Obituarios de un no-país — video a Alejandro Aguilar

viernes, 4 de febrero de 2011

EDUCAR EN REVOLUCIÓN



Tibisay Urbina
C.I. 6.967.020
La educación es una espada que se forja con cada golpe al rojo vivo, permite al hombre redescubrirse interna y externamente al templar su alma para las dificultades de la vida. Educar en revolución, es ese calor de la espada recién forjada, el convertir los pensamientos y sentimientos en acciones, en busca de un ser libre con ideales colectivos y transformadores donde la creatividad juega un papel protagónico al dejar una huella que otros podrán seguir. No se puede educar si se desconoce lo que se quiere enseñar. La educación es la semilla que espera pacientemente echar raíces en las mentes de las personas con deseo de superación, no se puede enseñar si el individuo no quiere aprender, he aquí el dilema.
La educación en revolución juega un papel fundamental porque ha de lograr despertar y motivar las mentes dormidas para que comiencen a dar pasos en la reinvención de sus vidas y así convertirse en los nuevos árboles del futuro descubriendo sus habilidades y destrezas. Ser educador es ser revolucionario, es crear no competir, promueve transformaciones profunda en sus estudiantes. Como diría John Ruskin Educar a un joven no es hacerle aprender algo que no sabía, sino hacer de él alguien que no existía. El educador ha de ser un inspirador de realidades que alimente el cuerpo y el alma de sus estudiantes.

martes, 1 de febrero de 2011

Visita presidencial

Rosa Virginia Silva Rey
Empezando mi adolescencia, cuando estudiaba bachillerato, mi imaginación estaba llena de aventuras y sueños, como cualquier jovencita de mi edad. Nada de concentración en los estudios. Vivia solo para ver la tele, era ademas la Reina del Colegio y mi mayor preocupación consistia en asistir en las tardes a las practicas de la "Banda de Guerra", en la cual practicamente tocaba todos los instrumentos. esta manera de ver y vivir la vida me hacia el blanco cariñoso de las burlas de mi hermano, quien me decia: "¡Puras cucarachas en el cerebro!"

Obviamente esto causaba que mi promedio de notas estuviera por el suelo y viviera permanentemente castigada!

Un día, llegó una invitación al Colegio, del Presidente de la República de ese entonces: Dr Luis Herrera Campins. Queria que participaramos en un desfile en Caracas.Ya no me acuerdo que se celebraba en esa ocasión. Pero... ¿por qué nos invitaba el presidente? ¿Por qué nuestro colegio? Concluido ya el desfile, cuando nos disponiamos a regresar , unos militares con cara de serios se acercaron y nos dijeron que el Presidente nos esperaba para almorzar. Eramos todos niños de 14 y 15 años y se nos llevaba a almorzar en el palacio de Miraflores...¡Vaya lujo! ¡Que privilegio para unas personitas de nuestra edad!


Nos dieron un recorrido por el Palacio, mostrándonos sus instalaciones, y lueg
o nos llegó el momento esperado: entraríamos al despacho presidencial, con su máxima figura dentro. Todos estábamos asustados y nerviosos mas que emocionados. Solo podíamos entrar seis y, como yo era la Reina, pues entré.
Todos guardabamos absoluto silencio ante aquel escritorio gigantesco y ante el cuadro de Bolivar detras. todo nos resultaba imponente, majestuoso. Al vernos, el Dr se levantó y nos saludo a todos con muchisima cordialidad y confianza. Luego nos contó que el había estudiado en nuestro Colegio cuando tenía nuestra edad, y que habia derribado la estatua de San Juan Bautista de la Salle con un balonazo jugando con Jose Vicente Rangel, Felipe Montilla (despues Ministro de Educación) y Ramón Escobar Salom.

Así nos dimos cuenta del porque de la invitación y de la preferencia. Al terminar su cháchara nos dijo que si teníamos alguna pregunta. Bueno, yo había oído por allí, que al presidente le decían "toronto" porque le gustaba mucho los dulces. Así que me despoje de la pena ahí y fui derechito al punto, preguntándole: "Doctor... ¿Porque le dicen toronto?. Todo los presentes largaron la carcajada y, gracias a Dios, ¡el presidente incluido! Y me contesto: "Por esto." Y abriendo la gaveta de su escritorio, ¡ oh sorpresa,! estaba lleno no solo de torontos, sino también de Cocossettes, manies, Ping Pong y muchas chucherías mas.
Esta fue una de las primeras anécdotas de mi vida.

Todo terminó comiendo pollo con la mano, junto a nuestro presidente, en La Casa Militar.
Imagenes tomadas de:
http://venezuela-europa.blogspot.com/2010_05_01_archive.html
http://unavistabocono.blogspot.com/2010_03_01_archive.html

Que todos fuéramos arrepentidos

Los escritos de contrición dirigidos a Stalin constituyen un verdadero género literario: el ansia de alcanzar el perdón de los pecados cometidos contra el amo y árbitro de vidas y haciendas es idéntica a la expresada por los sospechosos de herejía a los guardianes del dogma católico cuatro siglos antes, dice el escritor español.

POR JUAN GOYTISOLO

 STALIN. En una típica pieza de la iconografía oficial soviética. A él estuvieron dirigidos los textos de contrición de Mandelstam o Babel.
STALIN. En una típica pieza de la iconografía oficial soviética. A él estuvieron dirigidos los textos de contrición de Mandelstam o Babel.
Los asfixiantes poderes autocráticos que se suceden a lo largo de la historia de las diversas civilizaciones del planeta, fundados siempre en el miedo y la humillación de los seres humanos, inspiraron al gran escritor egipcio Gamal El Guitani las figuras contrapuestas, pero complementarias, de Zayni Barakat, el personaje que da el título a su novela (1), y de Zacarías Ibn Radi, servidores ambos del sultán El Guri. Mientras la “filosofía” de Ibn Radi, regidor de un averno de suplicios y ejecuciones de los sospechosos de desafección al déspota, se resume en su reflexión de cancerbero: “El cruce del umbral de nuestras puertas debe ser para el prisionero un límite entre dos períodos. Su vida se ha de dividir en dos partes, de tal manera que cuando un individuo salga de aquí, no habrá cambiado de nombre sino de alma”.
Su colega Zayni preconiza métodos más sutiles que el tormento, como el de la utopía del mundo virtual en el que hoy habitamos.
“Yo ya veo el día en el que el gran jefe de los espías podrá examinar la vida entera de una persona (...) Y, no sólo lo que es visible, sino también sus deseos, sus sueños, sus inclinaciones (...) De manera que podríamos predecir lo que va a hacer un individuo al llegar a la edad adulta (...) ¡Obremos juntos para alcanzar la conversión de la humanidad al espionaje!” El sueño de Zayni Barakat de una humanidad adepta del espionaje, en la que cualquiera que suspirara de modo distinto de los demás debía ser denunciado, cuajó en una siniestra realidad. La delación generalizada de vecinos, conocidos, amigos e incluso familiares próximos adquirió un valor ético tanto en la época de la Inquisición establecida en Castilla por Isabel la Católica como en la Rusia de Stalin. Los archivos del Santo Oficio, como los de la KGB, rebosan de documentos de toda índole sobre esa actividad promovida y ensalzada por las autoridades religiosas católicas y las del régimen soviético. Un cotejo de unos con otros resulta esclarecedor: los libros de Juan Antonio Llorente, Serrano y Sanz, Amador de los Ríos, Américo Castro, Sicroff, Domínguez Ortiz, Caro Baroja, Gilman y Jiménez Lozano reproducen una masa de documentos muy similares a los expuestos en la trilogía de Vitali Shentalinski (2).
La disimilitud existente entre el Santo Oficio y el NKVD estriba en que, a diferencia del primero, éste no se dejaba corromper. Con todo, el mecanismo seguimiento-denuncia-registro-detención-interrogatorio con tortura o sin ella-sentencia es idéntico.
En la noche del 16 al 17 de mayo de 1934 tres agentes de la OGPU irrumpieron en el apartamento moscovita de Osip Mandelstam y, tras un minucioso registro, requisaron sus manuscritos en presencia de su esposa y de Anna Ajmátova, casualmente venida de Leningrado, antes de llevárselo preso a la jefatura de los Servicios Secretos. En el interrogatorio al que fue sometido, el poema sobre el camarada Stalin, leído semanas antes a algunos amigos por su autor, centró el interés del comisario instructor: es el famoso texto de “el montañés del Cáucaso” cuyos “bigotes de cucaracha ríen y las cañas de sus botas refulgen”. Mandelstam reconoce la autoría y se ve obligado a redactar la historia de las personas ante las que lo recitó. En ella figuran Ajmátova y su hijo Leo Gumiliov. Los instructores del expediente contaban con la preciosa ayuda de delatores cercanos al círculo de amigos del poeta y de esos colegas mediocres, oportunistas y envidiosos que pululan en el Parnaso desde tiempos inmemoriales.
El juicio de Mandelstam parece listo para sentencia –la ofensa al camarada jefe no merece perdón ni conmiseración algunos– pero la valiente intervención de Pasternak –su llamada telefónica a Stalin– le salva la vida. Mandelstam fusilado, piensa éste, sería más dañino que atrapado sin remedio en la telaraña de los servicios secretos. El poeta será condenado tan sólo a tres años de exilio y, de vuelta a Moscú en 1937, detenido de nuevo y enviado a reeducarse a los campos de trabajo de Vladivostok y Kolyma. Su viuda, Nadiezhda, nos ha dejado un emotivo testimonio de su muerte lenta en 1940. Vitali Shentalinski reproduce la misiva desesperada que aquélla envió a Beria suplicándole su mediación y a la que el temido comisario no se dignó contestar.
Los escritos de contrición dirigidos a Stalin constituyen un verdadero género literario: el ansia de alcanzar el perdón de los pecados cometidos contra el amo y árbitro de vidas y haciendas es idéntica a la expresada por los sospechosos de herejía a los guardianes del dogma católico cuatro siglos antes. El poder absoluto del dios del Kremlin fascinaba a sus víctimas. Mandelstam, como Ajmatova, Bulgakov y Pasternak, no escapaban a dicha angustiada idolatría.
Como decía en 1663 Antonio Enríquez Gómez, autor de Vida de don Gregorio Guadaña , novela precursora –por la invención de la memoria intrauterina del héroe– de Tristram Shandy, Bras Cubas y Cristóbal Nonato extinto por judaizante en una cárcel secreta del Santo Oficio: “Ese tribunal es peor que la muerte, pues vemos que ella tiene jurisdicción sobre los vivos, pero no sobre los muertos”.
La opresión religiosa de la España inquisitorial y la ideológica al servicio del estalinismo se dan la mano: las incontables actas de los archivos del Santo Oficio son la mejor prueba de ello.
Al establecer una correlación entre el Santo Oficio y el OGPU-NKVD soviéticos no olvido claro está las diferencias existentes entre ambos en función de la época en la que desarrollaron sus actividades y de los principios que las sustentaban. La policía ideológica que encarnaban partía de bases antropológicas en el caso de la Inquisición creada para vigilar estrechamente a los judeoconversos mediante el escrutinio de sus palabras, costumbres y escritos. Su inquietud intelectual, producto de la constante presión a la que se hallaban sometidos, les inclinaba al racionalismo –“extravíos filosóficos”, dirá Menéndez Pelayo– que va de Fernando de Rojas a Spinoza y Uriel da Costa tan bien estudiado por Revah, y a partir de Lutero, al protestantismo que se extendía por Europa desde mediados de siglo. La amenaza de este último acentuó dicha presión, en especial al retorno de Felipe II de Inglaterra y Flandes. La Inquisición disponía de una red de malsines y espías de oficio amén del común de las gentes: la delación era un deber patriótico y religioso a ojos del “cuerpo sano de la nación española” y los centinelas de la fe católica disfrutaban de consideración social, privilegios económicos y promociones en el escalafón eclesiástico y administrativo.
Por dicha razón, el estudio de muchos autores del llamado Siglo de Oro, dejando de lado el contexto en el que se desenvolvió su labor, me parece tan prejuiciado y a fin de cuentas tramposo como sería leer las obras de Ajmátova, Bulgakov o Mandelstam omitiendo las circunstancias dramáticas en las que las elaboraron según nos revelan los archivos de sus acosadores expuestos en la trilogía de Shentalinski.
Mea culpa
Como admite el propio Menéndez Pelayo, a raíz del proceso a los protestantes de Sevilla y Valladolid, las cárceles se llenaron de gentes. Centenares de ellos fueron quemados en la pira. Los libros y manuscritos eran tan temibles por lo que callaban como por lo que decían. El “cordón sanitario” evocado por Bataillon al comentar la orden de regreso a España de quienes estudiaban en Flandes y otros países contagiados de herejía, cerró nuestras fronteras a cal y canto. El roce con extranjeros resultaba sospechoso. Los que manifestaban inquietudes espirituales, en especial los de origen judío, eran sometidos a una estrecha vigilancia mientras se les iniciaba expedientes por toda suerte de crímenes.
Las ambigüedades y contradicciones de quienes medraron bajo el poder soviético –el Gorki denunciador de los atropellos sufridos por los intelectuales en la época de Lenin, exiliado en Italia durante siete años y defensor a su regreso a la URSS de Zamiatin, Bulgakov y otros autores acosados por la policía política se convirtió luego en un tótem de ojos vendados en la etapa final de su vida– son las de numerosos escritores y artistas que abdicaron de sus ideales para acomodarse a una existencia holgada e incensada por los turiferarios del poder. Los ejemplos de delatores voluntarios y de quienes Cernuda denomina “vientres sentados” abundan tanto en la URSS como en la España inquisitorial o la de Franco y no cabe citarlos aquí.
Lo acaecido a Isaak Babel, autor de La caballería roja y de otros relatos publicados en los años veinte del pasado siglo, merece un capítulo aparte. Alejado voluntariamente de la literatura consagrada a la edificación del socialismo, vivió a continuación un largo período de ostracismo oficial similar al de otras grandes figuras de la literatura rusa (Bieli, Zamiatin, Ajmátova, Mandelstam, Bulgakov, Pasternak, etcétera). Cuando se inició la segunda oleada del gran terror, su vinculación con otros sospechosos de desafección al régimen y sus viajes al extranjero le convirtieron en objetivo preferente de la Cheka. Patética es la carta de Babel a la atención del comisario del Pueblo de interior de la URSS en la que confiesa la devastación interior causada por sus concomitancias trotskistas, sus escritos alejados de los intereses de la construcción socialista y del lector soviético. Como hizo también el poeta cubano Heberto Padilla treinta años más tarde, en una deliberada parodia de las confesiones al NKVD, Bábel escribe: “La liberación me llegó en la cárcel. Durante estos meses de encierro he reflexionado quizá más que en toda mi vida y he entendido muchas cosas. Ante mí han ido desfilando con una claridad estremecedora todos los errores y crímenes de mi vida, la corrupción y la podredumbre de todo cuanto me rodeaba, principalmente del círculo trotskista”.
Con todo, al final de la instrucción, el reo se desdice: “No soy culpable de nada, nunca fui espía, ni he realizado ninguna actividad contra la Unión Soviética. En mis declaraciones he mentido en mi contra. Les pido únicamente que me den la oportunidad de terminar mi último trabajo...”.
El 27 de enero de 1940, Babel fue ejecutado e incinerado en el crematorio de Moscú para borrar todas sus huellas. Días después serían fusilados igualmente Méyerhold y Kolstov, así como el feroz comisario de la Lubianka, Yezhov, quien, como aseguró en su mea culpa, “moriría con el nombre de Stalin en los labios”.
(c) Babelia y clarin (1) “Zayni Barakat”. Traduccion de Milagros Nuin Monreal.
(2) “Esclavos de la libertad”, Traduccion de Ricard Altes Molina.

miércoles, 26 de enero de 2011

Golpe de suerte que catapultó a Arévalo Cedeño

TOMÁS FUNES FUE FUSILADO HACE 90 AÑOS EN AMAZONAS


Oldman Botello

El 27 de enero de 1921, después de cuarenta minutos de camino por la espesura de la pica de Tití, el general Emilio Arévalo Cedeño entraba a plomo a San Fernando de Atabapo, antigua capital del Territorio Federal Amazonas y asediaba el cuartel del coronel Tomás Funes, gobernador territorial, quien se hallaba con poca gente, habida cuenta de que todos estaban en la cosecha de sarrapia. Por allí no esperaba jamás el taimado Funes el ataque de ninguna fuerza enemiga.
Arévalo Cedeño (Valle de la Pascua 1882- 1965) había salido el 31 de diciembre de 1920 del campamento revolucionario de Cravo Norte, en la confluencia de los ríos Casanare y Cravo Norte, República de Colombia y 27 días después ya estaba en las cercanías de la guarida de los leones. El coronel Funes, barloventeño de San José de Río Chico, hijo natural del general Lorenzo Guevara, se desempeñaba como autoridad del Amazonas desde 1913 cuando se hizo del poder luego de atacar con una poblada al muy odiado gobernador, general Roberto Pulido, muerto en la acción junto con sus compinches. Se le odiaba en toda aquella región por las tropelías, especialmente por cobrar impuestos por todo, como lo atestiguó en su momento un pariente y paisano de Funes, don Manuel Rodríguez Batista, a quien conocimos en 1976, residiendo en San Juan de los Morros. El general Gómez dejó a Funes encargado del Territorio, nunca fue juramentado, no se le extendió nombramiento, pero allí quedó. Jamás visitó al Jefe en Maracay, pero le escribía telegramas y cartas dándole las novedades. Cumplía el deber a su manera. Arévalo Cedeño escribió en sus memorias tituladas El libro de mis luchas (los guasones le decían en Caracas El libro de mis lochas, porque lo vendía personalmente en instituciones oficiales y privadas), que Funes habría hecho asesinar a 20 personas desde 1913 y don Manuel Henríquez, Cronista que fue de Puerto Ayacucho nos comentaba que en toda Amazonas no había 400 blancos en ese tiempo.
Durante el ataque a su cuartel, el coronel Funes, tal cual lo hizo en la guerra desde 1892, se defendía con denuedo con un puñado de oficiales y soldados suyos que vendían cara la vida. Hasta que cansado, Arévalo Cedeño ordenó regar petróleo al inmueble y le iba a dar fuego cuando Funes aceptó parlamentar, pero fue una rendición a discreción donde no se aceptó nada en su favor. Un remedo de juicio fue realizado por instrucciones de Arévalo, quien colocó como defensor de Funes a su secretario, el coriano don Eliseo Henríquez (padre de don Manuel, ya citado) y por supuesto que la decisión final fue su fusilamiento, lo que se cumplió al pie de un árbol que todavía está en la plaza Bolívar de San Fernando de Atabapo.
Un guariqueño asimilado, don Tito Sierra Santamaría, tachirense de Rubio, quien a los 21 años se incorporó a las fuerzas de Arévalo y asistió a la toma de Atabapo, nos contó cómo fue el proceso. Cuando iban a vendar al gobernador de Amazonas, este se negó y exclamó en voz alta "¡Hombres de mi temple no se vendan. Quiero ver a mis asesinos!". Luego entregó a uno de los oficiales del pelotón de fusilamiento su anillo de brillantes y le dijo: "Use este anillo en nombre de Tomás Funes" (el anillo causó la muerte violenta de todos quienes lo usaron, tanto en Venezuela como en Colombia, según es fama). Exclamó para que lo oyeran toos "¡¡Malhaya sea Antonio Levanti que me vendió con Arévalo Cedeño!!" Finalmente tomó su sombrero, lo lanzó al público y se despidió: "Adiós, amigos míos". Inmediatamente el coronel Marcos Porras Becerra dio la orden de fuego y el 30 de enero de 1921, a las 9 de la mañana, se cumplió la sentencia del remedo de juicio. No es cierto lo que escribió Arévalo en su libro donde incluye muchas inexactitudes ex-profeso y que serán reveladas en mi biografía sobre el personaje, en vías de publicación; no es cierto que la gente gritó de contento cuando se desplomó sin vida el menudo personaje todo vestido de negro. Al contrario, los indios principalmente, con quien se portó tan bien, lloraron a su benefactor como unos niños y de eso hay testimonios.
El fusilamiento de Funes y sus siete invasiones fallidas en el intento de derrocar al muy sólido régimen del general Juan Vicente Gómez, lo catapultaron a la fama. Lo de Funes fue un vil asesinato porque ninguno de sus jueces tenía revestimiento de autoridad oficial para cometerlo. Lo decimos a contracorriente de lo que se ha venido diciendo desde 1936 para acá, pero es que tenemos muchos documentos a mano que nos ponen en conocimiento de la verdad histórica. Por ejemplo, asegura Arévalo en su libro que unos sádicos, de los hombres de Funes, habrían violado y asesinado a la esposa del gobernador Roberto Pulido en 1913 y es incierto. La novedad llegada al general Gómez, telegrafiada por el Dr. Rafael Cabrera Malo, fue que murió de beriberi en el interior de Amazonas y las prendas y otros valores que portaba fueron entregados bajo inventario a una hermana y una criada que fueron trasladadas a Ciudad Bolívar.
Dos derrotas clamorosas por otras tantas victorias tuvo Arévalo Cedeño en los años cuando estuvo combatiendo desde su primer alzamiento en Cazorla en 1914 hasta la última y definitiva debacle en las orillas del caño El Caribe, al suroeste de Elorza en 1931, donde casi se ahoga en la laguna del Término y donde nuevamente lo salvó de morir su paisano de El Socorro, coronel Alvarez Veitía, y a quien tan mal le pagó. Fue progresista Arévalo Cedeño en su pulcra administración como presidente del Guárico, de donde fue destituido por López Contreras, en desacuerdo por algunas medidas practicadas inconsultamente. Arévalo Cedeño era conservador, godo, reaccionario, ultramontano. Muy mal hablaron de él en su tiempo Rómulo Betancourt, Gustavo y Eduardo Machado, Salvador de la Plaza, Francisco Linares Alcántara y otros connotados dirigentes de la oposición al general Gómez. Del Guárico, además de Alvarez Veitía, lo acompañaron Marcial Azuaje (cuelloepana), don Tito Sierra Santamaría, que vivió y murió en San Juan de los Morros; Manuel Rodríguez Batista, que debió seguirlos a regañadientes hasta la batalla y sitio de Guasdualito en junio de 1921, y otros.
De los sucesos de Río Negro y el fusilamiento del coronel Tomás Funes se cumplen 90 años. Su tumba en el cementerio de San Fernando de Atabapo fue cercada y cuidada por instrucciones de un gobernador adeco en 1965, don Ramón Narváez Montaño, quien nos lo dijera hace años conversando al lado del doctor Ramón J. Velásquez.

oldmanbotello@hotmail.com

23 de enero de 1958: “El clero en la lucha”

Gabriel García Márquez
BOHEMIA
Marzo de 1958


El 1° de mayo del año pasado -fiesta del trabajo- los curas párrocos de Venezuela leyeron en los púlpitos una carta pastoral del arzobispo de Caracas, Monseñor Rafael Arias. En ella se analizaba la situación obrera del país, se planteaban francamente los problemas de la clase trabajadora y se evocaba en sus términos esenciales la doctrina social de la Iglesia. Desde Caracas hasta Puerto Páez, en el Apure; desde las solemnes naves de la catedral metropolitana hasta la destartalada iglesita de Mauroa, en el territorio federal amazónico, la voz de la Iglesia -una voz que tiene 20 siglos- sacudió la conciencia nacional y encendió la primera chispa de la subversión.
Monseñor Rafael Arias, un hombre macizo y apacible que habla con la misma sencillez y la misma cadencia criolla de cualquier venezolano corriente, había meditado mucho antes de escribir la primera línea de aquella pastoral. La idea nació del conocimiento general que tenía el arzobispo de la realidad del país, por apreciación directa y por las conversaciones con sus párrocos. En un estudio económico de las Naciones Unidas, que recibió por correo, se enteró de que la producción per cápita de Venezuela había subido al índice de 500 dólares, pero que esa riqueza no se distribuía de manera que llegara a todos los venezolanos. “Una inmensa masa de nuestro pueblo -observó en una de sus primeras notas- está viviendo en condiciones que no se pueden calificar de humanas”. Poco antes, el cardenal Caggiano, legado pontificio al II Congreso Eucarístico Bolivariano, había planteado ese problema en la sesión extraordinaria que celebró en su honor el Concejo del Distrito Federal. “Venezuela -dijo en esa ocasión Caggiano- tiene tanta riqueza que podría enriquecer a todos, sin que haya miseria y pobreza, porque hay dinero para que no haya miseria”.
No había una fecha prevista para la publicación de la pastoral. Monseñor Arias se había hecho el propósito de que fuera un documento breve, claro, directo e invulnerable. Al principio del año pasado ordenó a la Juventud Obrera Católica adelantar una encuesta que le permitiera formarse un juicio sereno de la realidad nacional. El sondeo duró dos meses. Con una completa documentación en el despacho, después de haber conversado no sólo con los párrocos de Caracas sino con los que vinieron expresamente de las más remotas aldeas de provincia, el arzobispo inició la redacción de sus notas, de su puño y letra. En 45 días de trabajo, de consulta con sus asesores, la primera copia definitiva -11 hojas a máquina, a doble espacio- estuvo lista en la primera semana de abril. Entonces pareció muy apropiada para su publicación la fecha del 1° de mayo, día del trabajo, fiesta del patriarca carpintero, San José.
Se precisó de una actividad extraordinaria para que la Pastoral estuviera en todas las parroquias de Venezuela en la fecha convenida. Fue dada, sellada y refrendada en Caracas a las 10:30 am del lunes 29 de abril. Dos días después se leyó en los púlpitos. A fines de la semana le había dado la vuelta al país y trascendido al exterior, donde se consideró como una brecha en el cinturón de acero creado por la censura de prensa. La primera edición -repartida gratuitamente por los párrocos- se agotó en ocho días. Algunos especuladores se hicieron de un considerable número de ejemplares y los vendieron a 10 bolívares.
Una semana antes Pérez Jiménez pronunció un discurso espectacular en el Congreso, en el cual hizo una apoteósica enumeración de la obra material adelantada por su gobierno y se refirió a los elevados salarios del obrero venezolano. Ese día la Pastoral estaba hecha. Pero el ministro del Interior, Laureano Vallenilla Lanz, no entendía esa clase de argumentos. En su opinión, la pastoral del 1° de mayo era una réplica al discurso presidencial del 24 de abril.
El jueves 2 de mayo, a las 11:00 am, citó a su despacho al arzobispo de Caracas, no en una nota especial, sino por teléfono. Monseñor Arias concurrió a la convocatoria esa misma tarde y tuvo que esperar en la desierta antesala del Ministerio del Interior. Vallenilla Lanz solía recordar aquella entrevista con un orgullo evidente. “Me di el gusto -decía- de hacer esperar al arzobispo durante hora y media”. En realidad, monseñor Arias -que es un hombre humilde- no esperó más de media hora. A las 3:30 pm pasó al despacho del ministro del Interior, donde se le comunicó el pensamiento oficial.
Vallenilla no iba a misa pero conocía los sermones
Fue una entrevista breve, en la cual Vallenilla Lanz habló casi todo el tiempo, y casi exclusivamente de la obra material del Gobierno. Cuando monseñor Arias abandonó el despacho se le había hecho saber que el Gobierno haría publicar en los periódicos una respuesta a la pastoral. Pero esa respuesta no apareció jamás. A cambio de ella, el ministro del Trabajo dirigió al arzobispo una carta privada -con fecha 10 de mayo- que era una edición corregida y aumentada del discurso de Pérez Jiménez. El argumento más poderoso contra la carta pastoral, según el ministro del Trabajo, era la construcción de la Casa Sindical y del balneario de Los Caracas. Los párrocos de Venezuela sabían desde ese momento cuál era su deber: predicar la doctrina social de la Iglesia. Cada domingo, en los púlpitos de Caracas, se pronunciaban sermones cuyo rumor inquietaba, el lunes en la mañana, el desayuno de Vallenilla Lanz.
Particularmente uno de los sacerdotes de Caracas -el padre Jesús Hernández Chapellín- asumió una posición combativa. Joven, de una salud a toda prueba y un notable valor personal, el padre Hernández Chapellín, director de La Religión, se sentaba todas las noches frente a su máquina de escribir a ejercer su doble ministerio de sacerdote y periodista. El 13 de agosto, Vallenilla Lanz -bajo el pseudónimo de R. H.- publicó en El Heraldo una interpretación atolondrada y arbitraria de la justicia social. Al día siguiente, el padre Hernández Chapellín publicó una réplica que no mandó a la censura porque sabía que la censura no la habría dejar pasar: “Orientaciones a R. H.”. A las 10:00 am, una llamada telefónica del Ministerio del Interior lo despertó en su residencia particular. El propio Vallenilla Lanz estaba al teléfono. “Padre -dijo el ministro, sin preámbulos- es necesario que usted modifique su actitud”. También sin preámbulos, el director de La Religión respondió: “Mis editoriales los pienso y los medito bien, luego los escribo y los lanzo y me importa poco lo que ustedes piensen de ellos”.
Vallenilla Lanz no respondió nada, sino que citó al padre Hernández Chapellín a su despacho, esa tarde a las 5:00 en punto. El sacerdote llegó con cinco minutos de retraso.
En hora y media, el padre Hernández se hizo conspirador
La entrevista duró un poco más que la de monseñor Arias y esta vez fue el sacerdote quien habló casi todo el tiempo. Vallenilla Lanz, vestido de gris y un poco pálido, no había tenido tiempo de iniciar el diálogo, cuando el director de La Religión tomó la iniciativa. “Voy a hablar -dijo- más que todo como sacerdote que sólo teme a Dios. Con el régimen que ustedes tienen en Venezuela casi todo el pueblo los odia y los detesta”.
Vallenilla Lanz enrojeció:
-¿Por qué?- preguntó tímidamente.
-Porque ustedes tienen un régimen de pánico con la Seguridad Nacional. Es la espada de Damocles sobre la cabeza de cada venezolano. Las lágrimas y la sangre y la cantidad de muertos…
-¿Cuáles muertos?- interrumpió Vallenilla Lanz, con un aire de cándida inocencia.
El padre Hernández Chapellín enumeró, con sus nombres propios, 10 víctimas del régimen. “Y los que no sabemos”, agregó. “¿Y los exilados políticos?”
Vallenilla Lanz empezó a reaccionar.
-Usted llama exilados políticos a bandidos como Rómulo Betancourt, dijo.
-Betancourt y yo -replicó el padre Hernández Chapellín- estamos en trincheras opuestas, como otros muchos exilados. Pero ellos también son venezolanos y aquí deben estar para que les demos la pelea en el terreno ideológico.
Los dos hombres estaban solos en el despacho. El sacerdote, con ese entusiasmo un poco estudiantil con que habla con sus amigos en la redacción de su periódico, siguió enumerando las razones por las cuales el régimen de Pérez Jiménez era una maquinaria de terror. Dijo: “Si cuando el general se tomó el poder hubiera hecho elecciones libres en vez de proseguir y de trancarle la voz a la prensa, se hubiera inmortalizado. Pero la realidad es otra. Se quedó en el poder por un golpe de estado al derecho de sufragio”.
El padre Hernández Chapellín abandonó el despacho a las 6:30 pm, cuando ya habían salido los empleados del ministerio. Con un cinismo inconmovible, Vallenilla Lanz lo acompañó hasta la puerta, lo despidió con un abrazo y le dijo: “Las puertas de mi despacho estarán siempre abiertas para usted”. Pero el padre Hernández no volvió a franquearlas. Siguió librando la batalla desde su modesta oficina de periodista. Pocas semanas más tarde, su robusto y combativo colega, Fabricio Ojeda, se presentó en la redacción de La Religión.
-Padre -dijo Fabricio Ojeda- vengo a decirle una cosa como si fuera una confesión: yo soy el presidente de la Junta Patriótica.
A partir de ese día, el padre Hernández Chapellín no fue solamente un sacerdote dispuesto a sacar adelante la doctrina social de la Iglesia ni solamente un periodista de la oposición. Fue también un conspirador.
Lluvia de volantes en la Catedral
Estrada acechaba en su plácido despacho de la catedral metropolitana, de espaldas a un estante atiborrado de libros que cubre toda una pared, el padre José Sarratud recibió el 11 de julio, a las 2:00 pm, una llamada telefónica del Ministerio de Justicia. El padre Sarratud, que es muy joven pero que parece más joven de lo que es, no tenía motivos para conocer la voz del ministro: era la primera vez que la escuchaba. En pocas palabras, el ministro le dijo: “Padre, usted está atacando al Gobierno en sus sermones”. El padre Sarratud, sin levantar la voz, sin el menor indicio de alteración, respondió: “No hago otra cosa que predicar la doctrina social de la Iglesia”.
Durante un mes entero, no modificó el tono de sus sermones. En septiembre volvió a llamarlo el ministro de Justicia, y el padre Sarratud volvió a responder: “Señor ministro, no hago otra cosa que predicar la doctrina social de la Iglesia”. Poco tiempo después, un incidente habría de llevar el nombre del padre José Sarratud hasta el sombrío despacho de Pedro Estrada. Ocurrió el 12 de diciembre: durante una manifestación de mujeres, a un costado de la Catedral, un hombre gritó: “Abajo Pérez Jiménez”. Tratando de alcanzarlo, un policía se abrió paso entre las mujeres y agredió a una de ellas, encinta. Seis hombres atacaron al agente. De pronto, sin que nadie hubiera sabido en qué momento, millares de volantes contra el Gobierno cayeron sobre la multitud. Habían sido lanzados desde la torre de la Catedral.
Pedro Estrada hizo averiguaciones y descubrió que aquellos volantes habían sido impresos en el multígrafo de la Catedral, puesto al cuidado del padre Sarratud. El director de la Seguridad Nacional esperó un momento propicio para actuar.
Ese momento propicio se presentó el 1° de enero, a raíz del levantamiento de Maracay. Desde cuando volaron los primeros aviones sobre Caracas, Estrada se asiló en la Embajada de Santo Domingo. Pero al día siguiente, cuando supo que el golpe había fracasado, se instaló en su despacho de la avenida México, a dirigir personalmente las represalias. El 3 de enero, el arzobispo le dijo por teléfono al padre Sarratud que Pedro Estrada lo estaba buscando desde hacía tres días. El sacerdote, que no se había escondido, se echó al bolsillo el breviario y se dirigió en automóvil a la SN. Lo recibió Miguel Sanz, quien sin formular juicio lo mandó a la celda. En el cuarto piso de la Seguridad Nacional se llevó una sorpresa: allí había, detenidos, cuatro sacerdotes más. Se les acusaba de que sus sermones eran la causa moral del levantamiento militar.
Cinco sacerdotes presos: El Gobierno se cae a pedazos
Al padre Alfredo Osiglia lo fueron a buscar cuatro detectives armados, en la mañana del 2 de enero, hasta la iglesia de la Candelaria, donde acababa de decir la misa. A las 3:00 pm, monseñor Delfín Moncada, después de almorzar en su casa de Los Chaguaramos, llegó en su modesto automóvil negro al despacho parroquial de Chacao, y allí lo esperaba un hombre de apariencia humilde. Era un enviado de Pedro Estrada. Monseñor Moncada se comunicó con el arzobispo por teléfono y se dirigió, solo, a la Seguridad Nacional. Lo condujeron al despacho de Sanz. Sentado en un rústico banco de madera, ese sacerdote sólido y sanguíneo, pero de edad avanzada, esperó al segundo de Pedro Estrada durante siete horas, minuto a minuto. Había ido con el propósito de dejar una constancia, pero dos guardias armados de ametralladoras le comunicaron que estaba detenido. Al atardecer, monseñor Moncada pidió permiso para ir al baño. Los guardias lo acompañaron, encañonándolo, y no le permitieron cerrar la puerta.
A las 11:00 pm, rodeado de sus guardaespaldas, entró Miguel Sanz. “Usted -dijo, dirigiéndose a Monseñor Moncada- encabeza la lista de cinco sacerdotes que son los autores morales del cuartelazo de Maracay”. Luego, sin solución de continuidad, agregó:
-Además, usted se ha mostrado desatento con el Presidente.
-En los afectos no se mete ni Dios, respondió Monseñor Moncada.
-Vaya a predicar eso allá arriba, replicó el negro Sanz.
Allá arriba, en el cuarto piso, estaba desde el mediodía el padre Jesús Hernández Chapellín, el único de los cinco sacerdotes que fue sentenciado personalmente por Pedro Estrada. Para el director de La Religión, la Seguridad Nacional destacó ocho detectives: cuatro en su oficina y cuatro en su casa. El padre Hernández Chapellín, que no quiso presentarse a la seguridad antes de hablar con el Arzobispo, eludió los sitios habituales y almorzó en casa de unos parientes suyos, en el Cementerio. De allí se comunicó por teléfono con monseñor Arias, quien envió a un sacerdote para que lo acompañara hasta la avenida México. A las 2:00 pm, impecablemente vestido de azul claro y con corbata blanca, Pedro Estrada lo hizo pasar a su despacho:
-Padre -le dijo- usted está complicado en el golpe militar de ayer. Ese es el resultado de sus editoriales que son incendiarios, revolucionarios, y que no parecen de un ministro de Dios.
Pedro Estrada no levantó los ojos en ningún momento de la entrevista. Hablaba con la cabeza inclinada, eludiendo sistemáticamente la mirada segura del padre Hernández Chapellín.
-No refuto lo de Maracay -respondió el director de La Religión- porque me parece infantil. En cuanto a mis editoriales, le diré que me tiene sin cuidado lo que ustedes piensen y no es mi culpa si ustedes se ven retratados en ellos.
-¿Usted no está de acuerdo con el régimen?- preguntó Pedro Estrada.
-No. Estoy en completo desacuerdo.
Estrada no se atrevió a hacerse responsable de su detención. Dijo que tenía órdenes superiores. El padre Hernández Chapellín fue conducido al pabellón destinado a los cinco sacerdotes. Sólo uno de ellos salía todas las noches a dormir a su casa, el padre Pablo Barnola, de la Universidad Católica. Querían que se asilara para que abandonara al país. Pero el padre Barnola no lo hizo. Sus compañeros de prisión le llamaban “el semi interno”. La única visita que se les permitió fue la del doctor Guillermo Altuve Carrillo, enviado personal de Pérez Jiménez, el domingo 5 de enero. Trató de convencerlos de que modificaran su actitud en relación con el Gobierno. Pero ellos se mostraron inflexibles. El doctor Altuve Carrillo, furibundo, les lanzó una amenaza:
-Sepan que no tumbarán al Gobierno.
Aquella amenaza no duró mucho tiempo. El 13 de enero, el Gobierno empezó a caerse a pedazos. Pedro Estrada abandonó el país. El coronel Teófilo Velasco, quien lo reemplazó, puso en libertad a los cinco sacerdotes.
El padre Álvarez, de La Pastora, un conspirador de rueda libre
La ciudad que ellos encontraron al salir de la cárcel había sufrido una transformación sensacional. Todo el mundo, desde el industrial en su gerencia hasta el vendedor ambulante en la calle, estaba conspirando. En la humilde parroquia de La Pastora, el padre Rafael María Álvarez Flegel -156 centímetros cargados de un dinamismo incontenible- estaba comprometido hasta los huesos en la conspiración. En los primeros días de enero, un sobrino suyo, Ramón Antonio Álvarez Cabrera, estudiante del colegio Carabobo, le informó confidencialmente que estaba actuando en contacto con la Junta Patriótica. Necesitaban un multígrafo. El padre Álvarez no se conformó con compartir el secreto y prestar el multígrafo de la parroquia para reproducir los volantes clandestinos, sino que hizo las copias en su máquina y trabajó personalmente en la impresión. Usaba guantes para evitar las huellas digitales. Durante los primeros 15 días del año, sin ningún contacto directo con la Junta Patriótica, el padre Álvarez ocupó la jornada entera en su ejemplar trabajo de conspirador espontáneo. Los muchachos llevaban el papel en la mañana y volvían en la noche por las copias. En varias parroquias se adelantaba una actividad semejante. Apenas salido de la cárcel, el padre Sarratud entró en contacto con otros grupos estudiantiles que celebraban reuniones en una dependencia de la Catedral e imprimían allí volantes clandestinos.
A medida que se acercaba el martes 21, el padre Álvarez sentía que los días le quedaban cortos. La huelga general estaba preparada, pero el efervescente párroco de La Pastora en su solitario y escueto despacho, sin otro contacto con el gigantesco mecanismo de la conspiración que su grupo de estudiantes, sentía que algo faltaba: un ultimátum a Pérez Jiménez, con condiciones concretas. En la noche del 19 redactó él mismo, por su cuenta y riesgo, el último volante, y se tomó la libertad de firmarlo: “La Junta Patriótica”. No se conformó con imprimirlo, sino que puso al correo urbano en sobres cerrados una copia para Pérez Jiménez y cada uno de sus ministros. En su cuarto, debajo de la estrecha cama de hierro pintada de azul, quedaron 500 ejemplares que los muchachos irían a buscar esa noche. Los esperó hasta las 11:00 pm. Antes de acostarse dio orden al sacristán de no quitar las cuerdas de las campanas para que los huelguistas pudieran tocarlas al día siguiente, a las 12:00 en punto. Se durmió a la media noche después de escuchar los últimos boletines en la radio. A la 1:30 am varios golpes a la puerta lo despertaron sobresaltado. Una voz masculina gritó: “Padre, acompáñenos, para que bautice un niño que se está muriendo”. El padre Álvarez abrió la puerta y vio al resplandor de las bombillas del patio cuatro hombres oscuros, con las manos en los bolsillos. Eran agentes de la Seguridad Nacional.
Las campanas de la mayoría de las iglesias de Caracas anunciaron a las 12:00 el principio de la huelga general. La policía había destacado agentes para evitarlo, pero los sacristanes tenían órdenes terminantes de facilitar la entrada de los huelguistas. A monseñor Moncada lo visitó el prefecto de Chacao, a las 11:00 am, para advertirle que sería sancionado si tocaba las campanas. El sacerdote respondió que la policía no podía prohibir la costumbre secular de dar las 12 seguidas por un breve repique. Protegido por el pueblo, el sacristán repicó tres minutos por cuenta del párroco y tres minutos más por su propia cuenta.
En la Candelaria, la policía estuvo a punto de enloquecer con unas campanas que sonaban sin campanero. El párroco había instalado a los altoparlantes una cinta magnética, que giró -repicando- durante varias horas. El párroco contempló el espectáculo desde el abasto de enfrente, vestido de civil.
Al padre Alvarez le habría gustado tocar las campañas con sus propias manos. Pero a esa hora estaba detenido en el convento de los Padres Benedictinos de San José del Ávila. Los agentes de la SN habían pasado la madrugada en su dormitorio, esperando instrucciones. Uno de los estudiantes llamó por teléfono y fue un detective quien respondió: “¿A qué hora es la misa?”, preguntó el estudiante. “No hay misa”, respondió el detective, sin saber que aquello era una clave. Por esa respuesta supieron los muchachos que el padre Álvarez estaba en poder de la Seguridad Nacional. Acompañado por el arzobispo, el coronel Velasco se dirigió a La Pastora a las 6:00 am y se opuso a que el párroco fuera conducido a la seguridad. Desde su celda conventual, el padre Álvarez oyó las campanas, las cornetas y los pitos de las fábricas, y supo entonces que su labor no había sido inútil y que antes de 48 horas estaría de nuevo en su púlpito.
En la Iglesia profanada, el párroco herido esperaba…
El arzobispo se encontraba en una situación difícil: no podía intervenir directamente en política, pero tampoco podía -ni como miembro ilustre de la Iglesia ni como venezolano- impedir el trabajo subversivo de sus párrocos. Las relaciones entre Venezuela y el Vaticano habían llegado a un peligroso grado de tirantez. El nuncio apostólico había protegido en la Nunciatura al político Rafael Caldera y a un oficial del levantamiento de Maracay. Monseñor Jesús María Pellín -cuyo despacho es una biblioteca blindada de 14.000 volúmenes- había pronunciado un sermón sobre el prevaricato y se había visto precisado a abandonar discretamente el país. Como miembro, varias veces reelecto, del comité de Libertad de Prensa de la Sociedad Interamericana de Prensa (SIP) había firmado una declaración en la cual se condenaba el régimen de Pérez Jiménez por haber amordazado a la prensa.
En todos los frentes la Iglesia participaba en la resistencia. Los colegios dirigidos por religiosos estuvieron entre los primeros que echaron sus alumnos a la calle para que manifestaran contra el régimen. El régimen lo sabía, pero ya en enero habría podido encarcelar a todos los sacerdotes de Venezuela sin ningún resultado. La fuerza democrática se había desencadenado. Monseñor Hortensio Carrillo, párroco de Santa Teresa, tenía informes de que la policía y la seguridad, a espaldas del coronel Velasco, tenía preparado un asalto a su templo. Sólo se esperaba una oportunidad.
Monseñor Carrillo no podía renunciar a su deber. El martes 21, un poco antes del mediodía, estaba diciendo su misa ordinaria cuando una manifestación de médicos perseguida por la policía se refugió en la iglesia. En la confusión, la misa fue interrumpida, y agentes uniformados y civiles irrumpieron en el recinto, armados de fusiles y ametralladoras. En un instante la iglesia de Santa Teresa se impregnó de gases lacrimógenos, pero los policías impidieron la salida de las 500 personas -hombres, mujeres y niños- que se asfixiaban en el interior. Una bomba estalló a pocos metros de monseñor Carrillo. Los fragmentos se le incrustaron en las piernas y el párroco, con la sotana en llamas, se arrastró hasta el altar mayor. A pesar de la confusión, un grupo de mujeres mojaron sus pañuelos en el agua bendita de la sacristía y apagaron la sotana del párroco.
Cuando la iglesia fue evacuada, la policía se opuso incluso a que las ambulancias se llevaran oportunamente a los heridos. El arzobispo llamó por teléfono al comandante de la policía, Nieto Bastos, cuando todavía la iglesia estaba sitiada. Nieto Bastos respondió: Son ellos quienes están acribillando a la policía.
Monseñor Carrillo no pudo ser conducido al hospital. Con las piernas inutilizadas por los fragmentos de la bomba fue llevado al despacho parroquial, hasta donde logró penetrar, al atardecer, un médico que le prestó los primeros auxilios. El sacerdote fue sentado en un escritorio frente a una puerta que da directamente sobre la calle. Una patrulla de policía hizo tres descargas contra la puerta: un tiro de fusil, otro de revólver y una ráfaga de ametralladora. La bala de fusil perforó la puerta, atravesó el despacho y se incrustó en la pared del fondo, a 20 centímetros sobre la cabeza de monseñor Carrillo.
Durante toda la noche, mientras el párroco sufría en su dormitorio del primer piso, presa de terribles dolores, la policía disparó contra la iglesia para dar la impresión de que allí había grupos atrincherados. Energúmenos, subrayaban las descargas con toda clase de expresiones obscenas. Pero monseñor Carrillo, a pesar de su estado, sabía que aquel asedio no podía durar mucho tiempo. Así fue. El heroico pueblo de Caracas, con piedras y botellas, descongestionó el sector a la mañana siguiente. Horas después, el párroco experimentó una inmensa sensación de alivio. La misma sensación de alivio que experimentó Venezuela. Era la madrugada del 23 de enero. El régimen había sido derrocado.

miércoles, 19 de enero de 2011

Viaje a la Semilla


Daniel R. Scott
Desde el pasado mes de octubre y con intervalos de quince días he venido adquiriendo los libros de la preciosa colección "grandes autores de la lengua española" que cuentan con el reconocimiento del prestigioso "Instituto Cervantes." Durante estos últimos tres meses mi vieja biblioteca de madera, cristal y cartón piedra se ha visto honrada y enriquecida con las inmortales obras de estos maestros de la literatura. "Si algo caracteriza a nuestros grandes escritores es que cultivaron todos los campos de la literatura con deslumbrante maestría." (César Antonio Molina. Director del Instituto Cervantes) Uno se siente identificado con ellos por la sencilla razón de que nos une o un mismo continente, o una misma cultura, o un mismo idioma. Son tres grandes vínculos de nuestros pueblos. La realidad de nuestro origen o de nuestro destino. Allí está Neruda con su célebre "poema 20", Cortázar con su monumental "Rayuela", Antonio Machado y su "caminante son tus huellas el camino y nada más", Federico García Lorca con su mozuela que llevó al río, Juan Ramón Jiménez y su obsesión de escribir y reescribir, Borges y "la ciudad está en mí como un poema" y, finalmente, Alejo Carpentier y su "Viaje a la Semilla", el cual leí en diciembre, me gustó sobremanera y que a continuación paso a analizar brevemente con las herramientas que me prestan el intelecto y mis pocos estudios en esa área.
"Viaje a la Semilla" se trata, pues, de un relato breve de prosa sólida y exuberante. Los párrafos hechizan ya desde sus primeras palabras. A medida que se avanza en su fascinante lectura uno no pude menos que pensar que se encuentra ante una pieza clásica del llamado "Realismo Mágico" Aquí se habla de una vida vivida cronológicamente a la inversa, de la vejez a la niñez. La vida no es una dilatada y racional longitud entre el nacer y el morir, sino entre el morir y el nacer. La pluma y la imaginación de Carpentier va mucho más allá: personas, tiempo y cosas retroceden dentro de ese mismo tiempo hasta desaparecer por completo sin dejar ningún tipo de evidencia de sus existencias. Hombre y materia se hunden más allá de sus orígenes. Nada parece haber existido. El ser humano y la obra de sus manos se extinguen en una nada remota y sin nombre. Hombre y creación se sitúan mucho más atrás de sus materias primas. Absolutamente todo viaja a un pasado sin pasado. Uno se pregunta: Si después de la muerte reina el misterio, ¿lo mismo no se puede decir de lo que existe antes de la fecundación biológica?
El protagonista real es, "la reversibilidad del tiempo." Nos dice Klaus Muller-Bergh: "El tiempo parece retroceder inexorablemente hacia el pasado...Como una película cinematográfica que corre al revés, desde el final hasta el principio." Sigue diciendo Muller-Bergh: "Las imágenes se deslizan ante los ojos del lector con creciente velocidad para hacerse luego completamente borrosas al reintegrarse la criatura a las entrañas de la madre y perderse por último en el semen derramado en la oscuridad uterina." En el relato, esta "reversibilidad del tiempo" va acompañado de alucinantes y sobrenaturales sucesos tales como: "los cirios crecieron lentamente, perdiendo sus sudores" o "los armarios, los bargueños, las camas, los crucifijos, las mesas, las persianas, salieron volando en la noche, buscando sus antiguas raíces al pie de las selvas." En su viaje o estadía en Francia Alejo Carpentier entró en contacto con Breton y el movimiento surrealista. Uno se pregunta y es de suponer hasta qué punto habrá influido este encuentro en la mágica estructuración de "Viaje a la semilla." Existen diversas interpretaciones de esta obra que están sujetas a la metáfora y la alegoría, pero esta es la mía, la que me dejó mis primeras impresiones. El estudio del símbolo se la dejo a los expertos.
Finalmente, "Viaje a la Semilla" se considera una de las piezas fundamentales de la obra de Carpentier. Por la manera que ha sido trabajada y sobre todo por su temática, la podríamos ubicar dentro del "Realismo Mágico." De hecho, al leerla no pude menos que sustraerme de mi actual tiempo-espacio y recordar con añoranzas la época cuando me regocijaba leyendo la producción de este novedoso género literario. Para mí como lector fue sencillamente una experiencia liberadora. Pero el propio Carpentier la ubica en el ámbito de lo "Real Maravilloso" que "constituye más bien un modo de ser de la realidad, natural, histórica o sicológica, en que lo insólito la acerca a lo fantástico, pero sin que por ello intervenga ningún tipo de elaboración estética ni de ninguna otra clase" (Alexis Márquez Rodríguez)
18 Enero 2011