Humbert E. Urdaneta F.
En el tablero de la geopolítica contemporánea, las invasiones han cambiado de forma. Hoy han dejado de anunciarse con tanques en las fronteras o con misiles sobre las ciudades. El poder se ejerce hoy de manera “sutil”, calculada, sobre todo, persistente. En nuestro país, caso venezolano, lo que se configura no lleva a pensar, por ahora, que sea una ofensiva militar directa, sino una estrategia de presión híbrida: una combinación que incumbe sanciones económicas, operaciones encubiertas, campañas de desinformación, guerra psicológica, movimientos diplomáticos y apoyo para actores políticos internos.
Este tipo de presión no busca la destrucción del adversario, sino algo mucho más complejo: su debilitamiento progresivo. La idea es mantener al país bajo un constante estado de tensión, donde cada crisis interna se amplifique y cada intento de estabilidad se ve interrumpido. Es una guerra sin declaratoria, pero con consecuencias amplias y de alto impacto social.
El primer frente de esta presión es el económico. Las sanciones impuestas por Estados Unidos y otros de sus aliados, restringen el acceso de Venezuela a los mercados internacionales y afecta directamente el funcionamiento del Estado, sus ingresos y su capacidad de maniobra. Aunque se presentan como medidas “selectivas”, su impacto se siente en todos los niveles de la vida nacional: desde la capacidad de importar/exportar alimentos, medicinas, insumos agrícolas o repuestos para la industria, hasta la estabilidad precarizada del sistema financiero.
Pero más allá del daño material, las sanciones cumplen un propósito simbólico: transmitir al mundo la idea de un país aislado, castigado, inmanejable. Es el poder blando del descrédito, que prepara el terreno para las otras dimensiones del conflicto.
La segunda capa de esta estrategia se libra en el terreno de la información. Las campañas de desinformación difundidas por medios, redes sociales y actores políticos buscan erosionar la legitimidad institucional y sembrar desconfianza entre los propios ciudadanos. El objetivo es doble: debilitar la cohesión interna y moldear la percepción externa del país.
En este sentido, la guerra híbrida se parece más a una batalla por los significados que por los territorios. Se disputa el símbolo, la creencia, el relato, la narrativa, el derecho a definir qué está pasando. Y en esa disputa, los algoritmos son tan importantes como los ejércitos.
La diplomacia también forma parte de esta red de presión. Las alianzas se reconfiguran, los apoyos se condicionan, y los organismos multilaterales se convierten en escenarios de legitimación o aislamiento. En paralelo, Washington apuesta al fortalecimiento de actores internos capaces de sostener un discurso alternativo al poder central. No se trata necesariamente de promover una sustitución inmediata, sino de mantener un foco de inestabilidad política constante.
Este equilibrio inestable funciona como una pinza: mientras la economía se asfixia y la narrativa internacional se controla, la presión política interna se mantiene viva.
Venezuela vive, así, un tipo de guerra que no se declara oficialmente, pero que se percibe en la cotidianidad. Es una guerra de desgaste, de largo plazo, donde las fronteras entre lo político, lo económico y lo militar se diluyen. En este contexto, para nosotros los venezolanos y venezolanas, el poder ya no se mide en tanques ni soldados, sino en capacidad de resistencia.
La pregunta no es si habrá una invasión, sino cuánto tiempo puede sostenerse una sociedad sometida a una presión múltiple y constante. Lo híbrido de la estrategia radica precisamente en eso: en su ambigüedad. No se sabe dónde empieza ni cuándo termina, pero sus efectos se acumulan, moldeando el comportamiento colectivo y la percepción del futuro.
En este escenario, Venezuela se enfrenta a un desafío que no es solo político, sino también cultural y psicológico: mantener la cohesión social en medio del asedio simbólico. Resistir ya no significa solo defender un territorio, sino preservar una identidad, una narrativa propia frente a la imposición de otra.
La historia enseña que las guerras cambian de forma, pero no de propósito. El poder siempre busca dominio, aunque ahora lo haga a través del lenguaje, la economía o los acuerdos. Lo que vemos hoy no es el fin de las invasiones, sino su transformación. Y en ese nuevo orden de conflictos invisibles, la presión híbrida es la forma más sofisticada del control contemporáneo y Venezuela esta dando ejemplos de resistencia.

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