Cesar Gedler Lozada
La ceremonia que ofrendamos el 23 de abril de cada año al libro, el idioma, y
al derecho de autor, tiene el mismo fondo de afectividad que le concedemos a
los valores de la literatura. Es una manera sentida y amable de acercamiento a
una acción que desearíamos fuera el quehacer de cada uno en el curso de toda
nuestra vida; que nuestras referencias en juicios y escogencias estuvieran
marcadas por las reflexiones e intuiciones que abrevamos de los grandes
autores, los que con mucha razón se han llamado guías del espíritu o
referencias obligadas de todo destino superior. Fue una iniciativa de la
UNESCO, en el año 1995, ya terminando el siglo anterior, que refleja
probablemente una premonición, la del fin del texto impreso en papel, que poco
a poco se ha venido sustituyendo por aparatos electrónicos de compleja
elaboración y manejo, pero de mayor alcance comunicacional en el tiempo y el
espacio.
Se
tomaron como referencia algunos eventos singulares de la literatura, el
entierro, en el año 1616, de nuestro Cervantes castellano, y la muerte del
inglés más universal, el dramaturgo William Shakespeare, en el mismo día y mes
de aquel año memorable. Por esa razón el Ministerio de Cultura española entrega
ese día 23 de abril el premio Cervantes, la mayor distinción que se otorga a
los escritores ganadores de habla hispana, por la totalidad de su obra escrita,
y su contribución al pensamiento y la estética literaria.
El
libro es una entidad en sí misma, que nos permite un grado de conexión con lo
hondo y sublime que recibimos en herencia de nuestros ancestros, mostrándonos
todas las formas de vida posible, de las que no tenemos otro testimonio sino el
que nos confía casi en secreto cada autor, a través de esos códigos mágicos,
las letras y palabras, que aprendemos a descifrar unos y otros en distinta
medida.
Terencio
nos decía que cada libro tiene su propio destino, un destino particular, que no
depende del autor ni de los lectores, sino que viaja por sí mismo hasta
encontrar su verdadero lugar. Otros sabios han afirmado que muchos libros
tienen vida propia, y no le revelan sus claves sino a los que él escoge por una
voluntad insospechada. No hablo solamente de los libros sagrados, que se
ofrecen al iniciado como guía y como oráculo, por su proveniencia
trascendental, sino de aquella empatía que mueve al universo y ejerce un
llamado sobre algunos escogidos, para cumplir su propósito de iluminación.
Basta recordar las palabras iniciales de los Proverbios, para comprender lo que
estamos hablando. En los Proverbios, se nos advierte de forma exclamativa, que
la Sabiduría llama a los hombres: “La Sabiduría -nos dice- viene llamando por
las calles y levanta su voz en las plazas ¿Hasta cuándo necios, aborrecerán la
Verdad? Déjense convencer por mis razones, pues quiero abrirles mi corazón y
comunicarles mis enseñanzas” Sin más, nos encontramos en este versículo, una
idea respetable y poco convencional según la cual, los hombres no elaboramos
las ideas, sino que las ideas, nos elaboran a nosotros.
Soy
un hombre que busca en el conocimiento y la información el sentido que la
existencia nos niega en su desarraigo. Siento hacia los libros el mismo débito
afectivo que con los amigos de siempre, y quizás por las mismas razones. Los
libros de mi vida, como dijera Henry Miller, me han ayudado a borrar las
distancias que nacen de la incomprensión, a pesar de mi vocación a disentir, lo
cual me ha llevado, en algunas ocasiones, a merecer la reputación de hombre
solitario, aunque en ello no vea más que una forma de responder a las
contradicciones que la vida humana manifiesta en su profundidad y desafío.
En
ese diálogo interior que cada quien sostiene consigo mismo, en esa revelación
de los abismos interiores que se descubren nada más que en ciertos instantes,
he llegado a entrever la fortuna que significa encontrar el libro, toparse con
un autor que nos restituya un motivo existencial, una razón de ser, y más
profundo me parece este sentido si en su ejercicio alcanza a los demás, si en
su acción permanente contribuye a elevar la disposición de vida y la esperanza
de otros seres humanos. Por eso me alegra pertenecer a la raza de los lectores,
como dijera de sí mismo Albert Beguin, al referirse a la lectura como oficio de
referencia.
En
este quehacer sin tregua que es la lectura y la escritura, también he
conseguido lo que sin arrogancia pudiéramos llamar una actitud ante la
existencia, y esta actitud se resume en el reconocimiento que debemos tener de
lo que nos falta, cada vez que alcanzamos una nueva comprensión; en la certeza
de que el camino es equívoco e inagotable; en la convicción de que la plenitud
solamente se alcanza cuando nos entregamos sin reservas a las exigencias de
nuestra misión. Hasta donde comprendo, muchos de los grandes escritores que
marcaron la generación a la que pertenezco, padecieron en soledad la propia
lucha contra sus demonios interiores y la urgencia de expresarse a través de la
escritura. Pienso en Sábato, en Dostoievsky, Wilde, Tolstoi, Papini o Celline,
como ejemplo de lo que digo, que asumieron obligaciones cuyo origen y destino
están por encima de la razón histórica, y son las que tienen que ver con el
alma, con la perfección de sí mismo, en un mundo que desatiende en forma
soberbia y constante el derecho de cada hombre a encontrar su propio centro.
Aquellos
autores los conocía uno desde niño, en ediciones rústicas que venían desde
Argentina, Méjico o España, en las editoriales Suramericana, Biliken, Fondo de
Cultura económica, Lozada o Emecé editores, por nombrar algunas, que se
encontraban sin esfuerzo en cualquier libraría o biblioteca pública a un precio
tan módico como un bollo de pan, o un refresco de botella, en un formato
cómodo, para llevarlo en la mano y devorarlo en la primera plaza o parque de
pueblo, con el sonido del viento agitando las hojas de los árboles.
Eran
tiempos de grandes libreros. Hombres curtidos en su oficio que conocían no sólo
hasta los autores menos nombrados, sino las ediciones de los libros, las
escuelas literarias, las críticas, y a los críticos del momento. Entrar en el
“Gusano de Luz”, frente a parque Carabobo, en la “Librería Filosófica” del
viejo Arreaza, en Sábana Grande y luego en Puente Brión; a la “librería Suma”
de Raúl, en la Nro 90 de la calle Real, cerca del Gran Café; “La Macondo”
regentada por el amigo Pedro, en Chacaito, o “La Divulgación” de Sergio el
portugués, en Los Chaguaramos, era pasearse por todos los géneros en materia
literaria, y si la ocasión lo permitía, entrar en un océano de conocimientos,
al conversar con aquellos eruditos, que dominaban su oficio como si fueran unos
anticuarios, o entomólogos apasionados.
El
Estado por su parte, a través de sus poderosas editoriales, se esmeraba en
publicar lo que por su calidad y hondura merecía ser publicado, más que la
promoción de algunas figuras ligadas al poder, con una escritura de dudosa
aceptación. Hoy suena todo esto como un relato de ficción, por el desinterés
creciente hacia la lectura, los precios prohibitivos de los libros, y la casi
imposibilidad de encontrarlos, aun en librerías especializadas. No desespero
sin embargo de esta circunstancia. Al contrario, presiento que en ese
contrapunto entre lo anhelado y lo dado, se encuentra justamente el camino que
el Espíritu despliega en las culturas para la construcción de la individualidad
y la diferenciación en los sujetos, sin las cuales no se puede reconocer el
rostro que el mundo insiste en mostrarnos.
En
este cambio civilizatorio que nos está tocando vivir, en este punto y aparte al
que nos obligan las nuevas corrientes de pensamiento, creo de urgencia
inaplazable promocionar hasta lo imposible el conocimiento y el amor a las
palabras, al idioma, a la lectura y la escritura con atributos, porque el
lenguaje es el asiento del Ser, como sostenía Heidegger, es nuestra posibilidad
de identidad, nuestro pasaje oculto hacia la tradición, nuestro vínculo
personal y sagrado con el Espíritu.
Recuperar
el sentido de la palabra en todas sus expresiones, es diferenciar, reconocer
los matices del mundo que nos envuelve, multiplicar las formas de lo posible;
Para decirlo en una sola expresión: convertir la soledad y su misterio, en
acercamiento y significado.
Recomiendo sobre este tema, la conferencia de Federico García Lorca, intitulada “Dime qué lees y te diré quién eres”.