destacar tres vértices: el corazón, la muerte y la soledad. Del primero ella escribe: “y tenaz en la dicha que no alcanza/ persiste el corazón equivocado.” El ejercicio de lo inútil como el auténtico logro del ser obnubilado, o como sentencia en otro poema: “A lo largo del camino entristecido,/ fatigado se arrastra el corazón…” El segundo leimotiv, la presencia insobornable de la muerte: “Tu suerte no es mi suerte/ ni es la hora para amarnos/ pero si es para olvidarnos/ si es posible hasta la muerte.” Por lógica fatídica la vida es el ámbito donde se posterga el encuentro absoluto de los amantes. Y el tercer y definitivo vértice, la soledad: “En la amarga soledad de su aislamiento/ y en el vacío total de su esperanza.” El castigo como destino inexplicable, duro y paradójico, con la resignación a cuestas, “vagaré silenciosa en el desierto/ sin más tesoros que mis ilusiones.” Amar parece ser lo imperdonable. Confieso que uno de mis actuales afanes lectores es catar y disfrutar mucha literatura de este tipo, romántica y clásica, de sabor pesado o repelente a los paladares contemporáneos. Lo que ahora se califica como rimbombante y cursi, a mí me parece respetable y gustosa literatura, un delicioso descubrimiento. Solo hay que saber leerla. En si no existe, de modo absoluto, ni buena ni mala literatura, son nuestras inclinaciones lectoras que potestativamente las califican de ese modo, en verdad ella es como el amor y el odio, una cuestión de gustos. Cierro estas líneas con una epístola que la poeta le hace a su riguroso maestro de vida y escritura:
“A TI, AMIGO DOLOR….
!Oh, dolor!... soledad y misterio… caprichosa y fiera la vida me acecha y agobiada estoy, ya no sé por dónde voy y sufre también por mí la primavera deshojando pétalos y llanto… y fue mi cruz aquel cariño santo que el mismo dolor se lo llevó y es que tu dolor, no quieres nada, ni siquiera la burla compasiva de otro amor… sólo tú, fuerza invisible, ocupas mi corazón… porque ya mis labios no se espantan si te nombran.
Y es que tú, dolor, me enseñas la farsa funesta del alma y de las cosas y me deslizo contigo por el mundo, porque yo soy tuya como tú eres mío y así los dos en codicia gitana de la eterna espera, vagaremos por una senda sonámbula y oscura en la barca trágica de mi destino fatal…
Nunca más florecerán los campos, ni habrá celaje azul en la naciente aurora, no habrán arrullos de palomas, ni orquesta de alondras en los nidos, ni recuerdos sublimes y floridos, ni frescura en la vida de las rosas…Sólo tu, dolor estás en todo y me rindo a ti sumisa y muda, has de mí lo que quieras, dolor… arrástrame si es posible como un tronco derrumbado hasta el fondo de los áridos valles…
Pasa la tormenta, pasa el amor, todo se desvanece y hasta las dudas volaron con las aves del cariño… Porque tú, dolor, eres el grito amargo que en el fondo de mi silencio cubre de luto mis sueños… y me enseñaste a padecer callando en el sufrir… tú marcas la senda que habré de seguir y juntos los dos así marcharemos con la eterna promesa: ‘PERDONAR Y MORIR’…!”
2 comentarios:
en esa familia el que menos era poeta
Y en cuanto al poema...LAPIDARIO
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