Obituarios de un no-país — video a Alejandro Aguilar

lunes, 8 de junio de 2009

EL GORDO


Jeroh Juan Montilla


Desde este techo puedo espiar hacia todas partes, sobre todo el batir de las palomas en el campanario, sentir el fuelle de sus pechos. Las hay albas, grises, rojo ceniciento, negras. Nada las espanta, en esa iglesia parece no haber un rincón para el demonio. La vida es un solo relamer, dejar aquí y allá rastros de baba, siempre distanciado de mis alados anhelos gástricos. Maldición. No hay opción, el único modo es cruzar el ancho portón y alcanzar la escalera de la nave central, pero allí esta ese ángel impidiendo que ponga un pie, siempre flamígero, con esa cosa en alto como un palo de escoba. Esta mañana llegó una visita a la casa, al igual que otras veces traen un alboroto por delante, de inmediato me escape y vine al frescor de las tejas; por eso me creen arisco, loco, malagradecido, si supieran que me fastidian sus manoseos, preguntas, bendiciones y recompensas, me dan asco las golosinas. Gordo anda a buscarme esto, lleva a pasear a la beba. Gordo suelta ese libro y barre el corral de las gallinas. ¿Para que lees tanto? Y más necedades. A lo mejor bajo por la noche, después que se marchen con sus mimos a otra parte. Tengo hambre, habrá un poco de sobras, a veces me provoca comerme el rabo, sorprenderlo de una dentellada. A veces cuando me duermo el ángel permite que algún pichón gordo, entero y tibio se desprenda, y allí al pie del Cristo en la Columna, o del lado de afuera, a la pata de los rosales de la Casa Parroquial, el aleteo y el pataleo de la inocencia tiñe mis barbas y colmillos, justifica este instinto alborozado ante cualquier movimiento. Las ganas de saltar en medio del sueño, y de un zarpazo atrapar otra felicidad, lunar, felina y sanguinolenta. Otra vez me dormí y la condenada pesadilla con sus boberías. Dios, ya empezaron a llamarme, no dejan que concluya este párrafo. Cuanto odio el tarrito de leche y ese viejo pisándome la cola o la beba halándome las orejas, seguro que es lo de siempre, el agua de los pericos. Tendré que cerrar el libro y que esta bandada de palomas sigan impúdicas, a salvo.

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