Alberto Hernández*
1.-
Un hombre de limpio corazón imagina a Leoncio Martínez y lo arrima a la eternidad. Digamos que Baltasar, que era uno de los reyes magos y ciudadano de buena memoria, porque se trataba de mi padre, cargaba entre sus papeles de bolsillo el poema de “Leo”, y lo fijó en la mirada para leerlo cada vez que alguien le esculcaba la porfía sobre un país intermitente, cuya felicidad radicaba en alejarlo de las pesadillas. Venía este Hernández Loreto de una celda donde dejó también letras y sueños. Venía de un silencio largo procurado por una puerta por donde sólo podía verle la cara al primogénito y oír la voz quebrada de la madre. Aquella cárcel a veces se arrima a este tiempo y nos interroga.
Años de la década de finales de los cuarenta y comienzos de los cincuenta, prolijos en presos, en estaciones del sufrir.
Por eso, luego de haber soñado entre rejas, de saberse parte de aquellas pesadillas, “La balada del preso insomne” siempre fue material de vida de ese hombre que resultó luego ser la sangre que me habita. No era raro oírlo: “harto en el día de tinieblas/ asomo fuera del cubil/ bien la cabeza, bien un ojo,/ bien la punta de la nariz;/ temeroso de un escarmiento,/ encorvado, convulso, ruín,/ -como ladrón que se robase/ sólo el reflejo de un rubí-/ por mirar brillando en el patio/ el claro sol de mi país”.
Entonces las lágrimas se le mostraban con el orgullo de haber entrado completo en el espíritu de aquella humana inteligencia, de aquel Leoncio Martínez tan cerca de nosotros, parte habitual de nuestra casa.
En la niñez es difícil cuestionar la belleza. Nos suena, nos adormece, pero nunca se pierde de la memoria. Así Leoncio Martínez formaba parte de esa belleza doliente que papá legaba en el mismo espacio de Miguel Otero Silva, Gallegos, Andrés Eloy, Salmerón Acosta, Potentini. Parecían fantasmas que salían de la boca de aquel hombre poseído por sus páginas. Los libros amarillos correteaban en las repisas y caían en las manos del hombre que leía en voz alta aquellas imágenes que hoy son un país lejano, borroso. “la balada del preso insomne” era la lectura que más lo tocaba: “¡Sol para iluminar ensueños/ de vastos campos sin confín, / del cielo abierto a la esperanza, / de las alas tendidas. Y/ aquí alumbra torvas miserias, / venganzas crueles, odio vil/ y un dolor que no acaba nunca/ ante otro dolor por venir…”.
Nos decía de La Rotunda , la cárcel de Juan Vicente Gómez, la misma que albergó los huesos de “leo”. Cinco fueron las veces que estuvo allí, unas por “Fantoches”, las más de ellas, y otras porque ya su nombre era sinónimo de rebeldía, protesta, conspiración. La Rotunda después pasó a ser llamada El Obispo, “cárcel observatorio”, pero la misma ergástula, las mismas torturas, donde los presos políticos y comunes sufrían los rigores del régimen.
Como lo afirma Eduardo Montes, “la marca de “leo” era cárcel, molestia, desacomodo. Como es el año del cierre de algunos periódicos y de la prisión de varios periodistas, a “Leo” y sus publicaciones les toca la parte negra. De aquí data su primer encierro en La Rotunda ”. Estamos en 1090. Leoncio Martínez sólo tenía 19 años.
3.-
Ese fue el país que conocí de boca de mi padre, en letras de Leoncio Martínez y demás héroes de la literatura. Héroes porque no sólo se entregaron en palabras, sino en vida frente a regímenes terribles, y mi padre no escatimaba para que subieran en esa nombradía.
Comenzaba a leer con la lentitud de la caída de la tarde: “Estoy pensando en exilarme/ en marcharme lejos de aquí/ a tierra extraña donde goce/ las libertades de vivir:/ sobre los fueros: hombre-humano/ los derechos: hombre-civil./ Por adorar mis libertades/ esclavo en cadenas caí;/ aquí estoy cargado de hierros,/ sucio, famélico, cerril,/ enchiquerado como un puerco,/ hirsuto como un puerco-espín”.
Terminaba cuando la noche mordía con la luz de la luna la punta de sus zapatos. “¡Ah, quién sabe si para entonces,/ ya cerca del año 2000/ esté alumbrando libertades/ el claro sol de mi país”. Un poco antes, con los grillos y un gallo extraviado en la distancia: “Y cuando ya, siempre extranjero,/ descanse más libre por fin,/ y tenga lo que a mí me niegan:/ la libertad del buen dormir,/ en un cementerio evangélico,/ cubierto por el cielo gris,/ allá que no hay flores al año/ sino una vez, mayo o abril,/ a falta de la cruz deté,/ del nardo, la rosa o el lys,/ colocarán sobre mi tumba,/ grabado a rasgos de buril,/ un versículo de la Biblia / o alguna corona de zinc”.
Leoncio Martínez sigue habitando mi casa, la otra casa que dejé en el pasado es sólo la voz de un hombre que se acodaba en la pared y sacaba sus papeles amarillos, o la memoria para reconstruir el dolor y la mirada de quienes andan en búsqueda de una generación que los despierte.
Ah, estos días aciagos. Ah, estos días para que “Leo” nos dé aliento.
*Periodista y poeta venezolano.