Tibisay Vargas Rojas
“Declinaba el verano, y comprendí que el libro era monstruoso. De nada me
sirvió considerar que no menos monstruoso era yo, que lo percibía con ojos y lo
palpaba con diez dedos con uñas.” Así reza un párrafo del inquietante y magistral
cuento de Jorge Luis Borges, El libro de arena. Las veces en que lo he leído
nunca ha dejado de estremecer mi decisión de ser escritora, y de eso hace
muchas décadas ya.
A estas alturas confieso que no he estado conforme cuando denomino este
hacer. Le he llamado oficio, trabajo, arte… Ninguno me resuena, y tal vez llamarlo
“amor”, o “vida”, a pesar de la sensible contundencia de ambos términos, se me
antojan de un edulcorado acento pedante.
Escribir… eso, indiscutiblemente, es una altísima responsabilidad: otros
ojos, otros oídos, otro espíritu, lo recibirán, y no hay mayor compromiso que tocar
inopinadamente el alma ajena, porque el lector es la criatura más frágil cuando
aborda un libro. Es mi experiencia. ¿Por qué accedemos al escrito ajeno?, ¿por
qué esa necesidad de lo desconocido?, naturaleza humana, se diría, pero mayor
osadía es vaciar el espíritu propio en un papel que probablemente nos sobrevivirá
un tiempo inconmensurable.
Allí está aún el “papel” trocado en arcilla que hace siglos dejó constancia en
escritura cuneiforme de la vida de un suprahumano vulnerable ante la muerte.
¿Cómo sabríamos del dolor y la incertidumbre de Gilgamesh por la muerte de su
amado Enkidu, si el autor o copista no lo hubiese hecho palabra escrita?
Así también perdura hasta nuestros días el Himno a Nikkal, diosa de los
sueños, datado mil cuatrocientos años antes de Cristo y escrito también en tablilla
de arcilla desenterrada en Siria, otrora la antigua ciudad de Ugarit, y el Epitafio de
Sícilo, un poema con letra y música escritos en griego encontrado al sur de
Turquía y datado siglo I d.C., inscrito en una lápida de mármol que según dedica
un tal Sícilo a su esposa fallecida… La arcilla y la roca permitieron que esos
incunables textos llegaran intactos a nuestros días, pero aún más asombra la
perdurabilidad de otros soportes como el papiro, la palmera y el pergamino, cuya
fragilidad cede a los siglos, y sin embargo obras como el egipcio Libro de la salida
del día, conocido como el Libro de los muertos, los Vedas del hinduismo, los
Rollos de Qumrán, entre muchos, han llegado casi indemnes a nosotros. Allí es
donde me arriesgo al decir que ha sido a causa de lo escrito, de su espíritu.
El espíritu de la palabra escrita escapa a nuestra comprensión. Atenidos
como estamos a la ciencia, su disciplina sistemática y predicciones comprobables,
nuestra razón no atreve a lo ignoto, sin embargo, cursamos un tiempo de la
escritura multiplicada donde el acto literario pareciera no tener fronteras y llega,
avasallante, a toda puerta abierta.
Desde el milagro acuñado por el caballero de Maguncia, la humanidad ha
accedido a la palabra escrita de un modo inimaginable antes del S. XV. Gutenberg
con su invento multiplicó la palabra, y no hubo vuelta atrás. Si ya la confusión de
las lenguas referida en Génesis 11:1-9 daba cuenta de la tragedia de la
incomunicación, la humanidad ha sido testigo de su propia resiliencia y
obedeciendo a su naturaleza de ser creado a imagen y semejanza de su Dios, y al
precepto “creced y multiplicaos”, otro tanto ha hecho con la palabra, haciéndola,
de paso, arte.
El S. XVIII lanzó sobre el tapete intelectual los dados de la llamada
Ilustración, so pena de que en cada lanzada menguara o no el brillo del llamado
Siglo de las Luces con mucho más arrojo que tres siglos atrás en el Renacimiento,
y la literatura no se quedó rezagada, arrastrando, sin embargo, lo que Barthes da
en llamar la fatalidad del signo literario, pues el escritor se enfrenta a los signos
ancestrales que desde el pasado le imponen la literatura “como un rival y no como
una reconciliación”.
Si bien la página en blanco ya es un drama, el desarrollo de la obra no lo
es menos pues la prisión del lenguaje nunca complacerá a su naturaleza, y esa
misma naturaleza, tal vez en un afán de escape, llevó a la humanidad a crear una
alternativa que dio en llamar Inteligencia Artificial, un modo de que, con la excusa
de apoyo o rápido auxilio ante las exigencias del tiempo que cursa, le permita por
un lado saltarse décadas (o siglos) en la resolución de un problema, pero por otro
dar luz verde a la mala fe, y el oficiante que pierde, sin lugar a dudas, es el
escritor. Aterra recordar las palabras del Fausto de Goethe: “Si llega el día en el
que pueda tumbarme ociosamente, con toda tranquilidad, me dará igual lo que sea
de mí”.
Inicié esta diatriba citando a Borges. Su Libro de arena se me antoja la
metáfora del escritor/lector siempre obsesionado, aterrado por el verbo evasivo o
la idea perdida, siempre en búsqueda de lo no dicho, huyendo a la repitencia, y a
la vez lamentando no poder repetirse, anhelando el libro perfecto, el que nunca se
pareará con los cientos leídos y sentidos magistrales, y que, a punto de ser
engullido por las arenas movedizas de su insatisfacción, vende su alma.
No quiero anatemizar a la IA, tampoco al escritor que haga uso de ella
porque yo siga fiel a mi Larousse. Es una herramienta indudablemente útil en la
búsqueda de datos, un ahorro de tiempo. No, no es ahí donde se instala mi recelo,
mi rechazo (para no llamarlo miedo), es por la muerte del escritor, o peor aún, su
“zombificación” a manos de algoritmos. ¿Se podría hablar aun del Espíritu de la
Palabra Escrita de quien entrega una sarta de líneas, que no versos, insulsas,
escasas, flojas, a esa entidad con la tarea de que “construya” un poema al modo
de tal, o cual…? Allí mi miedo. Sí, lo digo con mucha pena en todas sus
acepciones.
Ciertamente no soy quién para juzgar, pero escribo, y en la libertad que me
asiste trato de reivindicar a íl fabbro, el herrero, el artesano, como nombró el lúcido
Arnaldo Acosta Bello al poeta en el poema homónimo de su libro “Santa palabra”,
el cual dejo por aquí como corolario para honrar al escritor que lo concibió, a la
escritora que mora en mí, al espíritu de los escritores que se hayan acercado a
estas líneas titubeantes, y resuenen…
“IL FABBRO
Cuando me siento como un artesano
a fabricar un poema, lo encuentro odioso
y retrocedo; pero cuando la musa ha hecho su trabajo
comienza el tiempo del artesano: como barrer un patio,
preparar la casa, cortar y sacar las ramas que sobresalen.
Un jardín no será, sí una fronda con arroyo
y fauno, sonidos y olores silvestres, con amargos
y dulces momentos; un jardín no será, ni un orden
artificial colocará flores en el búcaro de acuerdo
a los arreglos y a los gustos, toda perífrasis,
todo prestigio eufemístico será sepultado, lo natural
tiene sus propias leyes, en sus caminos están de más
esos turistas que se extasían en el paisaje
y quieren “situaciones” que les hagan olvidar sus problemas.”
(De «santa palabra», Arnaldo Acosta Bello, 2008)
Publicado originalmente en la página del Círculo de Escritores de Venezuela https://circulodescritoresvenezuela.org/2025/11/14/el-escritor-y-el-algoritmo-pot-tibisay-vargas-rojas/?fbclid=IwY2xjawOEdnJleHRuA2FlbQIxMQBzcnRjBmFwcF9pZBAyMjIwMzkxNzg4MjAwODkyAAEe8fKyDcrrA8yuwq8tjAl7h1zozneHXOu3SoikTURPEG7XggyR82txqYU19gI_aem_uNGJXe5TCBP2uC-VExECXg

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