Obituarios de un no-país — video a Alejandro Aguilar

martes, 9 de abril de 2019

PAÍS PUYAO

Tibisay Vargas Rojas

5:30 a.m. Un olor me despierta, y no es a café… Desde que tengo uso de razón madrugo, pero en ello interviene no sólo mi ritmo circadiano, sino un aroma mundialmente reconocido como gratificante del espíritu: el de café recién colado. Y empleo este término porque si bien las mil y un formas de prepararlo permiten también la concordia aromática, desde las “expreso” de las panaderías, a las “moka” hogareñas, aquí en la provincia una manga de batista blanca tiene la insuperable condición de lograr un colado incomparable de la aromática bebida, permitiendo disfrutarla mucho antes de servirla en la taza, y es que las partículas en suspensión al caer desde la altura del “burrito” o soporte donde descansa la manga, tienen la condición de dispersarse generosamente llegando a distancias increíbles, como en esta madrugada de hoy, asaltando mi ventana del quinto piso junto al canto de los gallos.
En el garabateo inicial de esto que escribo, inicié con una negación: “no es a café”, se preguntarán entonces por qué toda la parrafada siguiente sobre la aromática bebida… y es que lo que algún vecino colaba para dar inicio a su jornada, tomándolo como café, no lo era. Me precio de buen olfato, y sé distinguir el brebaje del arbusto sabeo, de pócimas infames de cuanto grano tostado o quemado quieran sustituirle. Si bien ha sido práctica de tramposos comerciantes que rinden su mercancía adicionando maíz, cebada, o en el peor de los casos alguna leguminosa tostada al noble grano del café, en este “tiempo del cólera” que transitamos ha proliferado la inescrupulosidad, la falta de respeto, el engaño… ¿a quién se engaña?, ¿por qué?, y la respuesta me lleva a una consideración odiosa: el daño es general, el país se ha acostumbrado al daño, a dañar, y ser dañado.
Puedo parecer excesiva, dura, pero estoy apuntando a una realidad conocida y sufrida por todos. Quien me desmienta, miente. Volviendo al tema del café, yo misma he sido víctima del timo comprando en el tiempo de mayor escasez y carestía del producto, un “artesanal” que primorosamente empaquetado adquirí a unos vendedores que decían provenir de los andes, y que instalados en una camioneta lo expendían a quienes formábamos la larga fila que se perdía a vuelta de esquina, esperanzados en la nobleza del mismo y de los campechanos vendedores. Cierto es que faltaba el inconfundible aroma, pero lo adjudiqué a que el primer envoltorio, plástico, además del segundo, de corteza y cibaque de cambur, lo atenuaban. Caí por inocente. Al llegar a mi hogar y destaparlo para colocarlo en el pote destinado en mi cocina al café, la primera desagradable sorpresa al retirar la preciosa cubierta de corteza de cambur: ese color desvaído no auguraba nada bueno…, pero no se comparó a cuando desgarré el empaquetado plástico: allí estaba el olor inconfundible a frijol quemado, quizá picado de gorgojos, adicionado a borra de café, con un mínimo porcentaje de verdadero café tostado, y creo que ya concedo muchísimo al enumerar esto último. Me habían timado. Gasté una parte considerable del efectivo que tanto me costó lograr luego de medio día de tortura en el banco. Compré café “puyao”.
El término “puyao” se refiere por estas latitudes a la adulteración, es un regionalismo, una expresión criolla que se extiende a innumerables situaciones donde la trampa, el engaño, el “gato por liebre”, esté presente. No ha sido maña exclusiva de sectores menos privilegiados, no. En muchas ocasiones llegué a escuchar de reuniones sociales donde el whisky trajeado en la botella de un Johnnie mayor de edad, sólo tenía del caminante la etiqueta, porque no llegaba ni al gateo de un Charles… mejor no digo… Y así ha sido este mal del puyao que tiene en este momento condición de epidemia nacional. Todo está adulterado, es de dudosa procedencia, angustiosa falsificación que instala el espíritu en la más abyecta situación a que el humano se someta: la costumbre.
Las técnicas Tavistock han tenido en la población venezolana un caldo de cultivo muy provechoso. Repasando la gama de formas de lavado de cerebro masivo a que nos han sometido desde hace décadas, la de “acostumbrarnos a”, ha sido la más acertada para maquiavélicos fines. Nos hemos acostumbrado a cortes de energía eléctrica, a falta de agua, de alimentos, de medicinas, de educación, a “colas”, a maltrato, a represión… y no es por estoicismo, no, es por la acomodaticia y pérfida costumbre. Todos hemos sido testigos de las conversaciones en las colas: “En el cronograma de cortes eléctricos dicen que hoy será de nueve a doce de la noche… Qué bueno que no es en hora bancaria…” Y ahí está el “Qué bueno” haciendo su tarea. O: “Qué bueno que ya es último de mes, y llega la caja del CLAP…”, “No conseguimos azúcar en ninguna parte, pero qué bueno que así fue, nos enfermamos menos…” Será que nunca se va a expresar: “Qué malo que quitan la luz”, “qué malo que tenemos que someternos al CLAP”, “qué malo que no puedo comerme el dulce que me dé la gana…”, ¿Cuánto falta para que digamos: “qué bueno que nos someten, que nos maltratan, que nos matan”? Ya no es el café. Ya es el país entero, la conciencia, el espíritu, el puyao.